Lo vimos. Efectivamente pasó. Damos fe que realmente existió alguna vez un arlequín hidalgo, de cuerpo flaco y mirada melancólica. Que se desplazaba esbelto por el césped de Núñez pisando sin ruido sobre nubes imaginarias. Que poseía en su diestra el filo que detenta el sable y la delicadeza de los poemas mejor escritos. Que jugaba el juego del pueblo como el pueblo realmente quiere y admira, con el rigor puntual con que los científicos piensan, o con la magia implícita con que los músicos componen.
Fue Príncipe y Rey. Humilde como su barrio Montevideano de Capurro; Enorme, como los baldíos en los que forjo sus comienzos y la historia que su talento ayudaría a edificar. Lo vimos. Se hizo ídolo mientras nosotros, mas anónimos y mas terrenales, nos volvíamos adolescentes y hombres, contando las horas hasta el bendito momento en que un gol suyo nos justificaba la semana. Lo que se graba de niño, no se borra jamás, querido Enzo. Es por eso que decir que te vimos es nuestro orgullo y nuestro tributo.
Lo vimos debutar ante Huracán y poner la cara en ese agitado 1983. Lo vimos jugar con la 8 en la espalda cuando Cubilla lo ponía a regañadientes, lo vimos bajarla de pecho y levantar la cabeza con la elegancia de la alta costura. Lo vimos sacarse adversarios de encima como quien se quita la caspa del hombro. Lo vimos bancarse patadas arteras, lo vimos hacerle dos goles a Argentinos en ese inolvidable 5-4 del 86, lo vimos ensayar esa infartante chilena ante Polonia y ganarse nuestro corazón eternamente. Lo vimos hacerle un gol de penal a Vélez y despedirse campeón, al grito de “algún día volveré”.
Es difícil agradecer tanta alegría, como siempre fue difícil describir dignamente su andar tristón, su porte quijotesco, las palomas liberales de su estilo, el absurdo geométrico dibujado por el chanfle de su empeine, el colchón de plumas de su pecho erguido. Lo que se da no se quita, uruguayo. Y por eso decir que te vimos es nuestra forma de pagar la enorme deuda de gratitud que te tenemos.
Y claro que lo vimos. Vimos su vuelta prometida en 1994. Gritamos ese tiro libre agónico bajo la lluvia en Caballito. Revoleamos junto a él la camiseta en un gol a Talleres en el minuto 52 del segundo tiempo. Gozamos cuando batió a Navarro Montoya en La Bombonera una tarde de baile. Lo vimos con el mismo talento de siempre pero mejorado por los años. Vimos como cada tiro libre era medio gol. Lo vimos levantar la Libertadores y la Supercopa, y también lo vimos masticar bronca ese amanecer triste de Tokio ante Juventus. Lo vimos dejar en ridículo a Chilavert con dos golazos en el 97, lo vimos anotarle de cabeza a Colón el que sería su último gol con la casaca millonaria. Lo vimos despedirse para siempre, como lo hacen los grandes de verdad: Campeón.
Fue héroe de tardes perdidas y estrella mas brillante en noches inciertas. Fue el más caballero de los futbolistas o, tal vez, el más futbolista de los caballeros. Dejó una montaña de goles, asistencias, lujos y gambetas. Dejó una parva de campeonatos, algunas decepciones, unas cuantas lágrimas emotivas y el rumor grave e inmortal de ese “u-ru-guayo, u-ru-guayo” descendiendo como catarata luego de cada gol festejado.
Llevó nuestra nombre al cielo y allí se quedó para vivir eternamente. Los que te vimos, tenemos el deber de difundir sus milagros. El tiempo se hará cargo del resto.
Fue Príncipe y Rey. Humilde como su barrio Montevideano de Capurro; Enorme, como los baldíos en los que forjo sus comienzos y la historia que su talento ayudaría a edificar. Lo vimos. Se hizo ídolo mientras nosotros, mas anónimos y mas terrenales, nos volvíamos adolescentes y hombres, contando las horas hasta el bendito momento en que un gol suyo nos justificaba la semana. Lo que se graba de niño, no se borra jamás, querido Enzo. Es por eso que decir que te vimos es nuestro orgullo y nuestro tributo.
Lo vimos debutar ante Huracán y poner la cara en ese agitado 1983. Lo vimos jugar con la 8 en la espalda cuando Cubilla lo ponía a regañadientes, lo vimos bajarla de pecho y levantar la cabeza con la elegancia de la alta costura. Lo vimos sacarse adversarios de encima como quien se quita la caspa del hombro. Lo vimos bancarse patadas arteras, lo vimos hacerle dos goles a Argentinos en ese inolvidable 5-4 del 86, lo vimos ensayar esa infartante chilena ante Polonia y ganarse nuestro corazón eternamente. Lo vimos hacerle un gol de penal a Vélez y despedirse campeón, al grito de “algún día volveré”.
Es difícil agradecer tanta alegría, como siempre fue difícil describir dignamente su andar tristón, su porte quijotesco, las palomas liberales de su estilo, el absurdo geométrico dibujado por el chanfle de su empeine, el colchón de plumas de su pecho erguido. Lo que se da no se quita, uruguayo. Y por eso decir que te vimos es nuestra forma de pagar la enorme deuda de gratitud que te tenemos.
Y claro que lo vimos. Vimos su vuelta prometida en 1994. Gritamos ese tiro libre agónico bajo la lluvia en Caballito. Revoleamos junto a él la camiseta en un gol a Talleres en el minuto 52 del segundo tiempo. Gozamos cuando batió a Navarro Montoya en La Bombonera una tarde de baile. Lo vimos con el mismo talento de siempre pero mejorado por los años. Vimos como cada tiro libre era medio gol. Lo vimos levantar la Libertadores y la Supercopa, y también lo vimos masticar bronca ese amanecer triste de Tokio ante Juventus. Lo vimos dejar en ridículo a Chilavert con dos golazos en el 97, lo vimos anotarle de cabeza a Colón el que sería su último gol con la casaca millonaria. Lo vimos despedirse para siempre, como lo hacen los grandes de verdad: Campeón.
Fue héroe de tardes perdidas y estrella mas brillante en noches inciertas. Fue el más caballero de los futbolistas o, tal vez, el más futbolista de los caballeros. Dejó una montaña de goles, asistencias, lujos y gambetas. Dejó una parva de campeonatos, algunas decepciones, unas cuantas lágrimas emotivas y el rumor grave e inmortal de ese “u-ru-guayo, u-ru-guayo” descendiendo como catarata luego de cada gol festejado.
Llevó nuestra nombre al cielo y allí se quedó para vivir eternamente. Los que te vimos, tenemos el deber de difundir sus milagros. El tiempo se hará cargo del resto.