Prólogo: A estas alturas, y con tanto exorcizar, todos ustedes pensarán que yo debo tener más fantasmas en la cabeza que un castillo escocés, pero como le dije en su día a Lula? y ¡la de pasta que me estoy ahorrando en un psicólogo, porque al menos ustedes no me cobrarán por leerlas y comentarlas!!
De todas mis frustraciones infantiles, la peor, la que recuerdo con la amargura de los siete años que tenía entonces, fue el día de mi Primera Comunión.
A pesar de que, excepto por una generación, toda mi familia es oriunda del norte de la Península, una buena mezcla de vascos, leoneses y sobre todo asturianos, realmente soy nieta de emigrantes y mis padres forman parte de la generación nacida en el extranjero y que retornó a España a estudiar cuando la situación de mis abuelos lo pudo permitir, y que se quedó, por lo que aunque yo entonces vivía en la costa del Cantábrico, casi toda mi familia viva directa no estaba aquí por aquella época, así que el resto de mis primos, tíos y demás no vivían cerca. Para mí, ir al pueblo en verano a ver a mis abuelos era sinónimo de coger un avión trasatlántico y pegarme un vuelo de casi doce horas para pasarme tres meses de temporada de lluvias metida en la casona de mi abuela, en el centro neurálgico de la ciudad más contaminada del mundo, matando el aburrimiento con los cincuenta y pico mil canales de tv que tenían.
Así que cuando tenía siete años me tocaba hacer la Primera Comunión y todos mis compañeros del colegio la iban a hacer juntos en una ceremonia múltiple, chicos y chicas, todas, menos yo, porque como aquí en España solo vivían mis padres y mis hermanos, pues decidieron que yo mejor la hacía donde pudiera asistir toda mi familia en pleno.
Cada una de mis amigas del colegio tuvo su gran fiesta infantil para celebrar con las compañeras del colegio y yo asistí a todas, una por una, durante un mes y medio de suplicio porque yo no tuve mi propia fiesta civil , con vestido nuevo y regalos de mis compañeros, y a todas les llevé el mismo regalo, una esclavita de oro con su nombre grabado, y durante semanas asistí con amargura a los ensayos de la ceremonia, mirando desde un lado del salón de actos del colegio que hacía las veces de la iglesia donde se iba a celebrar o incluso sustituyendo a alguna niña que ese día no había ido a clase.
Y por fin llegó el día en que tomábamos nuestro avión para irnos a pasar las vacaciones y celebrar mi propia ceremonia de comunión y la sola idea de la promesa de un reloj, mi primer reloj de muñeca, me hizo ir con un poco más de alegría.
No sirvió de nada que yo hubiera tenido que tragarme todo un año de catequesis en mi parroquia española, porque mi abuela no se fiaba de mi instrucción y me confió a una beata amiga suya para que me diera las pautas definitivas antes del gran día.
No sirvió de nada que yo quisiera un vestido blanco y una capota con velo corto como todas las niñas de mi colegio; mi madre me vistió con un precioso vestido blanco roto con un enorme y ancho cinturón rosa, con tremendo lazo atrás, debajo del cual llevaba un conjunto de ropa interior de ganchillo tejido para la ocasión por una tía abuela y que me picó por todos lados durante toda la mañana, y me recogió la melena con dos mini peinetitas con florecillas blancas y rosas de tela.
No sirvió de nada que yo quisiera una tarta blanca y redonda como las que había visto a mis amigas, con la muñequita vestida de blanco encima, como una novia en miniatura, no, a mí me trajeron una enorme bota de merengue que era la casita de Blancanieves y los siete enanitos, con las figuritas de mazapán que tuve que repartir entre los niños que habían asistido y que en su totalidad eran amiguitos de mis primos y a los cuales yo jamás había visto más que de refilón.
A eso de las dos de la tarde, harta ya de las primeras frustraciones, subí a llorar a mi habitación hasta que mis padres extrañados vinieron a consolarme y me permitieron cambiar mi disfraz de muñeca repollo por mi adorado peto vaquero y abrir mis regalos, para descubrir que NADIE me había regalado el reloj que yo tanto deseaba y que por el contrario tenía cuatro cámaras de fotos, ocho álbumes para guardar los recordatorios, tres o cuatro rosarios, un misal con las tapas de nácar?
A las tantas de la tarde de aquel aciago día de finales de junio de 1978 el destino decidió que se jugara la final del Mundial de fútbol entre Argentina y Holanda y me terminó de joder la fiesta, porque mi abuelo argentino había jugado al fútbol de joven y en mi casa no son fanáticos, son adictos a ver un grupo de tíos corriendo detrás de un balón, y una final con Argentina de por medio era cuestión de estado entre mi gente, así que todo cristo se marchó corriendo al salón de mi tío abuelo donde una novedosa pantalla de cientos de pulgadas iba a ser estrenada para ver el mencionado partido.
Yo me quedé en medio de un grupo de mocosos que había destrozado a golpes mi piñata de Hello Kitty y que me pedían que repartiera más caramelos y los recordatorios que estaban esperando en paquetitos sobre la mesa del comedor de mi abuela. Me negué en redondo y salí corriendo, cogí los paquetitos y me encerré otra vez en mi habitación, a llorar de nuevo mientras rellenaba los ocho álbumes con los montones de recordatorios que mi abuela había encargado, todos distintos en algún detalle y que a mí no me dio la gana de repartir.
Mientras rompía las estampitas que sobraron y no cabían en los álbumes, escuchaba los gritos de euforia porque Argentina ganaba el puto Mundial y los mayores salían al jardín berreando y mi tío encendía la barbacoa para seguir la juerga hasta el día siguiente para celebrar el partido y que además el siguiente Mundial era en España y, ya puestos, que el Pisuerga pasa por Soria? un desastre!!!
Epílogo: Justo en los días en que escribí este post, leí el siguiente extracto de un suplemento dominical donde una madre desesperada por el pedazo business que implica la Primera Comunión de su hijo, se dirigía al psicólogo Javier Garcés, asesor de la Unión de Consumidores de España y este le respondía: Garcés tiene claro que la Primera Comunión es un momento idóneo para educar al comulgante en la frustración: "Los valores presentes ese día formarán también parte de su educación [?] Deben entender que lo importante del acto es, además de su significación religiosa, poder compartir un día con la familia y amigos, procurando que el niño se sienta el centro de la atención y el afecto. Respetando esto, han de sentirse libres a la hora de celebrarlo como quieran y puedan: con una comida en casa, al aire libre o en un restaurante".
Ahí queda eso, voy a imprimirlo para que lo lea mi madre !!!
Sección-Sapos y culebras
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