¿QUIÉN NO ESTÁ cansado de oír la palabra Holocausto? ¿Quién no está harto de leer y escuchar los testimonios de los sobrevivientes de los campos de concentración? Hace más de 60 años fueron liberados quienes no llegaron a ser triturados por las máquinas de la muerte armadas por los nazis, la mayoría de ellos simplemente porque a sus guardianes no les dio tiempo de matar, cremar o enterrar a tanta gente tan rápido. Muchos afirman que ya es hora de pasar a otra cosa. Pero no… Si hay dos palabras que son verdaderas en cualquier idioma, son Nunca más. Esto jamás debiera repetirse, y lo trágico es que se ha repetido y sigue repitiéndose hoy mismo en diferentes lugares del globo, aunque a escalas que tal vez sean más cómodas para la opinión pública. Sea como fuere, a ésta el tamaño del dolor le importa poco si se trata de gente extraña. Y por esto no podemos olvidar, por esto debemos recordar que todos somos judíos, que todos somos palestinos, que todos somos tutsis, que todos somos bosnios, que todos somos sudaneses… Todos somos humanos.
Yo nací apenas ocho años después de la liberación de Europa. En mi edad formativa fui bombardeado con imágenes y testimonios relativos al Holocausto, a tal grado que no llegué a sentir horror ni asco ni coraje sino pena, no por los muertos, mutilados y torturados, sino por mí mismo. No quería formar parte de una raza de víctimas. Quería ser normal. Iluso: normal no existe.
Cuando surgió el Jewish Defense League en 1968, sentí que alguien —por fin— estaba dispuesto a dejar de llorar y hacer algo. Por desgracia, su líder, Meir Kahane, era un fascista disfrazado de rabino. Cuando fue asesinado por un extremista árabe en 1990, no sentí pesar alguno. Kahane sembraba odio, y eso cosechó. Desde entonces las cosas han cambiado. A veces para bien. Muchas veces para mal.
Al principio, el arte que se creaba a partir del Holocausto era fundamentalmente lacrimógeno. Con sólo ver las fotografías del horror bastaba para pararle el corazón a cualquiera. Pero con el tiempo, empezamos a ver colectivamente de otra manera. Hubo ciertos atisbos de humor, y luego carcajadas. Nació un cómic, Maus, de Art Spiegelman, una obra maestra del género donde el autor nos mete simultáneamente en la cabeza de un sobreviviente de Auschwitz, su padre, y medio siglo después de los hechos, mediante conversaciones que inspiran la historia del cómic. Ha habido películas donde importa más la humanidad de víctimas y victimarios, que los manidos papeles de buenos y malos, donde la tragedia absoluta cede su lugar a otra clase de tragedia donde los creadores se dan el lujo de permitir que entre un poco de luz a su creación.
En este tenor vimos en 1997 La vita è bella del cineasta Roberto Benigni. Y más recientemente se estrenó The Boy in the Striped Pyjamas de Mark Herman, basada en la novela de John Boyne, donde se enfrentan y mezclan los puntos de vista de dos niños —uno alemán, hijo del director de Auschwitz, y el otro judío, preso en ese campo de concentración— con el de los adultos, al mismo tiempo que se enfrenta y mezcla el mundo alemán con el de aquellos que están detrás de los alambres de púas. La línea divisoria entre bondad y maldad, cobardía y heroísmo, sigue claramente visible, pero como lo descubre el hijo del comandante alemán, no siempre es fácil ser fiel a la idea de bondad que tiene uno, ser fiel a un amigo. Y aquí —en esta madurez creativa— hay lugar para todo, aunque a muchos no les guste que se diluyan las falsas fronteras entre ellos y nosotros. Lo repito: humanos somos todos. Y si tan sólo pudiéramos convencernos de esto, no habría más Holocaustos ni habría necesidad de construir muros entre pueblos, sea entre México y Estados Unidos o entre Israel y Palestina.
Y si humanos somos todos, también hay lugar para que todos convivan en paz. Pero antes es preciso reconocer que el otro es humano y posee el mismo derecho a existir que nosotros. Es inaceptable negar el derecho a que un pueblo tenga su tierra, sus leyes, su libertad. Y es tan inaceptable que un israelí niegue el derecho de los palestinos a tener su propia tierra con fronteras seguras, como lo es que un palestino niegue el derecho de Israel a existir en su propia tierra con fronteras seguras. El ciclo de odio, ataque, muerte, represalia, contraataque, muerte y más represalia sólo se detendrá cuando las partes involucradas reconozcan que el otro es humano, que duele, llora y ríe como uno, sólo que en otro idioma y, tal vez, de otra manera.
Ya no podemos darnos el lujos de distraer recursos tan valiosos en la tarea de aniquilarnos, con la pretensión de aniquilar al otro. En lugar fabricar y tirar bombas, deberíamos invertir en pozos de agua potable, escuelas y maestros de excelencia, redes de energía ecológica, infraestructura de toda clase. El ideal de Edward Said y Daniel Barenboim aún sigue vigente: es posible que gente de dos pueblos tradicionalmente enemistados no sólo coopere y colabore hacia fines comunes sino que también trabaje hombro con hombro para crear belleza capaz de conmover aun a la cabeza más dura, sin perder su identidad ni razón de ser. Ellos, un israelí y un palestino, lo demostraron mediante la Fundación Barenboim-Said, que a partir de julio de 2004 ha organizado conciertos donde participan armoniosamente —valga el adverbio— jóvenes músicos de Israel y los países árabes.
Que este año, que va a ser difícil, sea el principio de un cambio en nuestra manera de pensar, nuestra costumbre de temer a lo diferente, de responder al fuego con fuego, al odio con odio y a la muerte con más muerte. Que 2009 sea un año de vida, y que el cambio venga desde dentro de cada uno de nosotros porque nadie vendrá a cambiarnos desde fuera. Un mundo mejor, entonces, tiene que empezar con la firme decisión de cada individuo de ser un ser humano más tolerante, comprensivo, amoroso y generoso en todos los sentidos. ¡Feliz Año Nuevo!
Fotografías: Edward Said y Daniel Barenboim; Daniel Barenboim ensayando con el cuarteto que ejecutará La trucha de Schubert. Fundación Barenboim-Said [http://www.barenboim-said.org/]