Tantas veces se habló de los partidos de la “vieja Copa Libertadores” que suena a mito lo que allí ocurría. Partidos infestados de violencia, superchería, e ilegalidades. Burbujas en el tiempo, con climas de guerra prefabricados, nacionalismo exagerado, aplacador de humos de compadrito, donde el vale todo era ley, y donde el que se imponía, lo hacía por matón y no por mejor. El imaginario popular (y varios ejemplos comprobados en la historia) han puesto a River mas en el rol de víctima que de victimario, pero el evento que se describirá a continuación demuestra que todos tenemos un muertito en el placard.
La noche del miércoles 18 de mayo de 1966, River Plate y Peñarol de Montevideo jugaron la revancha de la final de la Copa Libertadores de América. El sábado previo, los carboneros habían ganado el primer chico jugado en el Centenario bajo un clima tenso pero inobjetablemente legal. No había muchas opciones para River esa noche. Debía ganar para forzar un desempate a tercer partido en lugar aún a confirmar. Había una enorme presión por cortar la racha negra de -por entonces- 9 años sin títulos, y ese ganar sí o sí, se transformó en ganar como sea. En el medio hubo un espectáculo bochornoso.
Las irregularidades estuvieron a la orden del día. Las dirigencias habían acordado hacerse cargo de los respectivos operativos logísticos cuando les tocase ser local, entre ellos, el traslado al estadio. Peñarol aguardó por horas en el hotel un colectivo que nunca llegó. Tuvieron que levantar el dedo a los taxis en la avenida para llegarse de a 4 o 5 al estadio. Llegaron minutos antes de la hora fijada. Caminaron 4 o 5 cuadras entre la gente. Entraron al campo sin precalentar, algunos jugadores incluso, con la indumentaria a medio colocar.
Ya el Monumental (todavía con populares en todo el anillo superior) reventaba con casi 90 mil personas, más el desaguisado de otras 5000, ubicadas dentro de la cancha en tribunas tubulares sobre la pista de atletismo, a la inglesa, a metros de la línea de cal. Los límites los ponían un cordón de policías que no se esmeraban mucho por guardar la compostura. Amedrentar era la consigna, sugestionar era la prioridad. El equilibrio de la cordura era muy volátil. La premeditación y la desidia se daban la mano, ganar era lo único y a cualquier precio.
A la hoguera la avivó aún más un partido no apto para cardíacos. Promediando el primer tiempo, Viéytez bajó a Spencer y el uruguayo Codesal (en Montevideo había arbitrado el argentino Roberto Goicoechea) marcó penal relojeando a los cuatro costados. Las protestas provocaron un tumulto de al menos 50 personas dentro del campo. Pedro Rocha cobró el castigo con gente aún en retirada y tuvo que volver a ejecutarlo. Amadeo Carrizo se jugó a la izquierda y contuvo a medias. El mismo Rocha tomó el rebote y marcó el primero.
Sobre los 38 Ermindo Onega capturó un rebote tras un centro de Solari y empató el juego. El estadio estalló rabioso. Los intrusos invadieron nuevamente para festejar. Uno de ellos pasó corriendo frente al arco de Mazurkiewics y volvió a mandar la pelota adentro de un puntazo. Pablo Forlán (papá de Diego, zaguero central esa noche) jura que uno de ellos le pegó un puntapié en el tobillo mientras lo insultaba de arriba abajo.
Ya en el complemento el desmadre siguió su curso inalterable. La garza Guzmán reventó de un patadón al pardo Abbadie y vio la roja. Minutos después una contra letal del manya culminó con Alberto Spencer definiendo mano a mano con Carrizo. Con la derrota inminente sobrevoló un presagio funesto sobre la maltrecha integridad del espectáculo. Pero River sacó un manotazo de ahogado y a fuerza de coraje revirtió la historia. Lo empató con un cabezazo de Sarnari y lo ganó con un toque de cachetada de Daniel Onega en el primer palo.
Hace falta relatar lo que fue el final del partido?. Como muestra del manicomio queda la instantánea que ilustra el post, que da risa y da miedo al mismo tiempo. Un par de oficiales de policía que entraron blandiendo los puños a colgarse de Ermindo al cierre de una noche en la cual se sobrepasaron todos los límites. Peñarol volvió (en micro) al Hotel Alvear y allí descargaron su bronca a las piñas ante un grupo de hinchas de River que pasaron a cargarlos. Se juraron venganza y la tuvieron dos días mas tarde, en esa jornada aciaga e inexplicable en Santiago de Chile. El millonario tuvo que tragarse varios sapos en su historia copera, pero esa noche de Núñez se probó el traje de vergudo pendenciero, una ropa indigna de su historia gloriosa. Así lo hizo, y así lo pagó.
La noche del miércoles 18 de mayo de 1966, River Plate y Peñarol de Montevideo jugaron la revancha de la final de la Copa Libertadores de América. El sábado previo, los carboneros habían ganado el primer chico jugado en el Centenario bajo un clima tenso pero inobjetablemente legal. No había muchas opciones para River esa noche. Debía ganar para forzar un desempate a tercer partido en lugar aún a confirmar. Había una enorme presión por cortar la racha negra de -por entonces- 9 años sin títulos, y ese ganar sí o sí, se transformó en ganar como sea. En el medio hubo un espectáculo bochornoso.
Las irregularidades estuvieron a la orden del día. Las dirigencias habían acordado hacerse cargo de los respectivos operativos logísticos cuando les tocase ser local, entre ellos, el traslado al estadio. Peñarol aguardó por horas en el hotel un colectivo que nunca llegó. Tuvieron que levantar el dedo a los taxis en la avenida para llegarse de a 4 o 5 al estadio. Llegaron minutos antes de la hora fijada. Caminaron 4 o 5 cuadras entre la gente. Entraron al campo sin precalentar, algunos jugadores incluso, con la indumentaria a medio colocar.
Ya el Monumental (todavía con populares en todo el anillo superior) reventaba con casi 90 mil personas, más el desaguisado de otras 5000, ubicadas dentro de la cancha en tribunas tubulares sobre la pista de atletismo, a la inglesa, a metros de la línea de cal. Los límites los ponían un cordón de policías que no se esmeraban mucho por guardar la compostura. Amedrentar era la consigna, sugestionar era la prioridad. El equilibrio de la cordura era muy volátil. La premeditación y la desidia se daban la mano, ganar era lo único y a cualquier precio.
A la hoguera la avivó aún más un partido no apto para cardíacos. Promediando el primer tiempo, Viéytez bajó a Spencer y el uruguayo Codesal (en Montevideo había arbitrado el argentino Roberto Goicoechea) marcó penal relojeando a los cuatro costados. Las protestas provocaron un tumulto de al menos 50 personas dentro del campo. Pedro Rocha cobró el castigo con gente aún en retirada y tuvo que volver a ejecutarlo. Amadeo Carrizo se jugó a la izquierda y contuvo a medias. El mismo Rocha tomó el rebote y marcó el primero.
Sobre los 38 Ermindo Onega capturó un rebote tras un centro de Solari y empató el juego. El estadio estalló rabioso. Los intrusos invadieron nuevamente para festejar. Uno de ellos pasó corriendo frente al arco de Mazurkiewics y volvió a mandar la pelota adentro de un puntazo. Pablo Forlán (papá de Diego, zaguero central esa noche) jura que uno de ellos le pegó un puntapié en el tobillo mientras lo insultaba de arriba abajo.
Ya en el complemento el desmadre siguió su curso inalterable. La garza Guzmán reventó de un patadón al pardo Abbadie y vio la roja. Minutos después una contra letal del manya culminó con Alberto Spencer definiendo mano a mano con Carrizo. Con la derrota inminente sobrevoló un presagio funesto sobre la maltrecha integridad del espectáculo. Pero River sacó un manotazo de ahogado y a fuerza de coraje revirtió la historia. Lo empató con un cabezazo de Sarnari y lo ganó con un toque de cachetada de Daniel Onega en el primer palo.
Hace falta relatar lo que fue el final del partido?. Como muestra del manicomio queda la instantánea que ilustra el post, que da risa y da miedo al mismo tiempo. Un par de oficiales de policía que entraron blandiendo los puños a colgarse de Ermindo al cierre de una noche en la cual se sobrepasaron todos los límites. Peñarol volvió (en micro) al Hotel Alvear y allí descargaron su bronca a las piñas ante un grupo de hinchas de River que pasaron a cargarlos. Se juraron venganza y la tuvieron dos días mas tarde, en esa jornada aciaga e inexplicable en Santiago de Chile. El millonario tuvo que tragarse varios sapos en su historia copera, pero esa noche de Núñez se probó el traje de vergudo pendenciero, una ropa indigna de su historia gloriosa. Así lo hizo, y así lo pagó.