Gólgota.
PRIMERA PARTE. “El barrio”.
Corría el año de 1942, era verano. Las calles eran
de tierra y hacia poco tiempo que los adoquines, geométricamente encajados, traían algo de la
modernidad de un Buenos Aires taciturno y febril a un arrabal alegre y
polvoriento.
Eran entonces épocas de los programas de radio, de
silbidos y de vitrolas de donde salían canciones ligeras. Estas melodías pulsaban
sobre un fondo de gorriones, de ladridos y del acostumbrado crujir de las
pesadas ruedas de las remanecientes carretas que pasaban lentas y perezosas por
las calles.
Avellaneda era toda perfumada de jazmín y de ruda ;
había sapos en los charcos y un clima aldeano en el aire. Todos los vecinos del barrio se
conocían y desde todas las puertas se escuchaban los diferentes acentos de las
familias de emigrantes. Eran voces en italiano, en español, familias hablando
en idish, en fin, el barrio era un crisol del mundo en pequeñas dimensiones que
exponía la multiplicidad de etnias y de estilos que brotaban en una ciudad
recientemente poblada.
Habitaban en este suburbio sencillo y mágico jóvenes
de pantalones cortos que soñaban en ser adultos, muchachas costureras tejiendo
incansables y ocultos susurros, laburantes solitarios que llegaban abatidos día
tras día a sus casas y abuelos que sentados en la vereda con sus sillas de
mimbre asistían el pasar de las lentas horas polvorientas.
El atractivo para los jóvenes era sentarse en el
cordón y hacer apuestas sobre diferentes cosas: cuál era la formación de la
selección de Argentina de años anteriores, cuantos coches pasarían por la calle
en los próximos minutos, en qué dirección el viento llevaría el barrilete a las
alturas o quien conseguiría llegar más lejos con un piedra?
Jugar a las barajas era un oficio desconocido y un
desafío para los que se asomaban a la adolescencia, aprender las reglas y
dominar el juego no era una tarea fácil, exigía pericia y malevolencia para
poder saber lo que tenía el contrincante y al mismo tiempo tener una visión
amplia de todo lo que ocurría en la mesa.
El tranvía pasaba por una avenida cercana de las
casas donde vivían amontonados destinos y ambiciones inciertas.
Nosotros éramos unos catorce chicos que nos reuníamos
al final del día. Los mayores enseñaban a jugar chi chón, truco, escoba de 15 y
codillo. En la barra estaban Junquillo, el turco Epelboin, José (el hijo del
verdulero), Viola, Tito, Salvador Lapadula y Juan Borra entre otros. Juan Borra
era el cantor del barrio, tenía apenas 16 años, pero había adquirido desde muy
temprano algunos hábitos de adulto: fumaba, bebía y jugaba al billar por plata
en los boliches de Buenos Aires.
Él se acercaba al grupo y decía: “Les canto un
tango… me pagan un pucho?” Nosotros le aceptábamos
el pedido porque nos gustaba escucharlo. Se apoyaba en el farol y a capela nos
deleitaba con las melodías de “Malena”, “Muñeca brava” y sobre todo “Gólgota” -
un tango con letra de Francisco Gorrindo, un poeta de la vecina Quilmes, una música sufrida y melódica que hablaba
sobre la pérdida del amor.
Juan Borra no tenía una voz educada, pero cantaba
con el alma y en eso Juancito era bueno.
Una vez le abrieron un espacio a Juancito para
cantar en la radio “El Pueblo”, alguien que lo había escuchado lo invitó. El
barrio cuando se enteró de la noticia se quedó ansioso para escuchar la voz de
Juancito cantando en la radio sus mejores tangos: Paciencia, Gólgota, Uno y Uno
y Malena. Este último había sido compuesta por Homero Manzi y Lucas Demare y en
poco tiempo fue grabada por la orquesta de Aníbal
Troilo, con la voz de Francisco Fiorentino.
Era uno de los más bellos tangos de todos los tiempos y gozaba de mucha fama en
todos los rincones de la ciudad.
El viernes todo el mundo estaba pegado a la radio
esperando Juancito Borra cantar, el éxito fue extraordinario. El barrio entero
emocionado salió a las calles a festejar; algunos con lágrimas en los ojos comentando
los detalles del programa y de la voz de Juan Borra interpretando aquellas
melodías preciosas.
-Viste como hizo aquella pausa antes de entrar en el
estribillo de “Paciencia”- decía Brígida, barriendo la vereda, comentando con
su cuñado.- Al presentador le gustó- le
decía Julito al Ñato - digo esto porque lo dejó cantar cuatro.
SEGUNDA PARTE “LA FIESTA”.
Entre todos los vecinos decidieron hacerle una
fiesta a Juancito Borra para el otro fin de semana.
Fueron siete días agitados, Brígida hizo unos
dulces, la madre de Ruguerito llevó una picada, Antonio del club Atenas entró con la bebida y
la fiesta se realizó.
Era una tarde especial. El club Atenas tenía un
clima alegre y festivo. Llegó un guitarrista profesional de nombre polaco (algo
así como Solosky); llegó también el tuerto Cepeda que tocaba muy bien la harmónica.
Juancito no ensayaba, era todo espontaneidad,
todo ímpetu! Sin saber él cumplía la
conducta que los surrealistas tanto buscaron en el arte.
Eran las tres de la tarde y habían llegado mis parientes
de la Boca: la tía Sara, Maria y Antonia. Del barrio eran unas 45 personas
esperando en el patio de baldosas rojas la llegada de Juancito Borra.
Llegó tosiendo, tenía una camisa blanca y un traje
azul , se había peinado a la gomina, pidió un vaso de vino tinto, miró de
frente a todos los que le hicimos una rueda y cantó “Uno y Uno”, un tango
malevolente que había grabado Gardel, que decía: “Hace rato que te juno, que
sos un gil a la gurda”.
Los aplausos se hicieron vibrar al patio del club
Atenas , cuando se callaron todas las voces arrancó Juan Borra con “Paciencia”
y por último cantó “Malena”. Fue un instante de completo éxtasis, los ojos de
todos tenían destellos de encanto y orgullo por sentirse inmersos en aquel
espectáculo que comprendían como propio.
En el medio de
muchos festejos Juancito encendió un cigarrillo, tomó de un solo trago el vino
que había quedado en el vaso , miró a los músicos y les dijo vamos a hacer otra
y para alegría de Angulino Rutigliano cantó el tango Gólgota.