Padre:
Puedo decir, para no reconocer mi falta de creatividad, que lo que sigue es un robo a Kafka o en todo caso un homenaje. Pero no sé, padre, si te gustaba la literatura, la de Kafka, el que yo haya querido escribirte o la idea de recibir esta breve carta. Será breve, sí, porque no tengo material para una carta tan extensa como la que escribiera Franz, por lo que a lo sumo serán un par de párrafos que quizá pierda, quizá destruya termine o insertando en algún otro texto más extenso, todavía no lo sé.
Comenzaré con unas pocas líneas porque nunca sé cómo terminará cuanto comienzo a escribir, ese es mi secreto, escribo sin saber, aunque haya quien ya me ha dicho que escribo sin saber, pero seguramente se refería a otra cosa.
Si lo pienso bien, padre, no tengo razones para escribirte. Tal vez el no tenerlas sea la mayor o la mejor razón. Algo así como las paradojas que generan todo lo contrario a lo que se espera, a lo que se anhela, a lo que se desea, y que no está ahí. Y como no está allí, otra cosa toma su lugar, ¿comprendes? No estamos allí, no podías estarlo, pero sí lo estabas, ¿lo ves? Es una paradoja que la ausencia sea también una forma de presencia. Morir es una forma de vivir y tu ausencia fue tu presencia. Tu muerte fue vivida con intensidad, diría que con demasiada intensidad si me lo preguntaran, pero nunca nadie me lo preguntó. El silencio ocupó un lugar cada vez más grande y desproporcionado en la casa cuando ya no estuviste en ella. Me gustaba escuchar música y no podía hacerlo, había que mantener el imperturbable silencio.
Así pues, encontré la razón número uno para escribir: se hace en silencio, sin que nadie más que uno mismo escuche, sin que nadie sepa lo que se está pensando; además de que siempre puede destruirse lo escrito, romper los papeles, mojarlos ―si con lágrimas o alguna otra cosa me daba igual. Escribir no molesta a nadie, o no debería hacerlo, porque como no hace ruido es como si yo tampoco estuviera allí, pero sí, lo estoy y qué tanto estoy escribiendo, qué dicen esos papeles, sobre quién escribo. Porque soy un preadolescente que no tiene amigos, a quien nadie busca ni busca a nadie, y que lo poco o mucho que puede hacer es pasarse todo el día en la casa, en silencio.
Una palabra, padre, una sola palabra, una única palabra, hubiera sido suficiente. No sé para qué, pero no dudo que lo hubiera sido. Esa palabra que nunca nadie pronunció, porque nadie en la casa hablaba.
Romper ese mandato ―me― llevó años. Ni siquiera sabía que tenía una voz propia diferente a esa que me decía lo que tenía que hacer, ni que podía decidir hacer algo diferente, no sabía nada. Al día de hoy para muchas personas sigo sin saber nada, pero sé, para mí mismo, que es verdad que no sé nada.
Una palabra, padre. Una única palabra.
Quizá con saber que nada de lo que escribí en estos años te gustó había sido suficiente, o si tal vez uno solo de todos mis cuentos llamó tú atención, una de sus frases, la elección de un término, una única cosa, algo. Una sola palabra, no más que eso, hubiera sido suficiente, padre. Si no te gustó te hubiera llevado la contraria y seguiría escribiendo, como buen hijo mediocre; pero si algo de lo que escribí sí te había interesado, te daría el gusto de seguir escribiendo para dármelo a mí también. Pero no, solo escribo para llenar un silencio, uno que es terrible porque es un silencio que no se romperá jamás, un silencio eterno un silencio único, porque es mío y es tuyo y es nuestro y es, en definitiva, lo único que jamás tendremos, padre.
Me gustaría cerrar esta carta diciéndote que te extraño, padre, que todo lo que escribo te será dicho en algún momento, por mi o por alguien más. En este punto es cuando la carta pierde sentido, si es que alguna vez lo tuvo. Creo que nada lo tiene, nunca lo tuvo, nunca lo tendré. Por eso escribo una carta a quien nunca lo leerá, espero una respuesta que nunca llegará y dejaré, por ahora, de escribir―te.