31 de julio de 2008
30 de julio de 2008
10 años son 87.000 horas
Ocurren muchas cosas en diez años. Buenas y malas. Trascendentales y nimias. En la vida de un escritor que ronda los 40, los últimos diez años son acaso los más importantes de toda su carrera. Aquellos en los que debe tomar una pila de decisiones fundamentales. Elegir caminos que le alejarán de otros. Conocer gente que le acompañará en el largo viaje que supone una carrera literaria. Aprender de los tirones de orejas y de los halagos sospechosos. Hacer con el lenguaje lo que la marea hace con las piedras.
Me da miedo el mito que rodea al novelista de 40 años. Como si el que aún no ha alcanzado esa edad no tuviera nada que decir o no supiera decirlo. Si es así, ¿qué he hecho hasta hoy? ¿Y de qué vale? O como si la cuarentena fuera una vacuna contra la mediocridad, la indecisión, el titubeo literario. Espero que sea cierto: entonces me quedan sólo dos para que empiece el espectáculo. Escribo esto y pienso: ¿Qué hago aquí? ¿No debería estar escribiendo mi mejor novela?
En el fondo, nada esencial cambia nunca. Han pasado 87.000 horas desde nuestro encuentro anterior en Iria Flavia y a mí no se me ha curado la perplejidad ni el asombro. Tampoco el optimismo, ni la pasión. Soy diez años más vieja, pero siento que eso me mejora, como la barrica añade cuerpo a los vinos. Por el contrario, aún chispeo, y espero que el tiempo no me cure de eso. Sé más cosas, pero también he aprendido a no demostrarlo. Me tomo más en serio que antes e incluso me gusto más a mí misma, pero también me detesto de un modo mucho más fundamentado. Conozco cada uno de mis errores, lo cual me permite disimularlos, pero a la vez he perfeccionado alguna de mis virtudes. Creo que soy mejor ahora que la última vez que pisé la Fundación Camilo José Cela, en muchos sentidos, pero sigo preocupada por los mismos asuntos de los que llevo escribiendo desde el primer día.
Y, con sinceridad, espero que el mito de la madurez sea cierto y que lo bueno no haya hecho nada más que empezar.
La imagen de hoy tiene más de 10 años. Unos 34, buf.
Me da miedo el mito que rodea al novelista de 40 años. Como si el que aún no ha alcanzado esa edad no tuviera nada que decir o no supiera decirlo. Si es así, ¿qué he hecho hasta hoy? ¿Y de qué vale? O como si la cuarentena fuera una vacuna contra la mediocridad, la indecisión, el titubeo literario. Espero que sea cierto: entonces me quedan sólo dos para que empiece el espectáculo. Escribo esto y pienso: ¿Qué hago aquí? ¿No debería estar escribiendo mi mejor novela?
En el fondo, nada esencial cambia nunca. Han pasado 87.000 horas desde nuestro encuentro anterior en Iria Flavia y a mí no se me ha curado la perplejidad ni el asombro. Tampoco el optimismo, ni la pasión. Soy diez años más vieja, pero siento que eso me mejora, como la barrica añade cuerpo a los vinos. Por el contrario, aún chispeo, y espero que el tiempo no me cure de eso. Sé más cosas, pero también he aprendido a no demostrarlo. Me tomo más en serio que antes e incluso me gusto más a mí misma, pero también me detesto de un modo mucho más fundamentado. Conozco cada uno de mis errores, lo cual me permite disimularlos, pero a la vez he perfeccionado alguna de mis virtudes. Creo que soy mejor ahora que la última vez que pisé la Fundación Camilo José Cela, en muchos sentidos, pero sigo preocupada por los mismos asuntos de los que llevo escribiendo desde el primer día.
Y, con sinceridad, espero que el mito de la madurez sea cierto y que lo bueno no haya hecho nada más que empezar.
La imagen de hoy tiene más de 10 años. Unos 34, buf.
29 de julio de 2008
«Una aparición» (fragmento), de Claudio Rodríguez
Llegó con un aliento muy oscuro
en ayunas
con apetito seco,
muy seguro y muy libre, sin fatiga,
ya viejo, con arrugas
luminosas
con su respiración tan inocente
con su mirada audaz y recogida.
(...)
Sopló sobre el dibujo
y no hubo nada. «Adiós.
Yo soy el Rey del Humo».
De El vuelo de la celebración
La imagen de hoy, otra vez de Spalenka
28 de julio de 2008
Discrepar
Hay una postura típica de editor: cualquiera tiene derecho a escribir. «Mira Fulanito —te dicen—, todo el mundo le acusa de mediático pero lleva vendidas seis ediciones. Y cuidado con meterte con él, porque seguramente tu próximo libro se publicará gracias a los beneficios que han generado esas ventas».
En efecto, quién lo duda: todo el mundo tiene derecho a escribir. Y a saltar en paracaídas y a hacer películas porno. Todo el mundo tiene derecho a todo, de hecho. Pero si yo pretendiera hacer una película porno y me presentara, pongamos por caso, a un cásting de actrices, no tardarían en decirme que no doy el tipo. Me imagino a una directora de casting sin pelos en la lengua diciéndome algo así como «Mira, bonita, tienes 38 años, usas una 46 y se te están empezando a caer las tetas».
Digo yo.
En la pantalla, es evidente, yo no lograría engañar a nadie. Por maquillaje, filtros o lo-que-fuera que me pusieran todo el mundo se daría de que no doy el tipo.
La razón por la cual todo el mundo publica es porque los libros, de entrada, dan el tipo. Hay que comprarlos, llevárselos a casa, y leerlos, para darse cuenta de que el autor no "da el tipo". Y entonces ya es tarde. Para venderte un libro es suficiente que el autor sea capaz de despertar curiosidad. La venta por impulso se cimienta sobre nuestra curiosidad desmedida, no sobre la confianza justificada. Por eso cualquier inútil puede vender siete ediciones de un libro malo. Basta con que despierte suficiente curiosidad.
Sin embargo, hay una postura típica de escritor: No todo el mundo vale. El ensalzamiento de la mediocridad sólo trae más mediocridad. Poner en la misma mesa de novedades al autor mediático que escribe sobre cualquier cosa y al escritor que lleva cuarenta años persiguiendo escribir su mejor novela es injusto, además de un lío padre (para el lector, que es el que importa).
Es como si de pronto me contratara un productor arriesgado de pelis porno, a pesar de lo dicho, porque resulta que practico el sexo acrobático como nadie, y hay un público al que le gusta ver a casi cuarentonas con las tetas caídas practicando el sexo acrobático. Pero sería un lío y una injusticia si no advirtieran al usuario del cambiazo y alguien alquilara esa peli esperando encontrar a la rubia neumática de turno y, el pobre, me encontrara a mí vete tú a saber cómo.
Todos estamos de acuerdo en que la literatura popular —de masas, cuanto más numerosas, mejor— debe existir, pero hay cierto tipo de libros que no aportan nada.
La editora diría: «Aportan lectores. Hay ciertos lectores que pueden comenzar leyendo el libro mediático y luego seguir leyendo».
La verdad, no estoy segura. Y no confío nada en el gusto de alguien que modela su gusto leyendo al presentador gracioso, a la folclórica indiscreta o al miembro del jurado borde.
Sea como sea, todo esto surgió en la sobremesa de hace unos días, cuando una editora que también es mamá me explicó qu había llevado a su hijo a ver Kung Fu Panda. Parece ser, me contó, que la película ha generado un tsunami de indignación en China. No les ha gustado, al parecer, que los habitates del pueblo sean cerdos y conejos, entre otras cosas. Por motivos diferentes, yo también estoy molesta con el mensaje que transmite el osito en cuestión: está muy bien el rollo de la superación personal, pero no me gusta nada que los niños crean que cualquier gracioso torpe y sin modales puede emular a quienes ha dedicado toda su vida a un noble arte. Y no sólo emular: también superarle en un golpe de suerte. En el fondo eso es el oso de marras: un advenedizo con ganas pero sin formación que, además, no parece muy dispuesto a cambiar, pero que triunfa gracias a la chiripa. Una chiripa similar a la que hace triunfadores a muchos de los mediáticos que publican libros, por cierto. Ya veo al oso de la película publicando un manual de autoayuda titulado, por ejemplo: «Del fideo al Parnaso».
Al cabo, convinimos la editora y yo, puestas de acuerdo en algo, es difícil hacer algo universal y no levantar ampollas en alguna parte.
Pues sí, eso va a ser.
La imagen de hoy: de Spalenka.
En efecto, quién lo duda: todo el mundo tiene derecho a escribir. Y a saltar en paracaídas y a hacer películas porno. Todo el mundo tiene derecho a todo, de hecho. Pero si yo pretendiera hacer una película porno y me presentara, pongamos por caso, a un cásting de actrices, no tardarían en decirme que no doy el tipo. Me imagino a una directora de casting sin pelos en la lengua diciéndome algo así como «Mira, bonita, tienes 38 años, usas una 46 y se te están empezando a caer las tetas».
Digo yo.
En la pantalla, es evidente, yo no lograría engañar a nadie. Por maquillaje, filtros o lo-que-fuera que me pusieran todo el mundo se daría de que no doy el tipo.
La razón por la cual todo el mundo publica es porque los libros, de entrada, dan el tipo. Hay que comprarlos, llevárselos a casa, y leerlos, para darse cuenta de que el autor no "da el tipo". Y entonces ya es tarde. Para venderte un libro es suficiente que el autor sea capaz de despertar curiosidad. La venta por impulso se cimienta sobre nuestra curiosidad desmedida, no sobre la confianza justificada. Por eso cualquier inútil puede vender siete ediciones de un libro malo. Basta con que despierte suficiente curiosidad.
Sin embargo, hay una postura típica de escritor: No todo el mundo vale. El ensalzamiento de la mediocridad sólo trae más mediocridad. Poner en la misma mesa de novedades al autor mediático que escribe sobre cualquier cosa y al escritor que lleva cuarenta años persiguiendo escribir su mejor novela es injusto, además de un lío padre (para el lector, que es el que importa).
Es como si de pronto me contratara un productor arriesgado de pelis porno, a pesar de lo dicho, porque resulta que practico el sexo acrobático como nadie, y hay un público al que le gusta ver a casi cuarentonas con las tetas caídas practicando el sexo acrobático. Pero sería un lío y una injusticia si no advirtieran al usuario del cambiazo y alguien alquilara esa peli esperando encontrar a la rubia neumática de turno y, el pobre, me encontrara a mí vete tú a saber cómo.
Todos estamos de acuerdo en que la literatura popular —de masas, cuanto más numerosas, mejor— debe existir, pero hay cierto tipo de libros que no aportan nada.
La editora diría: «Aportan lectores. Hay ciertos lectores que pueden comenzar leyendo el libro mediático y luego seguir leyendo».
La verdad, no estoy segura. Y no confío nada en el gusto de alguien que modela su gusto leyendo al presentador gracioso, a la folclórica indiscreta o al miembro del jurado borde.
Sea como sea, todo esto surgió en la sobremesa de hace unos días, cuando una editora que también es mamá me explicó qu había llevado a su hijo a ver Kung Fu Panda. Parece ser, me contó, que la película ha generado un tsunami de indignación en China. No les ha gustado, al parecer, que los habitates del pueblo sean cerdos y conejos, entre otras cosas. Por motivos diferentes, yo también estoy molesta con el mensaje que transmite el osito en cuestión: está muy bien el rollo de la superación personal, pero no me gusta nada que los niños crean que cualquier gracioso torpe y sin modales puede emular a quienes ha dedicado toda su vida a un noble arte. Y no sólo emular: también superarle en un golpe de suerte. En el fondo eso es el oso de marras: un advenedizo con ganas pero sin formación que, además, no parece muy dispuesto a cambiar, pero que triunfa gracias a la chiripa. Una chiripa similar a la que hace triunfadores a muchos de los mediáticos que publican libros, por cierto. Ya veo al oso de la película publicando un manual de autoayuda titulado, por ejemplo: «Del fideo al Parnaso».
Al cabo, convinimos la editora y yo, puestas de acuerdo en algo, es difícil hacer algo universal y no levantar ampollas en alguna parte.
Pues sí, eso va a ser.
La imagen de hoy: de Spalenka.
25 de julio de 2008
Escribir es un tic (que necesita cómplices)
Cuando fundé la Asociación de Jóvenes Escritores —hace ya 17 años— lo hice convencida de que los escritores tenemos cierta necesidad de gregarismo. Es saludable compartir manías y escuchar opiniones ajenas. Saber cómo y en qué trabajan los demás.
Yo, como Francesco Piccolo, también leía de pequeña biografías de escritores buscando espejos en los que mirarme, ejemplos que seguir. Pero, a diferencia de él, yo jamás tomé una sola nota sobre el modo de trabajar de esos autores a los que admiré antes de leerlos, sólo por la fascinación que me despertaban sus biografías. Ellos habían logrado ser lo que yo más deseaba ser.
Con sus notas, Piccolo escribió, años después, un libro. La primera edición, aparecida en una pequeñísima editorial italiana, se agotó rápido. Durante años, el libro fue inencontrable. Hace un par de temporadas, se reeditó, en una versión fiel a la primera pero prologada por su autor. En ese prólogo, Piccolo explica el sueño de adolescente que le llevó a tomar notas de las manías de muchos escritores famosos. En España lo acaba de publicar editorial Ariel con el mismo título que tuvo en italiano: Escribir es un tic. La razón por la cual ayer lo compré y lo leí de un tirón es idéntica a aquella por la cual fundé la Asociación de Jóvenes Escritores: a veces, necesito sentirme acompañada.
Y este libro acompaña mucho a cualquiera que escriba.
Conocer las extravagancias de autores famosos ayuda a ver las propias como algo insignificante. La vela que enciende Isabel Allende en su escritorio para saber cuándo debe acabar su jornada, por ejemplo, o el biombo negro en el interior del cual Camilo José Cela escribió Oficio de Tinieblas 5, o la costumbre de Maldestamm de escribir mientras caminaba —¡qué engorro!— o la de Proust de hacerlo sobre las rodillas, en la cama, con diez plumillas en la mesita de noche.
Las propias paranoias quedan en nada al lado de las de alguno. Eco considera, por ejemplo, que los poemas se escriben despacio y con pluma y las novelas deprisa y con ordenador. Dorothy Parker se sintió tan atribulada cuando a su máquina de escribir recién comprada se le terminó la cinta que, incapaz de cambiarla, tiró la máquina y compró otra. A Camilo José Cela le dio tanta rabia haber extraviado el original de La familia de Pascual Duarte, que después de que se publicara lo copió de principio a fin de su puño y letra.
También nos ayudarán estas páginas a ver nuestras costumbres como lo más normal, sean las que sean: Moravia y T.S. Elliot escribían por la mañana, de 9 a 13. Gil de Biedma pensaba poemas en reuniones de trabajo, a Dickens le gustaba escribir con toda la familia mirando, Mark Twain tenía la costumbre de contar letra a letra sus frases, a medida que las escribía. Torrente Ballester llevaba una grabadora por la calle, para emergencias narrativas. Néstor Luján dictaba sus novelas.
También nos servirá como terapia, como libro de auto-ayuda. ¿Sientes que trabajas poco, que pierdes el tiempo? Te irá bien saber que T.S. Elliot consideraba que no debía escribir nunca más de tres horas, porque alargar el tiempo de escritura perjudicaba la obra. Que Pasolini consideraba imprescindible perder el tiempo, porque es perdiendo el tiempo cuando el escritor puede pensar, y si no piensa no se le ocurre nada que escribir. Flaubert creía que para trabajar tres horas tenía que estar diez sentado ante su escritorio...
Y así, 150 páginas largas de anécdotas en las que escritores de todo pelaje explican cuándo, dónde, por què, de qué manera y con qué manías escriben.
Confieso una manía personal, al hilo de todo esto: me gusta leer en los Starbucks. Un Mocca Café de tamaño mediano, tres horas por delante, conseguir un sillón (no siempre es fácil) y abrir un libro por la página 1. Dar sorbos pequeños de café, desatender el teléfono y no parar hasta cerrar la última página. Me pasa lo que dice Claudio Magris que le ocurre en los cafés: «se trabaja mucho pero parece que se trabaja menos».
¿Y vuestras manías, vuestros tics, navegantes, cuáles son?
Yo, como Francesco Piccolo, también leía de pequeña biografías de escritores buscando espejos en los que mirarme, ejemplos que seguir. Pero, a diferencia de él, yo jamás tomé una sola nota sobre el modo de trabajar de esos autores a los que admiré antes de leerlos, sólo por la fascinación que me despertaban sus biografías. Ellos habían logrado ser lo que yo más deseaba ser.
Con sus notas, Piccolo escribió, años después, un libro. La primera edición, aparecida en una pequeñísima editorial italiana, se agotó rápido. Durante años, el libro fue inencontrable. Hace un par de temporadas, se reeditó, en una versión fiel a la primera pero prologada por su autor. En ese prólogo, Piccolo explica el sueño de adolescente que le llevó a tomar notas de las manías de muchos escritores famosos. En España lo acaba de publicar editorial Ariel con el mismo título que tuvo en italiano: Escribir es un tic. La razón por la cual ayer lo compré y lo leí de un tirón es idéntica a aquella por la cual fundé la Asociación de Jóvenes Escritores: a veces, necesito sentirme acompañada.
Y este libro acompaña mucho a cualquiera que escriba.
Conocer las extravagancias de autores famosos ayuda a ver las propias como algo insignificante. La vela que enciende Isabel Allende en su escritorio para saber cuándo debe acabar su jornada, por ejemplo, o el biombo negro en el interior del cual Camilo José Cela escribió Oficio de Tinieblas 5, o la costumbre de Maldestamm de escribir mientras caminaba —¡qué engorro!— o la de Proust de hacerlo sobre las rodillas, en la cama, con diez plumillas en la mesita de noche.
Las propias paranoias quedan en nada al lado de las de alguno. Eco considera, por ejemplo, que los poemas se escriben despacio y con pluma y las novelas deprisa y con ordenador. Dorothy Parker se sintió tan atribulada cuando a su máquina de escribir recién comprada se le terminó la cinta que, incapaz de cambiarla, tiró la máquina y compró otra. A Camilo José Cela le dio tanta rabia haber extraviado el original de La familia de Pascual Duarte, que después de que se publicara lo copió de principio a fin de su puño y letra.
También nos ayudarán estas páginas a ver nuestras costumbres como lo más normal, sean las que sean: Moravia y T.S. Elliot escribían por la mañana, de 9 a 13. Gil de Biedma pensaba poemas en reuniones de trabajo, a Dickens le gustaba escribir con toda la familia mirando, Mark Twain tenía la costumbre de contar letra a letra sus frases, a medida que las escribía. Torrente Ballester llevaba una grabadora por la calle, para emergencias narrativas. Néstor Luján dictaba sus novelas.
También nos servirá como terapia, como libro de auto-ayuda. ¿Sientes que trabajas poco, que pierdes el tiempo? Te irá bien saber que T.S. Elliot consideraba que no debía escribir nunca más de tres horas, porque alargar el tiempo de escritura perjudicaba la obra. Que Pasolini consideraba imprescindible perder el tiempo, porque es perdiendo el tiempo cuando el escritor puede pensar, y si no piensa no se le ocurre nada que escribir. Flaubert creía que para trabajar tres horas tenía que estar diez sentado ante su escritorio...
Y así, 150 páginas largas de anécdotas en las que escritores de todo pelaje explican cuándo, dónde, por què, de qué manera y con qué manías escriben.
Confieso una manía personal, al hilo de todo esto: me gusta leer en los Starbucks. Un Mocca Café de tamaño mediano, tres horas por delante, conseguir un sillón (no siempre es fácil) y abrir un libro por la página 1. Dar sorbos pequeños de café, desatender el teléfono y no parar hasta cerrar la última página. Me pasa lo que dice Claudio Magris que le ocurre en los cafés: «se trabaja mucho pero parece que se trabaja menos».
¿Y vuestras manías, vuestros tics, navegantes, cuáles son?
24 de julio de 2008
Cuatro
Unos amigos esperan el cuarto. De cuanta gente conozco, son los únicos.
Los embarazos ajenos invitan a la reflexión. Hay gente sabia a quien le provocan repulsión hacia cualquier cosa que tenga que ver con niños. Hay gente sabia a la que, por contra, le provocan deseos de tener hijos. O más hijos.
Este concreto y ajeno embarazo ha generado bastante debate en casa durante las últimas semanas. Hemos pasado del lugar común («Qué valientes, ¡cuatro!» o «Qué barbaridad, ¡cuatro!») a las miradas desconfiadas de mi compañero, cuando observó que yo me quedaba pensando una vez la conversación ya había terminado. Luego llegó el debate real, cuando él me preguntó en serio —bastante preocupado— si yo tendría el cuarto. Primero dijo, por si acaso su postura no había quedado clara: «A mí me daría una pereza horrible...». A continuación confirmó sus temores, porque yo asentí.
Atacó: «¿Ya no te acuerdas de lo mal que lo pasaste en el embarazo de Álex?».
«No lo pasé tan mal», repuse yo.
«¿Ves? ¡Ya no te acuerdas!», insistió él.
Se queda pensativo. Parece ausente. Le he dejado descolocado.
Unos minutos después, pregunta, estupefacto:
«¿De verdad, tendrías otro hijo?».
Sí, navegantes, soy así de perversa, degenerada, suicida, valiente, inconsciente, infantil, inmadura, envidiosa: si por mi fuera, tendría un cuarto hijo.
Se lo dije a mi madre. Utilicé el tiempo condicional. Frunció los labios en una mueca de desaprobación.
Susurró: «¡Por favor!».
Dos palabras pueden decir mucho más de lo que querrías saber.
Luego preguntó: «¿Y para qué?».
Pregunta rara. No se tienen hijos para nada. En todo caso, se tienen hijos por algo (aunque es bastante difícil explicar por qué). Las razones por las cuales deseas tener un hijo no pueden reclamarse ni esgrimirse. No son egoístas, pero tampoco altruistas completamente. No tienen pies ni cabeza, no son sostenibles, ni siquiera son muy legítimas.
En mi caso, mis deseos de ser mamá por cuarta vez surgen cuando miro a mi hijo Álex, que en septiembre cumple 3 años. Acaba de dejar el pañal y está a punto de empezar P3. Le miro y pienso, con esa mezcla rara de orgullo y tristeza: «Ha crecido». Siento nostalgia de bebé. Sí, lo sé, un sentimiento peligroso. Mi compañero está aterrado, cuando se lo digo.
En fin. Respira, mamá: no voy a tener el cuarto. También por muchos motivos, que serían largos de explicar aquí.
Pero envidio —y admiro— a quienes sí se atreven.
La fotografía es de Cristopher Gilbert
23 de julio de 2008
22 de julio de 2008
Agatha Christie habla de cremalleras
La vida, hoy en día, está dominada y se ve complicada por la implacable cremallera. Blusas y faldas que se abren y cierran con cremallera, trajes para esquiar con cremallera por todos lados. Vestidos ligeros con trozos de cremallera perfectamente innecesarios, sólo como adorno.
¿Por qué? ¿Hay algo más terrible que una cremallera que se pone testaruda? Te deja en una situación mucho peor que los comunes y corrientes botones, broches, cierres de presión, hebillas y corchetes.
En los primeros tiempos de las cremalleras, mi madre —estremecida por tan deliciosa novedad— se mandó hacer un par de corsés a medida, con cremallera en la parte de delante. ¡Los resultados fueron sumamente desafortunados! No sólo tuvo que librar una dolorosa batalla en la primera subida sino que después las cremalleras se negaban con obstinación a bajar. ¡Quitárselos era prácticamente una operación quirúrgica! Y debido al encantador pudor victoriano de mi madre, durante un tiempo nos pareció posible que viviera el resto de sus días metida en esos corsés: ¡una especie de mujer moderna con corsé de castidad!
Desde entonces, siempre miro las cremalleras con cierta desconfianza.
De Ven y dime cómo vives. Memorias (Tusquets, 2008)
Y la imagen, «Margarita de cremallera», de Marilú, en Flickr
¿Por qué? ¿Hay algo más terrible que una cremallera que se pone testaruda? Te deja en una situación mucho peor que los comunes y corrientes botones, broches, cierres de presión, hebillas y corchetes.
En los primeros tiempos de las cremalleras, mi madre —estremecida por tan deliciosa novedad— se mandó hacer un par de corsés a medida, con cremallera en la parte de delante. ¡Los resultados fueron sumamente desafortunados! No sólo tuvo que librar una dolorosa batalla en la primera subida sino que después las cremalleras se negaban con obstinación a bajar. ¡Quitárselos era prácticamente una operación quirúrgica! Y debido al encantador pudor victoriano de mi madre, durante un tiempo nos pareció posible que viviera el resto de sus días metida en esos corsés: ¡una especie de mujer moderna con corsé de castidad!
Desde entonces, siempre miro las cremalleras con cierta desconfianza.
De Ven y dime cómo vives. Memorias (Tusquets, 2008)
Y la imagen, «Margarita de cremallera», de Marilú, en Flickr
21 de julio de 2008
Encajar
Leo en la novela —todavía inédita— de un amigo que comienzas a ser escritor el día en que comprendes que no encajas en ninguna parte.
Hay épocas del año que evidencian mucho más que otras esa realidad. La pieza del puzzle que representas ha salido deforme, hay que ensamblarla a martillazos. Y, en verano, ni así.
Llegan las vacaciones, los niños quieren hacer cosas de niños normales y la verdad es que no tienen la culpa de tener una madre-ermitaña que quisiera pasar el verano en una biblioteca o en una isla desierta o en La Roca, con tal de que hubiera libros. Las ceremonias familiares te sientan ante el abismo —aunque a simple vista parezca una mesa presidida por una paella— de saber que nada tienes que ver con aquellos con quienes compartes sangre, historia, referencias y paisaje de la memoria. En realidad, te pasas el rato observando a la familia como si fueran actores de una serie de televisión. De una que ni siquiera te gusta. No como House o Roma.
Luego está el calor, tan poco apropiado para la creación literaria, y yo comienzo a añorar Groenlandia, esa tierra a la que no pude llegar a pesar de que lo intenté. Yo me exiliaría en Siorapaluk, donde no hay neveras porque no hacen falta, y leería y escribiría bajo una manta de piel de yak.
La tele habla. Un conductor sin carné puede ser condenado a dos años y medio de prisión. Pienso: «Qué gusto, dos años y medio en la cárcel sin preocuparse de cocinar ni de hacer la cama».
Realmente, me estoy volviendo muy rara.
La imagen de hoy, del blog Hijo de Zeus.
Hay épocas del año que evidencian mucho más que otras esa realidad. La pieza del puzzle que representas ha salido deforme, hay que ensamblarla a martillazos. Y, en verano, ni así.
Llegan las vacaciones, los niños quieren hacer cosas de niños normales y la verdad es que no tienen la culpa de tener una madre-ermitaña que quisiera pasar el verano en una biblioteca o en una isla desierta o en La Roca, con tal de que hubiera libros. Las ceremonias familiares te sientan ante el abismo —aunque a simple vista parezca una mesa presidida por una paella— de saber que nada tienes que ver con aquellos con quienes compartes sangre, historia, referencias y paisaje de la memoria. En realidad, te pasas el rato observando a la familia como si fueran actores de una serie de televisión. De una que ni siquiera te gusta. No como House o Roma.
Luego está el calor, tan poco apropiado para la creación literaria, y yo comienzo a añorar Groenlandia, esa tierra a la que no pude llegar a pesar de que lo intenté. Yo me exiliaría en Siorapaluk, donde no hay neveras porque no hacen falta, y leería y escribiría bajo una manta de piel de yak.
La tele habla. Un conductor sin carné puede ser condenado a dos años y medio de prisión. Pienso: «Qué gusto, dos años y medio en la cárcel sin preocuparse de cocinar ni de hacer la cama».
Realmente, me estoy volviendo muy rara.
La imagen de hoy, del blog Hijo de Zeus.
18 de julio de 2008
Harry Potter en pasado
«La cicatriz llevaba diecinueve años sin dolerle. No había nada de que preocuparse.» Trece palabras para un final, tal vez el más esperado de la historia de la literatura. J. K. Rowling lo ideó -dice- hace 18 años, cuando apenas esbozaba la serie en aquel inspirador trayecto Manchester-Londres, y sólo hace algunos meses llegó a los lectores españoles. Algunos fans las tomaron por algo parecido al apocalipsis. ¿Qué van a hacer ahora los lectores, huérfanos de su mago predilecto?
Será raro, la verdad, ver pasar un año sin que llegue un nuevo volumen a las librerías, no poder asistir de nuevo a esa ceremonia del misterio, de las cajas precintadas que se guardan en un almacén hasta que llega la hora de revelar el secreto; del revuelo informativo que esa inteligente operación de marketing ha levantado una y otra vez. Tendremos que contentarnos con esperar la edición de la colección completa mientras aprendemos a contener la nostalgia.
Yo nací en 1970, así que mi infancia no conoció Hogwarts, el internado donde estudian los niños magos. Sí, en cambio, aquel otro, poblado por niñas perversas y repipis a partes iguales, llamado Torres de Malory. Era un escenario creado por Enid Blyton, a quien podríamos considerar, por edad y filiación, una suerte de abuela de J. K. Rowling. Escribió 187 novelas, vendió 400 millones de libros en innumerables traducciones y aún hoy es una de las autoras más traducidas del mundo. Sus libros todavía se encuentran en las librerías de nuestro país y cada vez que tropiezo con uno –en ediciones modernas, que sólo vagamente se parecen a las que yo recuerdo- me invade la melancolía de tener de pronto entre las manos una parte de mi pasado que yo siento muy importante.
Les ocurrirá lo mismo, dentro de unos años, a los lectores que hoy lloran el final de Harry Potter. Un día se descubrirán en una librería con un libro de la serie entre las manos, descubriendo que ya son personas adultas, tal vez padres y madres de familia, y que ese volumen parece contener algo muy importante de ellos mismos. A su alrededor, la librería estará repleta de lectores en busca de emociones. En los anaqueles habrá buenos títulos, talentosos autores o volúmenes de éxito, tal vez crecidos en la tierra abonada que dejó Potter.
Habrá escritores para ellos desconocidos que, como Rowling, o como antes Blyton, serán capaces de establecer una comunicación sin trabas con sus lectores, de seducirles hasta lograr aquel milagro que tan bien describió George Steiner: que apaguen la televisión para leer centenares de páginas en silencio.
Cada vez que uno de los lectores de la serie llegue a las trece últimas palabras, ese momento estará un poco más cerca.
La imagen: así me vio la revista Mujer Hoy en un reportaje sobre las herederas de Rowling, qué cruz.
Será raro, la verdad, ver pasar un año sin que llegue un nuevo volumen a las librerías, no poder asistir de nuevo a esa ceremonia del misterio, de las cajas precintadas que se guardan en un almacén hasta que llega la hora de revelar el secreto; del revuelo informativo que esa inteligente operación de marketing ha levantado una y otra vez. Tendremos que contentarnos con esperar la edición de la colección completa mientras aprendemos a contener la nostalgia.
Yo nací en 1970, así que mi infancia no conoció Hogwarts, el internado donde estudian los niños magos. Sí, en cambio, aquel otro, poblado por niñas perversas y repipis a partes iguales, llamado Torres de Malory. Era un escenario creado por Enid Blyton, a quien podríamos considerar, por edad y filiación, una suerte de abuela de J. K. Rowling. Escribió 187 novelas, vendió 400 millones de libros en innumerables traducciones y aún hoy es una de las autoras más traducidas del mundo. Sus libros todavía se encuentran en las librerías de nuestro país y cada vez que tropiezo con uno –en ediciones modernas, que sólo vagamente se parecen a las que yo recuerdo- me invade la melancolía de tener de pronto entre las manos una parte de mi pasado que yo siento muy importante.
Les ocurrirá lo mismo, dentro de unos años, a los lectores que hoy lloran el final de Harry Potter. Un día se descubrirán en una librería con un libro de la serie entre las manos, descubriendo que ya son personas adultas, tal vez padres y madres de familia, y que ese volumen parece contener algo muy importante de ellos mismos. A su alrededor, la librería estará repleta de lectores en busca de emociones. En los anaqueles habrá buenos títulos, talentosos autores o volúmenes de éxito, tal vez crecidos en la tierra abonada que dejó Potter.
Habrá escritores para ellos desconocidos que, como Rowling, o como antes Blyton, serán capaces de establecer una comunicación sin trabas con sus lectores, de seducirles hasta lograr aquel milagro que tan bien describió George Steiner: que apaguen la televisión para leer centenares de páginas en silencio.
Cada vez que uno de los lectores de la serie llegue a las trece últimas palabras, ese momento estará un poco más cerca.
La imagen: así me vio la revista Mujer Hoy en un reportaje sobre las herederas de Rowling, qué cruz.
17 de julio de 2008
16 de julio de 2008
Unamuno le cuenta a Marañón
...no sé si sabrá usted que me casé a mis veintisiete años con mi mujer —mi costumbre— dos meses mayor que yo, que es la única que he conocido —me ha bastado— lo que me ha permitido dedicarme, además de a mi familia, a la patria, a la universal y a mi Dios desconocido. Mis relaciones de noviazgo —las más epistolares— (...) ¡duraron... quince! Y acaso de aquella correspondencia casi infantil, tomó arranque mi estilo, siempre epistolar, esto es: de hombre a hombre. A ella, mi mujer, a su inquebrantable alegría infantil —hoy a sus 68 y medio sigue tan niña— es a lo que más debo.
15 de julio de 2008
Gregorio Marañón le cuenta a Miguel de Unamuno sobre Alfonso XIII
Mi querido Don Miguel: almorcé una mañana de primavera con el Rey. Me invitaron y acepté porque me convenía hablarle para el asunto de los médicos extranjeros. Por cierto que prometió ayudarme en la batalla que riño contra una gran canallada nauseabunda que se está perpetrando; y no sólo no me ayudó, sino que decidió, poco días después, la suerte a favor de los contrarios. Le he quedado muy agradecido y dispuesto a servirle *.
Nada hay en España comparable a este vicio desenfrenado, contra el que no podrá nadie, porque el Jefe de la Nación es también el número uno de los puntos. Esta temporada, en el Tiro de Pichón, el espectáculo es bochornoso. El Rey juega, aproximadamente, de 4 a 5.000 pesetas por tiro, esto es, por minuto. En la tarde de ayer, ha ganado 60.000 pesetas; y a este tenor las demás tardes. El partido de los "pajareros", que él capitanea, lleva sacados a los "escopeteros" más de 400.000 pesetas en lo que va de temporada. No quiero decirle, porque son detalles que requieren la palabra hablada y aun el oído próximo, las artes que allí se ponen en juego para el regio desplume. Este año quedarán algunas familias en estado mísero a consecuencia de todo esto. Y, lo terrible, es que no se perpetra en un garito, sino a la vista de todo Madrid, bajo el sol de mayo, con acompañamiento de gritos ensordecedores.
* Carta de comienzos de verano de 1921
** Carta sin fecha, de 1921
De Epistolario inédito. Marañón, Ortega, Unamuno (Espasa, 2008)
Nada hay en España comparable a este vicio desenfrenado, contra el que no podrá nadie, porque el Jefe de la Nación es también el número uno de los puntos. Esta temporada, en el Tiro de Pichón, el espectáculo es bochornoso. El Rey juega, aproximadamente, de 4 a 5.000 pesetas por tiro, esto es, por minuto. En la tarde de ayer, ha ganado 60.000 pesetas; y a este tenor las demás tardes. El partido de los "pajareros", que él capitanea, lleva sacados a los "escopeteros" más de 400.000 pesetas en lo que va de temporada. No quiero decirle, porque son detalles que requieren la palabra hablada y aun el oído próximo, las artes que allí se ponen en juego para el regio desplume. Este año quedarán algunas familias en estado mísero a consecuencia de todo esto. Y, lo terrible, es que no se perpetra en un garito, sino a la vista de todo Madrid, bajo el sol de mayo, con acompañamiento de gritos ensordecedores.
* Carta de comienzos de verano de 1921
** Carta sin fecha, de 1921
De Epistolario inédito. Marañón, Ortega, Unamuno (Espasa, 2008)
14 de julio de 2008
Anton Chejov escribe a la actriz Olga Kniepper *
«El arte es un campo en el que resulta imposible avanzar sin titubear.»
«Volverá usted a encontrar grandes dificultades y dolorosas desilusiones; hay que estar preparado para todo ello. Hay que aguantar. Y a pesar de todo, hay que conservar la cabeza con una energía decidida, casi fanática.»
«Hay que dejar de una vez por todas esa obsesión respecto a los éxitos y los fracasos. Que eso no le afecte. Su tarea es trabajar paso a paso, cada día, estar preparada para cometer errores y, eso es inevitable, para obtener fracasos. Es decir, para mantener estoicamente su propia línea artística. Es a los demás a quienes les toca contar cuántas veces se sube el telón.»
«En cuanto a mí, he estado enfermo tres o cuatro días. Ahora permanezco en casa. Recibo una cantidad intolerable de visitas. Las lenguas provincianas se agitan, ociosas, y me producen enfado. Estoy furioso, rabio y envidio a la rata que vive bajo las tablas de vuestro teatro.»
«Te quiero y te querría aunque me dieras golpes con un bastón.»
«...para qué voy a escribirte si nos vamos a ver pronto, pronto, pronto de nuevo, y te daré un pellizco en el trasero y más cosas como esa.»
De Correspondencia (1899-1904), Editorial Páginas de Espuma, 2008
* Chéjov se casó con Kniepper en 1901. Eran amantes desde un año antes. Chéjov murió en 1904.
En la imagen: la tumba en Moscú de Anton Chéjov.
«Volverá usted a encontrar grandes dificultades y dolorosas desilusiones; hay que estar preparado para todo ello. Hay que aguantar. Y a pesar de todo, hay que conservar la cabeza con una energía decidida, casi fanática.»
«Hay que dejar de una vez por todas esa obsesión respecto a los éxitos y los fracasos. Que eso no le afecte. Su tarea es trabajar paso a paso, cada día, estar preparada para cometer errores y, eso es inevitable, para obtener fracasos. Es decir, para mantener estoicamente su propia línea artística. Es a los demás a quienes les toca contar cuántas veces se sube el telón.»
«En cuanto a mí, he estado enfermo tres o cuatro días. Ahora permanezco en casa. Recibo una cantidad intolerable de visitas. Las lenguas provincianas se agitan, ociosas, y me producen enfado. Estoy furioso, rabio y envidio a la rata que vive bajo las tablas de vuestro teatro.»
«Te quiero y te querría aunque me dieras golpes con un bastón.»
«...para qué voy a escribirte si nos vamos a ver pronto, pronto, pronto de nuevo, y te daré un pellizco en el trasero y más cosas como esa.»
De Correspondencia (1899-1904), Editorial Páginas de Espuma, 2008
* Chéjov se casó con Kniepper en 1901. Eran amantes desde un año antes. Chéjov murió en 1904.
En la imagen: la tumba en Moscú de Anton Chéjov.
11 de julio de 2008
II Encuentro de Escritores en la Fundación Camilo José Cela: Nosotros los de entonces, ¿aún somos los mismos?
En la foto (empezando por la derecha): Gabriela Bustelo, Lola Beccaria, Gloria Méndez, Blanca Riestra, Marta Sanz, Carlos Castán, Óscar Esquivias, Care Santos, Ignacio García-Valiño. Delante, Tino Pertierra. Detrás: Lucía Etxebarría, Toni Montesinos y Luis García Jambrina (escondido, sólo se le ve el tupé).
En la foto faltan algunos, que no pudieron quedarse a las conclusiones: Antonio Álamo, Ángela Vallvey, Lorenzo Silva, Hilario J. Rodríguez.
Para más información, HAZ CLICK AQUI
Por último, una frase para pensar, pronunciada por una de las autoras participantes:
«Tal vez tengamos más en común de lo que estamos dispuestos a reconocer».
La imagen: de El Faro de Vigo, publicada ayer.
Buen fin de semana, navegantes.
10 de julio de 2008
Dale nombre a tu vida, de Rebeca González *
-Mi nombre es Jimena y tengo catorce años.
Eso era todo lo que había que decir cuando entrabas en aquel grupo al que mi madre me había apuntado, como si la edad fuera el delito que habías cometido o como si fuera tu pecado; igual que los alcohólicos dicen en sus grupos de ayuda “me llamo Federico y soy alcohólico”. Reconocer que tenía 14 años era reconocer mi pecado, mi defecto, mi verdad, era el primer paso del camino de la recuperación: reconocer que tenía, que tengo, catorce años.
Mi madre me había dicho muchas veces que cuando yo nací, el día que yo nací, había sido uno de los días más felices su vida, que se sintió llena, realizada y otros adjetivos que yo ni siquiera entendía y a los que dejaba de prestar atención o buscaba algún motivo para dejarla con la palabra en la boca, porque ya me conocía yo esas sesiones de “mi niña pequeña y como ha crecido” y “¿por qué no vemos las fotos del álbum que te hice cuando eras pequeña?”. Si algo no soportaba era que mi madre se pusiera babosa conmigo e intentara hacer como si fuéramos amigos y eso era lo último que yo quería, que fuésemos amigas, porque era una amistad falsa, ella sólo quería información, meterse en mi vida, saber si yo fumaba, si tenía novio y esas cosas que preocupan a las madres.
Pero a mí lo que me preocupaba eran otras cosas, fumar no tenía, no tiene, importancia, soy joven y aún puedo fumar muchos años sin que mi organismo se resienta y además yo puedo dejarlo cuando quiera. Tener novio, “novio” una palabra que debería desaparecer del diccionario, para los tíos son de usar y tirar, me niego a que me hagan daño, o que intenten cambiar el rumbo de mi vida.
Anoche mi madre me dijo que mi padre, al que odio elevado a la enésima potencia, me había vuelto a llamar para hablar conmigo. Ya le he dicho yo mil veces a mi madre que no quiero ni verle, ni volver a oír su nombre y que para mí es como si estuviese muerto.
Por cierto al que voy a matar es a mi hermano pequeño otra vez le he pillado en mi habitación cotilleando mis cosas e intentando abrir mi diario, le he dado un manotazo que le he dejado todos los dedos marcados en la cara. Se ha ido llorando a decírselo a mamá; pero ya ves a mí lo que me importa, como me vuelva a poner la mano encima, otra vez, la vuelvo a denunciar al defensor de menores.
Estoy deseando tener los dieciocho para salir de esta casa y ser libre, estoy más que harta, de que mi madre me organice la habitación todos los días antes de irse a currar y de que me lave la ropa con ese detergente que huele a flores y que detesto, estoy harta de les dibujos que me regala mi hermano pequeño para que los cuelgue en mi habitación, él si que está “colgao” si cree que voy a poner esos garabatos al lado de mis pósteres de Tokio hotel o de Mario Casas.
El único que molaba en casa era mi hermano mayor, ¿dónde estará, el muy cabrón? Él sí que pasaba a tope, ponía la música a retumbar hasta que bajaba la vieja del tercero a protestar aporreando la puerta, cuando mamá no estaba, y la dejaba ahí hasta que se cansaba de llamar.
Mañana mi madre sí que se va a cansar de llamarme porque tengo que estar a las seis en la estación, al juez no se le ha ocurrido otra cosa que mandarnos a un hospital de parapléjicos donde tenemos que ayudarlos durante una semana, ya veré como me escaqueo.
Nueve meses más tarde.
Antes de ir al instituto he pasado por casa de mi hermano mayor para ayudar a su mujer, Marian, a levantarle la cama, lavarle y sentarle en la silla antes de que ella salga a trabajar. Es enfermera y una mujer excepcional, quiere a mi hermano con locura a pesar de todas sus limitaciones, le ha cambiado por completo y yo le veo ahora mucho más feliz que antes cuando podía andar
Mi madre y ella se llevan estupendamente. Además le ha conseguido un trabajo mucho mejor que el de antes, con mejor sueldo y menos horas, en el hospital en que ella trabajaba. Así mamá está conmigo y con mi hermano pequeño por las tardes y a mí me ayuda a estudiar, se sienta conmigo y me pregunta los temas y a Roberto, mi hermano pequeño, le ayuda con las divisiones.
Roberto ha ganado un concurso de dibujo y yo he enmarcado el dibujo premiado y lo he puesto en mi habitación, me encanta verlo por la noche antes de dormirme porque es un dibujo en el que aparecemos todos: mi madre muy guapa con su pelo rubio suelto, él, pintado en el cuadro, como Velázquez en Las Meninas, Marian y José, mi hermano mayor, en su silla de ruedas, a la que Roberto ha puesto alas y yo vestida de médico con el fonendo. Todos vamos dados de la mano y todos sonreímos.
* Rebeca González Ruiz nació en Madrid en 1994 y actualmente es alumna del IES Francisco de Goya / La Elipa de Madrid, barrio en el que vive. Quiere ser profesora de Primaria. Con el relato que hoy publicamos obtuvo uno de los galardones del Concurso Literario del IES Francisco de Goya de este año. Anterirmente había obtenido también el premio “Caja Mágica”.
Eso era todo lo que había que decir cuando entrabas en aquel grupo al que mi madre me había apuntado, como si la edad fuera el delito que habías cometido o como si fuera tu pecado; igual que los alcohólicos dicen en sus grupos de ayuda “me llamo Federico y soy alcohólico”. Reconocer que tenía 14 años era reconocer mi pecado, mi defecto, mi verdad, era el primer paso del camino de la recuperación: reconocer que tenía, que tengo, catorce años.
Mi madre me había dicho muchas veces que cuando yo nací, el día que yo nací, había sido uno de los días más felices su vida, que se sintió llena, realizada y otros adjetivos que yo ni siquiera entendía y a los que dejaba de prestar atención o buscaba algún motivo para dejarla con la palabra en la boca, porque ya me conocía yo esas sesiones de “mi niña pequeña y como ha crecido” y “¿por qué no vemos las fotos del álbum que te hice cuando eras pequeña?”. Si algo no soportaba era que mi madre se pusiera babosa conmigo e intentara hacer como si fuéramos amigos y eso era lo último que yo quería, que fuésemos amigas, porque era una amistad falsa, ella sólo quería información, meterse en mi vida, saber si yo fumaba, si tenía novio y esas cosas que preocupan a las madres.
Pero a mí lo que me preocupaba eran otras cosas, fumar no tenía, no tiene, importancia, soy joven y aún puedo fumar muchos años sin que mi organismo se resienta y además yo puedo dejarlo cuando quiera. Tener novio, “novio” una palabra que debería desaparecer del diccionario, para los tíos son de usar y tirar, me niego a que me hagan daño, o que intenten cambiar el rumbo de mi vida.
Anoche mi madre me dijo que mi padre, al que odio elevado a la enésima potencia, me había vuelto a llamar para hablar conmigo. Ya le he dicho yo mil veces a mi madre que no quiero ni verle, ni volver a oír su nombre y que para mí es como si estuviese muerto.
Por cierto al que voy a matar es a mi hermano pequeño otra vez le he pillado en mi habitación cotilleando mis cosas e intentando abrir mi diario, le he dado un manotazo que le he dejado todos los dedos marcados en la cara. Se ha ido llorando a decírselo a mamá; pero ya ves a mí lo que me importa, como me vuelva a poner la mano encima, otra vez, la vuelvo a denunciar al defensor de menores.
Estoy deseando tener los dieciocho para salir de esta casa y ser libre, estoy más que harta, de que mi madre me organice la habitación todos los días antes de irse a currar y de que me lave la ropa con ese detergente que huele a flores y que detesto, estoy harta de les dibujos que me regala mi hermano pequeño para que los cuelgue en mi habitación, él si que está “colgao” si cree que voy a poner esos garabatos al lado de mis pósteres de Tokio hotel o de Mario Casas.
El único que molaba en casa era mi hermano mayor, ¿dónde estará, el muy cabrón? Él sí que pasaba a tope, ponía la música a retumbar hasta que bajaba la vieja del tercero a protestar aporreando la puerta, cuando mamá no estaba, y la dejaba ahí hasta que se cansaba de llamar.
Mañana mi madre sí que se va a cansar de llamarme porque tengo que estar a las seis en la estación, al juez no se le ha ocurrido otra cosa que mandarnos a un hospital de parapléjicos donde tenemos que ayudarlos durante una semana, ya veré como me escaqueo.
Nueve meses más tarde.
Antes de ir al instituto he pasado por casa de mi hermano mayor para ayudar a su mujer, Marian, a levantarle la cama, lavarle y sentarle en la silla antes de que ella salga a trabajar. Es enfermera y una mujer excepcional, quiere a mi hermano con locura a pesar de todas sus limitaciones, le ha cambiado por completo y yo le veo ahora mucho más feliz que antes cuando podía andar
Mi madre y ella se llevan estupendamente. Además le ha conseguido un trabajo mucho mejor que el de antes, con mejor sueldo y menos horas, en el hospital en que ella trabajaba. Así mamá está conmigo y con mi hermano pequeño por las tardes y a mí me ayuda a estudiar, se sienta conmigo y me pregunta los temas y a Roberto, mi hermano pequeño, le ayuda con las divisiones.
Roberto ha ganado un concurso de dibujo y yo he enmarcado el dibujo premiado y lo he puesto en mi habitación, me encanta verlo por la noche antes de dormirme porque es un dibujo en el que aparecemos todos: mi madre muy guapa con su pelo rubio suelto, él, pintado en el cuadro, como Velázquez en Las Meninas, Marian y José, mi hermano mayor, en su silla de ruedas, a la que Roberto ha puesto alas y yo vestida de médico con el fonendo. Todos vamos dados de la mano y todos sonreímos.
* Rebeca González Ruiz nació en Madrid en 1994 y actualmente es alumna del IES Francisco de Goya / La Elipa de Madrid, barrio en el que vive. Quiere ser profesora de Primaria. Con el relato que hoy publicamos obtuvo uno de los galardones del Concurso Literario del IES Francisco de Goya de este año. Anterirmente había obtenido también el premio “Caja Mágica”.
9 de julio de 2008
8 de julio de 2008
Wabi-sabi
"Nada es perfecto en la naturaleza, al menos en el sentido euclidiano-geométrico en que lo concibe Occidente. Nada es permanente. ya que todo está en proceso, todo en la vida nace o muere. Nada es completo. Si lo fuera, sería perfecto y permanente. Lo completo no existe en la naturaleza, sólo en la fantasía humana".
Wabi-sabi es la madera, el cáñamo, el metal oxidado, la tela cruda o la cerámica.
Es un conceptó japonés qie surgió por oposición al perfeccionismo chino del siglo XVI. Se basa, entre otras cosas, en los vínculos emocionales que desarrollamos con las cosas que envejecen con nosotros.
Y para acabar esta entrada más o menos japonesa, algunos haikus que me han emocionado recientemente:
De Mizuta Maschide (1656-1723):
Cuando parta
dejadme ser, como la luna,
amigo del agua
De Arakida Moroitakes (1472-1549):
¿Una flor caída
volviendo a la rama?
Es una mariposa
De Taneda Santoka (1882-1940):
¿Qué pretendo encontrar
internándome en el viento?
La imagen de hoy es del artista Greg Spalenka.
7 de julio de 2008
Breve crónica de algunos días de vida
Navegantes, héme. Lo prometido, es esto.
Tengo una novela más en mi haber y un verano por delante más o menos decente (sólo más o menos, porque hay una traducción por ahí que espera ser terminada, algunos encargos breves pero existentes y una novela de terror para adolescentes que tengo que rematar) pero puede decirse que estoy moderadamente satisfecha por cómo ha ido todo. Muy pronto comenzaré a hablar en futuro -porque mi otoño viene cargadito de compromisos- pero de momento, me refugio en el pasado para contaros algunas de las cosas que he hecho en todos estos días de ausencia bloggera.
1) Viajé a Nueva York con excusa mirallesca (me explico: mi amigo Francesc Miralles se fue a vivir un mes a la ciudad de los rascacielos, y yo me escapé sólo por el gusto de verle con aquel decorado de fondo). Cenamos en un restaurante giratorio con varios amigos, escuchamos cantantes de jazz amateurs en un bar de la tercera avenida llamado "La aguja de Cleopatra" y el resto lo dediqué a escribir y documentarme para escribir. Eso sí: como mi apartamento estaba justo al lado de Times Square, me escapé al teatro (no sería yo, si no) y vi una de las versiones más sorprendentes que creo que se hayan representado jamás de El despertar de la primavera de Franz Wedekind. Una obra por la que siento mucho cariño. A ver si un día os cuento por qué.
2) He escrito muchiííííííísimo. Tenía compromisos pendientes. Un cuento, precisamente sobre Nueva York, para la revista EÑE. Otro sobre deportes para el diario Público (¿deportes?, pregunté. Sí, pedimos a los autores cosas que no les van nada para que el resultado sea más sorprenente. Ah, lo será, desde luego, por lo menos en mi caso). Uno sobre bulling para una antología que prepara Fernando Marías para SM. Uno sobre el hombre invisible para una antología que prepara Fernando Marías para 451 (cómo trabaja Fernando Marías!), uno sobre lo-que-me-diera-la-gana para un libro en beneficio de la Fundación Sierra i Fabra de Medellín. Otro sobre lo mismo que prepara Sierra i Fabra y su Fundación para Editorial Norma (cómo trabaja Sierra i Fabra). Y mil menudencias con las que no os quiero aburrir.
3) Leí muchos libros raros en pos de la documentación. What Hapen When We Die (Que pasa cuando morimos). Heaven's Call (La llamada del cielo). The Big Book Of The Near-Dead-Experiences (El gran libro de las experiencias cercanas a la muerte). Todo comprado en Amazon. También otras cosas más al alcance: Elisabeth Kübler-Ross, Jung, Moody, di Nola... He entrevistado a gente que trabaja con moribundos, que ayuda a morir a enfermos terminales o que ha estado muerta y ha vuelto a vivir... Y todo para escribir la novela que me tenía abducida, HACIA LA LUZ, y que merecerá una entrada aparte un día de estos, cuando me vea con fuerzas. De momento estoy en la fase: trato-de-olvidar-lo-que-he-escrito. Para mí, es necesaria. Y con esta novela, que me tuvo 20 días sin dormir ni una noche (lo prometo, ni que fuera un amante espectacular), más aún.
4) Asistí al debut en un teatro grande de la bailarina -de 5 años- Elia Olmedo, no por casualidad mi hija. Fue un exitazo. Es la bailarina más feliz del mundo mundial, eso desde luego. Y su hermano Adrián, un espectador agradecido (¡que aguantó tres horas de actuación como un hombre!). También llegué tarde (por culpa ajena) a su primer actuación musical. Pero vi una exposición en la que Adrián emuló a Miró. Por cierto, Adrián dice que de mayor quiere ser policía, pescador y escritor (todo a la vez).
5) Pasé fugazmente por la Feria del Libro de Madrid (qué frío hacía), pero con tranquilidad. Participé en una mesa redonda con Julián Rodríguez, Doménico Chiappe y Félix Romeo, quien al terminar, mientras tomábamos patatitas en el chiringuito de la misma Feria dijo una frase que luego he pensado mucho: «Es triste que el único nacionalismo que existe en España sea el del fútbol».
6) Vi diluviar en (por este oden): León, Bilbao, Gijón, Madrid, Nueva York, Mérida, toda la provincia de Badajoz (o casi) y, por supuesto, Barcelona. ¡Menuda primavera lluviosa para no parar de viajar!
7) Conduje un taller literario en Badajoz donde lo pasamos muy bin (por lo menos yo) y donde tuve ocasión de disfrutar cara a cara de algún que otro visitante de este blog (un abrazo, Fernando, y gracias por tu entrada).
7) por último: os eché mucho, muchísimo de menos. Vamos a intentar reparar las ausencias, que yo soy de las que piensan que los cariños hay que alimentarlos. Así que, dejaros alimentar, navegantes, que la Santos ha vuelto.
La imagen de hoy: un muy sonriente "m & m" publicitario en la noche de Times Square.
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