Roberto Rutigliano 2022 (inspirado en narraciones paternas).
EL ÑATO.
Yo tenía 91 años, estaba sentado en el banco de una plaza que queda en Quilmes, era invierno y los árboles estaban sin ninguna hoja. Las ramas parecían apenas brazos desnudos. Algunos gorriones comían migajas entre los canteros y había poca gente en la calle. El cielo estaba abierto, pero un viento frío helaba los huesos.
De repente un taxista estacionó su coche cerca de mí y escuché en la radio el tango “Que sólo estoy” cantado por Goyeneche. Se me vinieron a la memoria hechos que habían pasado 70 años atrás, cuando yo era un muchacho y vivía con mi familia en Avellaneda en la calle Lemos.
Me puse las manos en la cabeza y una chica simpática se me acercó y me dijo:
- ¿El Señor se siente bien?
-Sí, le dije, no es nada, apenas evocaciones que me vinieron a la memoria.
Ella me sonrió y siguió caminando. El roce de su pollera larga de un tejido pesado se mezcló con los últimos acordes de la orquesta de Atilio Stampone como si fuese parte de un arreglo musical.
El silencioso crujido de los zapatos en la vereda, el aroma perfumado del vendedor de maní acaramelado y los colores vivos de los chicos corriendo en la Plaza no puede dejar a nadie indiferente, al contrario, ellos van a empujar un poco de consuelo para dentro de nuestra soledad.
Miré el cielo limpio de este suburbio de Buenos Aires. Estaba de un celeste puro sin nubes. Me puse a pensar donde están las cosas que olvidamos, como si existiese un lugar donde están latentes todas las cosas que nos pasaron en la vida y de repente una música detona con detalles toda una escena y consigo ver delante mío toda lo que ocurrió como si fuese una película y yo una especie de espectador y protagonista al mismo tiempo de una historia que estaba oculta por las nieblas del tiempo. La memoria es algo extraño pensé.
Me recuerdo con detalles aquella calle donde vivía Lolita Torres, ella andaba con patines y yo y mi hermano Tito habíamos recibido de regalo de navidad un par de patines cada uno. La calle estaba casi vacía siempre y más en verano porque el calor y el sol fuerte hacía que los vecinos se queden dentro de casa. Me recuerdo que mi hermano Ñato trabajaba en una imprenta y como a veces no tenía tiempo de almorzar yo le llevaba algo para que comiera.
En el mismo pasillo de la imprenta donde él trabajaba estaba la casa de Lolita. Una vez la puerta de su casa estaba entreabierta y vi que en las paredes había colgadas fotos de Lolita en la televisión y en el cine. Pocas veces aparecía con sus patines para jugar en la calle, era raro verla. Yo secretamente la espiaba. Ella tenía una piel de porcelana, el pelo castaño, ojos negros y una sonrisa que parecía alegrar todo lo que estaba a su alrededor. En esos años 50 ella tenía 20 primaveras. Era una belleza española diferente, no era una mujer fatal como lo sería Carmen, era algo más sublime.
Las tardes en Avellaneda eran silenciosas, a lo lejos se escuchaba el tranvía y algún perro callejero que con su ladrido insistía en interrumpir la monotonía de la siesta. Yo internamente sabía que Lolita era una quimera.
No se escuchaba otro ruido ni había alguna otra imagen que pudiese romper el paisaje estático de la tarde, una pareja de pájaros amarillos se alzaban en vuelo como espantados por algún barullo, mientras esperaba ver a Lolita trataba de equilibrarme con los patines nuevos.
El olvido es un tema difícil de explicar. Cuando viví aquellos momentos no pensaba en lo que veía y 70 años después me acordaba de todo en los más mínimos detalles con tanta nitidez que pareciera que pudiese tocar aquellas calles empedradas. Me acuerdo de los ladridos de los perros. ¿Dónde estará Lolita, dónde fueron a parar todas las personas que estaban en aquel paisaje?
Pensé el olvido como un baúl cerrado donde está todo. Cuando lo abrimos nos deparamos con toda una vida oculta, cuando lo cerramos vivimos el presente como si aquello no existiese más.
Yo era un joven que había dejado los pantalones cortos hacía poco tiempo, ahora fumaba y en mi ingenuidad me pensaba a mí mismo como un hombre. Era medio huraño, lo opuesto a mi hermano Ñato. Él era muy sociable, yo era tímido, él tenía muy buen humor, yo era serio, él era ágil y fuerte, mi cuerpo era frágil y torpe.
Yo me ofendía fácilmente, era rencoroso, no era triste, pero era resentido y tozudo. No me gustaba que me hicieran bromas. Una vez cuando trabajaba en una sombrerería los empleados para reírse de mí me dijeron que tendría que usar sombrero para trabajar y como sentí que estaban tomándome el pelo no fui más, el dueño del comercio, que era vecino de casa, vino para hablar con mi papá Angulino, pero como yo no quería dar el brazo a torcer, mi papá le dijo que yo no quería ir más, que era caprichoso y ellos desistieron de mí.
Yo admiraba al Ñato secretamente. Lo miraba con asombro como cuando uno ve a un héroe de ficción. Me acuerdo del Ñato volviendo de la imprenta a la tarde y preparándose para salir, era un tipo elegante, sabía vestirse, tenía 27 años y usaba el cabello corto.
En el baño de camiseta musculosa, el Ñato se peinaba con esmero con un peine pequeño color beige, se ponía Glostora y el cabello le quedaba brillante, así se usaba en la época. Se ponía una colonia fuerte con aroma cítrico que dejaba por unos minutos toda la casa empapada de una fragancia fresca.
Mirándose en el espejo, vanidoso, se arreglaba el bigote haciendo muecas y cambiando de perfil para ver los músculos de sus brazos. De repente el Ñato comenzó a cantar “Que sólo estoy”:
” Si al sentir que te perdía,
Si al saber que te quería
Cómo te dejé partir.
Si al partir tú te llevaste
A mi alma hecha pedazos
Y a mí nada me dejaste
Para no sufrir así “.
La casa se alegraba con su canto, él había estrechado amistad con el hijo del dueño de la imprenta donde trabajaba. Muchas veces lo venía a buscar al anochecer para que juntos con algunas muchachas saliesen de juerga.
Después de 10 años trabajando en la imprenta el dueño, Don Oscar se murió y el Ñato heredó prácticamente todo porque su hijo no quería hacerse cargo de toda esa maquinaria así que el Ñato acabó haciendo parte de la sociedad y su hijo Alberto como tenía la misma edad acabó se transformando en el mejor amigo del Ñato.
Comenzaban a llegar otras personas a la casa, eran cuatro mujeres bonitas que se habían citado para salir juntos. Siento el perfume femenino, veo el color de las ropas floridas, escucho el sonido de los tacos y el olor de la pomada de los zapatos recién lustrados.
Eran cuatro mujeres. Nora era la más alta, Juliana era la menor, Rosa era la más morena y Susy no era la más bonita, pero era la más interesante.
Nora era elegante y discreta, Juliana era la más provocativa, usaba la pollera arriba de las rodillas y cuando se sentaba se podía ver el inicio de los muslos. Ella también usaba un escote llamativo. Tenía pechos grandes y tentadores. Era la que más me seducía. Yo me quedaba medio perdido ante todo ese espectáculo dentro de casa. Sentía deseos secretos por Juliana, pero sabía que ella no era para mí.
Ellas eran amigas del Ñato y también frecuentaban mi casa porque mi hermana Rosita era costurera y les hacía los modelos que ellas veían en las revistas de moda. Eran trajecitos, se llamaban de “tailleur”. Era lo que estaba en la moda.
Cada una de las jóvenes tenía una personalidad diferente. Rosa, por ejemplo, tenía una elegancia más clásica y Susy era muy cuidadosa con los detalles, a ella le gustaban mucho las joyas, los collares, las pulseras, los aros, los anillos… Usaba medias negras lo que le daba un toque de sensualidad. Nora era sobria. Juliana era la más atractiva de todas.
Alberto la miraba mucho a Juliana y a mí me parecía que eso era una especie de traición con el Ñato. Por eso nunca le dirigí la palabra a Alberto.
El Ñato había tenido una novia muy linda llamada María hacía unos años, pero no sé exactamente porque el noviazgo no fue adelante. Eso puede ser lo que trajo esa falta de apego con alguna mujer en especial. Parecía que se divirtiera con todas, pero no estrechaba vínculo con ninguna. Pronunciar el nombre de María en presencia del Ñato podía ser igual a querer cortarle las barbas a Neptuno.
Creo que ella lo traicionó con otro y eso lo hizo descreer de todas las mujeres. Como ser engañado siempre es una situación humillante, no se habló abiertamente el tema en casa. Y yo por ser menor no tendría como poder hacer parte de alguna charla más estrecha con él, así que lo que sé es apenas por cuenta de rumores y de cuchicheos.
Los seis tomaron una copita de vino oporto para animar los ánimos y salieron para el club Atenas donde esa noche se presentaba la orquesta de Sebastian Lomuto que estaba lanzando en ese entonces el tango “La Gayola”.
Venía la orquesta al barrio y traía al cantor Fernando Díaz. Era un lujo. La letra de “La Gayola” narraba la historia de un hombre que va a despedirse de su ex pareja que lo había engañado. El protagonista del tango acabó encontrándola con otro y matando al amante. Se refugió en los bodegones para consolar su dolor, tiempo después volvió para despedirse, decirle que la perdona y que se va a ocultar en el destierro.
La letra era medio cursi y exageradamente pasional, pero había una parte que me gustaba.
“He venido a despedirme y el gustazo quiero darme
De mirarte frente a frente y en tus ojos contemplarme
Silenciosa, largamente, como me miraba ayer”.
Yo había empezado a frecuentar los bailes, pero apenas los fines de semana porque en el verano a la mañana estaba haciendo un curso de dactilografía que mi hermano Julio me pagaba y no podía darme el lujo de gastar dinero.
No trabajaba en un empleo formal, pero a la tarde ayudaba en la pescadería de Don Zenón en Dock Sud y a veces le hacía mandados al verdulero Gardiulo aquí en el barrio.
En el curso de dactilografía estábamos en la etapa de memorizar el teclado. El método era un poco extraño, un día nos vendaron los ojos mientras nos hacían un dictado. Era gracioso porque había que acertar las letras sin mirar. Lo que salía casi siempre era algo indescifrable. Las primeras tentativas eran frustrantes, pero después de un tiempo uno comienza a acertar.
La imagen de los alumnos con los ojos vendados escribiendo un texto era un de retrato de una especie de lavaje cerebral.
Ellos querían que yo escribiera con todos los dedos apoyados en el teclado, pero yo lo hacía más rápido con tres dedos que con los diez. Con los dedos índices tocaba las letras y con el pulgar tocaba la tecla para abrir espacio. Con la mano le pegaba una cachetada al rollo que terminaba soltando el sonido de una campanilla cada vez que llegaba al final. El otro movimiento que hacía era levantar una palanca que tenía la máquina, la manija crujía hasta arrancar la hoja. Yo tenía la mano pesada y tenía que cuidarme para no romper la máquina con mis impulsos.
Las copias se hacían en carbónico, era difícil encajar la hoja junto con la otra y era preciso cierta habilidad también para agarrar la hoja del carbónico sin mancharse las manos.
Yo era un alumno esmerado, pero el hecho de escribir apenas con tres dedos hacía que la profesora se impacientase conmigo y que me retase delante de todos muchas veces. Ella repetía mucho mi nombre en voz alta lo que me dejaba muy furioso.
-José Castro!, decía ella con una voz chillona, ¿no le dije mil veces que tiene que escribir a máquina con todos los dedos?
Éramos un grupo de unos diez jóvenes entre 15 y 20 años que hacíamos el curso, casi todos soñábamos en terminar siendo empleados administrativos y tener un empleo seguro.
Yo no tenía amistades con mujeres, mi mundo era completamente masculino. Pero a la salida del curso una de las chicas un día se me acercó y me dijo:
- Yo también escribo mejor con dos o tres dedos, que manía que tiene esa mujer de querer corregirte. La miré y no la reconocí.
Le pregunté:
- ¿Vos estás en el curso conmigo?
- Sí, me dijo, ¿no me reconocés? Es que me corté el pelo ayer y paré de usar anteojos. – ¿Vos te llamás José Castro, no?
-Si le dije, ¿cómo sabías? – Es que esa profesora repite tanto tu nombre que se me pegó. Era linda, no podía creer que ella se acercara así y comenzase a tratar de conversar de forma amigable.
- ¿Querés almorzar conmigo? me dijo.
-Yo almuerzo en casa, pero puedo acompañarte, le respondí.
No tenía dinero para pagarme un almuerzo, además me dio vergüenza que mis amigos me vieran sentado en un bar con una chica, pero acepté.
Era la primera vez que una mujer desconocida me invitaba a sentarme con ella a almorzar. Yo no sabía cómo comportarme. Al principio me quedé un poco bloqueado, pero al rato, como ella hablaba mucho y soltaba unas carcajadas me di cuenta que si apenas la observaba podía disimular mi timidez.
Pidió una milanesa a la napolitana con papas fritas y soda para beber. Cuando el mozo me preguntó lo que quería, no sabía qué decir y pedí una Bidú Cola.
Ella se comió la mitad del plato en algunos segundos sin levantar la cabeza, era gulosa. En un gesto que supondría una confianza que no existía agarró una papa frita con la mano y me la puso en la boca diciéndome:
- Están tiernitas, así que me gustan, ¿querés probarla?
Fue todo muy rápido, no sabía qué hacer, rechazar el gesto sería grosero de mi parte cortando un poco el clima ameno que se había creado, así que acepté. Le dije que estaba rica. Ella se disculpó por el hambre que le agarró al ver el plato en su frente y terminó comiendo la segunda mitad de la milanesa de forma más calma.
Me contó que el curso era una idiotez que si uno compra una máquina de escribir después de un tiempo aprende sólo, pero que hacía el curso porque si se quedaba en casa ociosa su familia la obligaba a hacer alguna tarea del hogar que ella odiaba, así que con el curso tendría alguna excusa para salir de casa y vagabundear un poco por la ciudad.
Pago la cuenta, me dijo que yo sólo había tomado una gaseosa y salimos andando por la Avenida Mitre. Me dijo:
-Los jóvenes que hacen el curso parece que no tienen otro sueño que saber escribir a máquina, estudiar taquigrafía, algunos hasta estudian inglés pensando que con eso pueden ser alguien en la vida.
No tienen muchas ambiciones quieren apenas tener un empleo, ganar dinero y tener una vida normal . Leer las Selecciones del Reader's Digest los domingos sentados en el patio y después hablar de futbol con los vecinos.
Comprar buenos trajes, ir a bailar con los amigos, poder tomar unos tragos y esperar una vida sin sobre saltos junto a una chica con buenos senos.
Las chicas sueñan en ser secretarias de una empresa, poder usar lindos vestidos, conocer al príncipe azul, después largar todo, tener muchos hijos y dedicarse a la vida de hogar. En qué mundo aburrido que nos tocó vivir.
Yo no sabía que decir, levante los hombros y farfullé:
- Es un mundo mediocre. Ella hizo un señal de resignación.
-¿Aquí cerca hay una disquería, me acompañas que tengo que comprar un disco para regalárselo a mi novio? No se me ocurre nada y vos podes ayudarme a escogerlo.
Ella prendió un cigarrillo y eso también me pareció raro, porque no era común una chica joven fumar en público.
-¿Vos fumás? Me preguntó.
- Sí, le dije, no quería fumar en ese momento, estaba con el estomago vacio, pero se me ocurrió que si ella fumase y yo no eso me dejaría en inferioridad. Así que encendí un cigarro.
Yo sabía poco de música, me gustaba Troilo y no tendría como ayudarla con otros estilos, lo peor fue el hecho de que ella mencionó la existencia de su novio, eso me cayó como una bomba. Le dije que tendría que volver a casa y ella me respondió si podríamos ir al cine juntos a la salida de la próxima clase y sin saber qué hacer ni que decir le dije que sí.
Cuando me acerqué al tranvía para volver a casa me di cuenta que no sabía su nombre.
Ella no volvió al curso por dos semanas, la esperaba con cierta ansiedad porque aquel ser inquieto y fuera de las reglas había conseguido romper en pocos minutos con toda una serie de esquemas que yo tenía como normas inmutables. Ansioso para saber más sobre ella miré la lista de presentes y descubrí que se llamaba Sonia Menezes.
En ese entre tiempo percibí que no sabía mucho sobre discos así que tendría que enterarme un poco de lo que pasaba porque si ella me pedía un consejo y si yo no supiese cómo responder podía ser que ella piense que soy una persona sin atractivos.
Fui a una disquería y miré las tapas de los discos tentando adivinar cuales podrían tener algún interés. Sabía que por las tapas uno no puede sacar ninguna conclusión, pero era un inicio. Me encorajé, me acerqué al mostrador y le pregunté al dueño de la disquería si tenía algún disco de aquel saxofonista negro de jazz y él me preguntó:
-¿Quién Charlie Parker?
- No, le respondí, aquel más famoso!
Él me dijo: - ¿Lester Young?
-No, le dije – Aquel súper conocido.
El dueño me señalo a dos hombres que estaban conversando en uno de los rincones del comercio y me dijo: -Prenguntale a esos dos que son especialistas en jazz. Fui les hice la misma pregunta y después de varias respuestas donde ellos mencionaban a muchos instrumentistas americanos desistí de seguir preguntando, noté que ellos se rieron de mi. Paré en un kiosco de revistas y vi la cara de Louis Armstrong y dije es este. Cuando vi su instrumento percibí que no era un saxofón sino una trompeta lo que él tocaba y me dio vergüenza de mi propia ignorancia. Nunca más volví a poner un pie en aquella disquería.
El lunes Sonia volvió al curso y se sentó en el último banco. Yo la miré, traté de disimular mi ansiedad y le hice un gesto simpático. Ella me guiño un ojo, lo que me tranquilizó. Me dijo:
-¿A la salida vamos al cine?
- Bueno, le respondí.
Caminamos en dirección a Sarandí y paramos en la Plaza Avellaneda para tomar un poco de agua en el bebedero.
Sonia apretó el chorro de agua del bebedero y me salpicó, el agua cayó en mi ojo y ella se rió de mí. Me fastidié, pero ella me agarró del brazo, me empezó a contar historias y se me pasó el enojo enseguida.
Me contó que había faltado porque hizo un viaje para descansar un poco porque había pasado por una serie de situaciones locas que me iba a contar.
La escuchaba como en un segundo plano, como si ella hablase y yo iba observándola sin escuchar su voz, la miraba atento, pero no conseguía acompañar su monologo.
-¿Y a vos que te parece? me preguntó.
- Es difícil opinar, le dije tratando de disimular mi desatención.
En realidad no es que no le prestaba atención, la verdad era que estaba encantado de estar paseando con ella del brazo y contemplar ese espectáculo me distraía de lo que ella me contaba. Estuve a punto de pedirle para que caminemos en silencio, pero preferí dejarla que hable libremente.
Entramos en el Cine “Royal” en Crucecita. Eran tres películas, una de tiros, una de risa y una de amor nos dijo el hombre que nos vendió las entradas.
Entramos en el medio de una película de vaqueros, me parecía todo raro, nunca había ido a un cine sólo con una chica. A las señoritas no las dejaban ir solas al cine con sus novios, había un prejuicio moral por el hecho de que el cine estuviese a obscuras.
Ella me miró de reojo y sonrió. Yo tenté concentrarme en la película, cuando miré a mi lado ella había adormecido apoyada en mi hombro. Era una escena tan tierna y tan perfecta que traté de no mover un músculo para que ella no se despierte. Sentí un perfume de jazmín que salía de su cuello.
Estaba experimentando muchas cosas por la primera vez, pensé que tal vez eso sea crecer.
No conseguía prestar atención a la película. Me sentía enfadado conmigo mismo. Yo era inseguro en todo, estaba muy pendiente de lo que los otros podían pensar de mí y eso hacía que no pudiese hacer absolutamente nada de forma espontanea. Sonia era todo naturalidad, si quería reírse se reía, si quería dormir lo hacía, si quería fumar.
En el intervalo cuando encendieron las luces ella se acordó y me dijo que había tenido un sueño que si yo podía interpretarlo.
Le dije que sí, porque no sabía que decir.
Me miró en los ojos y me dijo que en el sueño ella estaba paseando en un prado y algunas mariposas se acercaron a ella cantando una canción hermosa. La letra decía “miles de mariposas blancas, donde van, donde van!”.
- Debe ser un símbolo de que estás sintiéndote bien, le dije.
- Sí , ella respondió, pareciera que es eso. Me gusta tu compañía, me dijo.
- ¿Yo te gusto? Me preguntó.
Aquello me pareció lo más cercano a una declaración de amor, no me animaba a decir que sí, ni que no.
-Creo que sí, le dije de forma tímida.
- ¿Creo que sí? Me respondió furiosa. - ¿Cómo “creo” que sí?
-Sí le dije. Me gusta estar con vos. Me dio un beso en los labios, me agarró de la mano y me dijo:
-Vamos que se me hace tarde.
Ella se tomó el tranvía porque vivía al lado del Teatro Roma, cerca del puente del Riachuelo. Yo la miré alejándose, ella me tiró un beso con la mano y yo se lo devolví.
Volví a casa y me acordé de Lolita Torres, aquel era un amor lejano. Sonia era de carne y hueso. Lolita era la mujer ideal de los cuentos de hadas, Sonia era la vida realizándose delante de mis ojos.
En el camino me crucé con Juliana, me miró y me saludó. Caminó rápido y yo desde atrás conseguía ver cómo era adorable el vaivén de su cuerpo.
Llegué en casa y estaba el Ñato hablando con mi papá.
Hacia unos días el Ñato había tenido una conversación con Angulino (mi viejo), el día 22 de enero era el cumpleaños del patriarca y el Ñato el día 16 quería hacer un viaje a Mar del Plata para distraerse un poco. Angulino quería que el 22 estuviese en casa porque los paisanos de Italia y las tías de la Boca habían prometido presencia y era una falta de respeto estar ausente para la fiesta.
Parece que hoy llegaron a un acuerdo, el Ñato acortaría el viaje y el 21 estaría de vuelta en casa.
Los preparativos para la fiesta eran trabajosos, había muchos invitados y tenían que comprar muchos quilos de tomates, cebollas, ajo y perejil para hacer la salsa. Teníamos que rallar el queso cáscara negra, armar una mesa con harina para estirar la masa para los fideos. Además comprar hielo, soda, vino, gaseosas, aceitunas verdes y aceitunas chilenas negras grandes. No podía faltar el queso gruyere que al tío Rafael le gustaba. Teníamos que comprar calamares, limón, berberechos, mejillones, salamín, había que preparar con tiempo un frasco con berenjenas al escabeche. Los berberechos y los mejillones los tendría que traer yo de la pescadería donde trabajaba el mismo día porque es algo que se come muy fresco y en casa no había donde guardarlo.
Eran muchos detalles: había que contar los cubiertos y los platos para ver si alcanzaban porque siempre se rompe alguno, tenían que ver si el mantel de los días de fiesta y las servilletas estaban lavadas y planchadas, había que contar las sillas y si faltasen pedirle un banco prestado a un vecino. Una fiesta que reunía a toda la familia no era algo simple de organizar.
El menú tendría una entrada con una picada y después los famosos fettuccine con salsa de tomate, después de postre duraznos en almíbar que traía Rosita y frutas secas con turrones que traía Brígida , había que comprar un anís que al tío Julio le gustaba y había que saber si el café que había en casa alcanzaba para todos. El baño tenía que tener un jabón nuevo y unas dos toallas recién lavadas.
Al otro día volví al curso de dactilografía. Sonia estaba esperándome en la puerta y me dijo:
- Hoy no entremos preciso hablar con vos.
- Bueno , le dije, no tenia como negarme.
Fuimos a un bar que quedaba atrás de la plaza, ella pidió un Cinzano y yo la acompañe. Me preguntó cosas genéricas. Quería conocerme más, me dijo:
-Qué te gusta hacer?
Le dije:
-Me gusta coleccionar estampillas, ir al cine, acompañar a Independiente , mi club favorito, ir a bailar tango, me gusta la orquesta de Troilo. Todas esas cosas.
Ella me preguntó:
- ¿Te gusta alguna chica en especial?
- Le dije que no, le mentí.
Ella me preguntó:
- ¿Hay alguna cosa de mí que no te gusta?
- No, le respondí. Me gusta todo de vos.
- Qué bueno! Ella dijo, a mi novio no le gustan mis bromas, ni como devoro la comida, como me rio, no le gusta que fume, que se yo, lo dejé y quiero quedarme con vos. Pero vamos a seguir siendo amigos por ahora, no quiero apresar las cosas.
Pedimos un segundo Cinzano cada uno y ella comenzó a fumar y a contarme que se sentía bien conmigo porque podía ser espontanea. Yo le dije que podía seguir siendo ella misma y eso le encantó.
Tomamos el tercer Cinzano y ella me besó. Pidió la cuenta, pagó, me dijo que ella invitaba y que precisaba salir corriendo porque su padre le estaba controlando los horarios.
Volví caminando por la Avenida Mitre, estaba un poco borracho y prendí un cigarrillo. Aturdido por el beso de Sonia miraba las vidrieras como si estuviesen borrosas.
Un perro comenzó a ladrar de una forma lamentosa, parecía un aullido. A este se le sumó otro ladrido y otro y otro hasta que parecía que todos los perros del mundo llorasen juntos en un presagio fatal. Me dio miedo. Pensé para mi mismo: se avecina una tragedia. Dormí hasta la mañana siguiente, cuando me desperté eran las 5:30 de la madrugada, el cielo estaba de color lavanda y se escuchaban algunos pájaros recibiendo el nuevo día.
El Ñato cumplió su promesa y volvió un día antes de la fiesta. Se sentía mal y se recostó en su colchón. Decían que el mal estar era porque había hecho muchas cosas juntas: viajar, comer, ir al mar, salir a la noche, volver rápido…
Fui hasta la pieza y lo vi con un color enfermizo en la piel, decidieron llamarlo a Julio, mi hermano mayor, que estaba de vacaciones con su mujer y su hijo para que pudiese ayudar porque todo lo que pasaba en casa tenía que ser comunicado a él.
Éramos seis hermanos y existía una jerarquía. Julio tenía 30 años, Rosita 29, Brígida 28, el Ñato 27, Tito 25 y yo 21. Mi papá después de la muerte de mi madre mantenía su rango, pero no tenía condiciones de hacerse cargo de situaciones delicadas. Había sufrido una perdida muy grande y su cuerpo envejecido no soportaba más nada.
Volví a mi cuarto y vi los patines, la foto de Arsenio Erico, el álbum de estampillas, la copa que gané en un torneo de billar y mis ropas. Me miré en el espejo y me di cuenta que era un chico, que todo esos objetos pertenecían a un mundo casi infantil. Miré mi rostro, mi peinado y me di cuenta de la falta de vanidad en mis vestimentas. No podía entender que es lo Sonia había visto en mí.
Llegó Julio, entro como un rayo para ver lo que pasaba con el Ñato. Lo encontró bien. Se quejó de que lo hayan molestado con alarmes sin sentido. Repitió que estaba con su mujer y su hijo de vacaciones y que las había interrumpido por nada. Tomó un poco de limonada, pronunció unas injurias y se fue.
Era un sábado a la noche, me puse mi traje azul y salí con mis amigos para escuchar la orquesta de Osmar Maderna, me gustaba el tango “Chiqué” y otro menos conocido, un tango instrumental llamado “El Bajel”. Era un tango de Francisco y Julio De Caro. Qué lindo arreglo, me encantaban como se alternaban los violines, los bandoneones y el piano haciendo la melodía.
Yo no sabía bailar muy bien, pero aquella noche bailé con una chica que había conocido en Luján y me encantó. Medio embriagado por la música, la cerveza y la chica con la que bailé volví a casa tambaleando.
Andando sólo por la calle Lemos pensé en la chica que bailó conmigo, también en el cuerpo de Juliana, en la piel de Lolita y en Sonia adormecida a mi lado, soñando con mariposas que cantaban. En el silencio de la noche se escuchó como un estruendo provocado por la lata que yo pateé. El ruido metálico rodó por el empedrado hasta detenerse y acabar su barullo en un movimiento circular.
Entré en casa, mi hermana Brígida estaba al lado del Ñato secándole la frente. Me miró con una cara de preocupación y me dijo:
-Nene cruzate la calle y decile a Rosita que el Ñato no se siente bien.
- Es más de la una de la mañana, le dije.
- Anda igual, me respondió, no sé qué hacer, preciso de ayuda.
Golpeé la puerta despacito, después más fuerte, hasta que se despertó Diego mi cuñado y gritó:
- ¿Quién es?
- Soy yo respondí, José, es que el Ñato no se siente bien y Brígida me pidió para llamar a Rosita.
- Está bien, en un momento va, me dijo Diego.
Cuando llegó Rosita le hicieron un té de boldo al Ñato para ver si mejoraba, él no lo quiso tomar. A las tres de la mañana me pidieron para que vaya hasta la farmacia que quedaba en la esquina de la Avenida Mitre para que alguien venga a ver qué se puede hacer.
En esa época no había médicos cerca de casa, no había hospitales o sanatorios cerca, la figura de un farmacéutico hacia las veces del curandero del pueblo.
Llegué a la farmacia en el medio de la madrugada y me atendió la mujer del farmacéutico, ella daba inyecciones, me dijo:
-Mi marido está durmiendo, está cansado trabajó todo el día, me dijo que vaya yo y que vea lo puedo hacer. Era una mujer generosa.
Ella llegó y le explicaron que seguramente el viaje del Ñato le produjo algún desarreglo y que estaba así desde que llegó de Mar del Plata.
Ella lo miró, le hizo sacar la lengua, le miró los ojos, la piel, dijo que seguramente era un problema estomacal y que aconsejaba hacerle un enema. El Ñato se negó y ella se fue un poco frustrada por no poder ayudar.
Me fui a dormir porque estaba muerto. En la cama pensé que quería ver a Sonia, era sábado y esperar hasta el lunes parecía una eternidad.
A las 8 de la mañana mi papá me despertó diciendo que tenía que ir hasta la pescadería de Don Zenón en Dock Sud y traer 2 kilos de berberechos y un poco de mejillones porque a las 11 llegaban los paisanos italianos y quería poder ofrecerles ese plato raro y delicioso.
Me levanté medio muerto, llené un balde con agua, fui al baño me mojé un poco, me enjaboné el pelo y el cuerpo y me enjuagué con el agua que quedaba. Me sequé el pelo, los brazos, las piernas, me lavé los dientes, me peiné y me puse una ropa ligera.
Tomé un café con leche, comí unos escones que hacia Brígida, tomé un par de mates y a eso de las 10 salí caminando en dirección del Docke.
Avellaneda había recibido una inmigración italiana y española, pero en el Docke había también muchos africanos que vinieron a trabajar en el puerto. Vivían en conventillos coloridos y usaban ropas diferentes. Eran de Cabo Verde, de Angola y de Mozambique. Me gustaba esa presencia negra en el barrio.
Llegué a la pescadería de Don Zenón y le dije:
-Buen día do Zenón, mi papá me dijo que le pidiese dos kilos de berberechos y un poco de mejillones. El trato con Don Zenón era de trueque. Yo lo ayudaba dos veces por semana a la tarde en hacerle mandados o lavar los vidrios. Mi papá le cuidaba la cortina de metal cuando había problemas y él nos daba una vez por semana filé de merluza y a veces un poco de almejas, mejillones, calamares, langostinos o berberechos.
Agarró un papel de diario lo puso en la balanza, pesó dos kilos de berberechos, agarró un puñado de mejillones hizo un paquete con otro papel de diario y me lo dio.
-Gracias Don Zenón, le dije y me fui con el paquete de papel de diario chorreando por la calle.
Era una mañana linda de un domingo de verano. Los vecinos dejaban las macetas en las veredas. Algunas estaban llenas de flores amarillas con forma de campanas donde avispas negras se zambullían en busca de un néctar dulce. En las paredes de las casas había colgadas vasijas con malvones rojos y en el cielo caprichosamente había dibujada una nube con la forma de una gran oveja blanca.
Llegué a las 11:30 y en un rincón estaban sentados los paisanos junto con Masto Vitucho , su compadre. Angulino fue armando la mesa. Trajo dos limones, un balde con agua, dos cuchillos, el salero, dos panes, una jarra con vino, un sifón, dos vasos, una servilleta puso todo en la mesa y me dijo:
-Nene, dejale el paquete arriba de la mesa a mis paisanos de Molfeta.
Le dejé el paquete con los berberechos y los mejillones. Ellos los abrían, los pasaban en el agua para sacarle la arena o cualquier suciedad, le ponían un poco de sal y se los comían crudos, cada dos o tres bocados, comían un poco de pan y tomaban un trago de tinto con soda.
Eso pasaba en un rincón del patio. En la mesa principal estaban las tías y los tíos hermanos de mi mamá con sus respectivas parejas, En total contando los paisanos amigos de mi papá, nosotros y los familiares totalizábamos unas 25 personas.
Brígida me pidió para ayudar a poner la mesa. En casa no se comía mal, pero ese día había cosas especiales que uno sólo ve en los días de fiesta.
Había salame italiano casero, aceitunas verdes y negras, berenjenas al escabeche, una fuente con pan fresco, queso gruyere, papas fritas, palitos, maní salado, calamaretes, vino tinto, soda, gaseosas y una botella de Cinzano.
Estaba todo tranquilo. Rosita me pidió para rallar queso cáscara negra para ponerle a los fideos y todo estaba relativamente bien considerando que en una pieza a pocos metros el Ñato estaba preocupándonos a todos.
Las personas un poco afligidas por la salud del Ñato se comportaban de forma discreta. Se servían con los palitos o con la mano, tomaban vino con soda, cortaban un pedazo de pan, hablaban sobre el día a día o recordaban a algún pariente que murió y así el cumpleaños de Angulino se desdoblaba de forma amena pero contenida.
De repente Rafael, el marido de mi tía María, comió un poco de queso gruyere. Se lo sacó de la boca con un gesto brusco y dijo en voz alta:
-Este queso no tiene gusto de nada!
Aquello me pareció una ofensa, una declaración de guerra, una humillación. Habíamos hecho todo para agradar a los invitados y Rafael no podía tener esa actitud. Se me subió la sangre a la cabeza y le dije:
-¡No te voy a permitir hacer este tipo de comentario aquí! ¿Si no te gusta por qué no traes vos el queso? Nunca fuiste capaz de traer ni una aceituna.
Mi papá me agarró de un brazo, me sacó de la mesa y me dijo en italiano:
-Stai zitto.
Brígida me acompaño a la puerta y me dijo:
- Andá a dar una vuelta.
Salí de casa andando por la calle Lemos lleno de rabia porque no había dormido bien, mi hermano, que era mi héroe, estaba enfermo, hicimos de todo para agradar a los invitados y ese tipo petulante quería ofendernos despreciando el queso.
Me fui andando hasta el puente del Riachuelo a ver si me pasaba la bronca.
Me senté en un banco, me quedé mirando el Río y respiré fondo para ver si aliviaba la rabia.
Pensé en Sonia, en Lolita, en Noemi (la chica que conocí en Luján), en el cuerpo de Juliana, miré los pájaros que pasaban y me adormecí.
Cuando me desperté ya era el atardecer. Pensé que los invitados ya se habían ido. Tenía hambre, me imaginé que Brígida había guardado un poco de fideos para mí. Comencé a andar por la Avenida Mitre con destino a mi casa cuando veo en la vereda de en frente a Sonia caminando junto con un joven con una intimidad que reflejaba una relación amorosa.
Me quedé helado. Tragué saliva, pensé en matar a los dos. Acabé cruzándome en dirección a ellos y los paré. Los separé y me llevé al tipo amenazándolo. Le dije que tenía un cuchillo y que lo iba a matar. Le grité:
-Andate sino querés morir. El tipo se fue.
Volví, la alcancé a Sonia, la agarré de un brazo y le di unas bofetadas en el medio de la calle. La empujé, la abrasé en el medio de la vereda y la sacudí. La besé con rabia y deseo. Lloré de rabia, me retiré y me fui sabiendo que era la última vez que la podía encontrar. No volví al curso de dactilografía y nunca más supe nada de ella.
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Llegué en casa, había un plato tapado en la cocina con un poco de fideos, imaginé que eran para mí y los comí. Estaba con hambre.
Me fui al cuarto y lloré en silencio pensando en Sonia.
A la mañana siguiente vino Alberto y lo llevamos al Ñato a un sanatorio. Estábamos: Diego, Alberto, mi papá y yo. Lo internaron y nos dijeron que lo iban a examinar, que volvamos al otro día porque tenía que descansar y los familiares solamente podían permanecer en el sanatorio durante las horas formales de visita. Era un lunes a la tarde y la próxima visita seria el martes de 15 a 16.
A la salida se me ocurrió pasar por Lanus en una casa de modas donde trabajaba Noemi, la chica con la que había estado el sábado bailando.
Tomé el tranvía, me bajé en la calle principal y me puse a buscar la dirección que me había dicho. No tenía el número, pero por la descripción sería fácil de encontrarla. La miré desde la vidriera y ella me hizo una señal para que espere afuera. Al rato Noemi salió. Era linda y discreta. Me reprochó haber aparecido en su trabajo. Quedamos en encontrarnos el jueves a la tarde en una esquina de Barracas, ella vivía del otro lado del Riachuelo.
Me tome el tranvía de vuelta. Estaba angustiado por el Ñato. Fui al bar donde paraban mis amigos. Los saludé, me senté en una mesa sólo y pedí una grapa. Estaba desorientado sin saber qué hacer, ni para donde ir. El bar estaba casi vacío, algunos jugaban al truco, otros leían el diario. Pedí otra grapa. Llegué en casa y dormí.
El martes cuando llegamos al sanatorio vimos por la puerta del cuarto donde estaba el Ñato que le habían atado las manos en la cama. Estábamos Alberto y yo en el horario de visita. Alberto esperó que salga el médico que estaba observando al Ñato y le preguntó por qué le habían atado las manos. El médico lo ignoró y Alberto lo agarró del brazo. El tipo lo empujó y Alberto le metió una piña que lo tiró al suelo.
Aparecieron enfermeros, familiares de otros internados y lo calmaron a Alberto. Nos dijeron que no podíamos permanecer en el sanatorio y nos fuimos. A la noche llegó una persona en casa avisándonos que el Ñato había muerto.
No hubo velorio, el miércoles lo enterraron en el cementerio de Avellaneda. En la ceremonia estaban mis hermanos, Alberto, las cuatro chicas, algunos tíos y unos vecinos del barrio. La vi a Juliana, le miré las piernas, me reproché ser tan pueril en un momento de eses.
Mi papá no soportó la noticia y prefirió no ir. Nunca se supo que había pasado con el Ñato. Ya no importaba nada. Importaba que ya no estuviera más y que nada nos podía devolver su vida.
A la noche en casa, estábamos todos muy tristes. Me encerré en mi pieza y pensé en la finitud de la vida. Podía entender que una persona muriese a los 100 años, pero nunca a los 27. No sabía dónde estaría el Ñato a partir de ese momento. Tal vez junto de mi mamá en el cielo, tal vez en ningún lugar y la vida sea apenas este pasaje transitorio que vivimos en la tierra.
El jueves fui al encuentro con Noemi, yo estaba con una franja negra en la camisa por el luto y ella me preguntó que había pasado. Le conté lo que había pasado con el Ñato, lloré y ella me consoló.
Me contó que estudió piano y que su padre había quedado enfermo de cáncer. Tuvo que vender el piano para ayudar en el tratamiento, pero igual su padre había muerto unos meses atrás.
Fuimos a un bar, pidió una gaseosa y yo una grapa, encendí un cigarrillo y le dije que estaba sintiendo muchos cambios en mi vida. Ella era algo mayor que yo, tenia 27 y parecía más serena. Yo lloré, pedí otra grapa y encendí otro cigarrillo. Me dijo que era tarde. Pedí la cuenta y salimos. Cuando nos despedimos la besé.
Cuando llegue en casa me dijeron que lo llevaron a mi viejo a la casa de Rosita para que pudiera descansar mejor. Papá nunca más volvió a recuperarse, al mes se murió, dicen que de tristeza. Había muerto mi hermano y mi viejo en menos de un mes era mucho para mí. Tenía que ser fuerte, no podía dejarme atrapar por la angustia.
Podía sufrir la perdida, entender la finitud, pero tenía que mirar para adelante, comenzar una nueva vida.
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Epilogo.
Un mes después yo había conseguido un empleo en la municipalidad de Avellaneda, mi romance con Noemi estaba firme y habíamos quedado en ir a pasear el domingo a la Plaza Italia en Palermo para dar una vuelta
Llegamos hasta el monumento a Garibaldi y miramos para la entrada del Jardín Botánico y del Jardín Zoológico sin poder decidirnos donde ir.
Había unos Mateos estacionados cercando la plaza. Le dije si le gustaba la idea de dar una vuelta en Mateo y ella aceptó.
Fuimos por los bosques de Palermo, era el comienzo de marzo y ella me contó que en pocos días seria su cumpleaños. Noemi era calma y eso me calmaba también.
El cochero comenzó a hablar con nosotros, nos dijo que se llamaba Rodolfo Loretta y nos contó que tenía 82 años, comentó también que había comenzado este oficio en el 34 y también nos dijo que la yegua se llamaba “la rubia de Palermo”. Hacia ese trayecto desde el Jardín Zoológico hasta el Rosedal hacía más de 10 años.
Nos contó que él también un día paseó con la que hoy era su mujer en un Mateo y que hacíamos una pareja linda, comenzó a silbar y nos preguntó si podía cantar, le dijimos que sí y cantó el tango “Volvió una noche”.
“Volvió una noche, no la esperaba
Había en su rostro tanta ansiedad
Que tuve pena de recordarle
Su felonía y su crueldad
Me dijo humilde: si me perdonas
El tiempo viejo otra vez vendrá
La primavera de nuestras vidas
Verás que todo, hoy nos sonreirá"
Mostró unas fotos de una mujer. Nos dijo que era su esposa y se había ido con otro, pero que él sabía que un día volvería a sus brazos.
Tenía una mirada suave, pero sufrida, comenzó a llover y subió el toldo del Mateo para que no nos mojemos, “La rubia de Palermo” aceleró el trote. Nos abrazamos con Noemi y Rodolfo Loretta nos llevó hasta la puerta del Zoológico donde nos despedimos de su cálida compañía.
Cruzamos la calle y nos pusimos al resguardo debajo de un alero. Sonaron unos relámpagos y un rayo furioso iluminó el cielo gris sobre la Plaza Italia. Noemi tuvo miedo y la abrasé. Cayeron piedras furiosas como queriendo lavar la tierra de un hechizo. El tiempo se detuvo. Unos minutos después todo volvió a su ritmo normal y las personas comenzaron a caminar como lo hacían desde siempre.
Me encontré en Quilmes de nuevo en esta mañana de invierno y parece que había pasado mucho tiempo, pero apenas habían transcurrido unos minutos. Me levanté y comencé a caminar en dirección a mi casa. Me acordé de una frase: “sufrir la perdida, entender la finitud, pero mirar para adelante”.
FIM
Roberto Rutigliano (Rio de Janeiro 2022)