domingo, 24 de noviembre de 2024

Toda esa luz

―Hoy será la última vez que te vea ―dijo en voz alta, tal vez sin darse cuenta o quizá muy atento a ello, aunque nadie pareció escucharle o darle importancia.
    No estaba solo en el parque, nunca podría estarlo; la ciudad había crecido tanto, las personas no dejaban de multiplicarse, de llegar, de irse para que otras tomaran sus lugares, que siempre había alguien más en cualquier parte y la privacidad era un lujo demasiado caro para casi cualquiera. No le importaba, siguió adelante.
    ―Tengo la certeza de que serás lo único ―se detuvo a pensarlo un poco mejor―, o casi lo único, que extrañaré.
    Miró al sol sin apartar la mirada y dejando que los ojos se llenaran con su luz hasta encandilarlo, adormeciéndose por tanto brillo.
    Extendió sus brazos, en cada mano llevaba uno de los viejos abrecartas que afilara esa misma mañana, cuando ya nada ni nadie cuestionaba su decisión. Un movimiento más, un único certero movimiento, ensayado miles de veces, y todo cambiaría.
    Ahora.
    Un grito. Pasos que se acercan. Otro grito. La sangre le cubre con su calidez el rostro. Más gritos.
    Y la luz, esa luz que ya nunca sería reemplazada.

Un abrecartas


domingo, 17 de noviembre de 2024

Anhelo insatisfecho

Las paredes del cubículo no eran lo suficientemente altas, gruesas ni nada parecido para aislar, aunque más no fuera mínimamente, los sonidos del resto del salón. Mucho menos esos sonidos agudos, desgarradores, chillones en los que se convertía la voz humana cuando las personas adheridas a ella poseían por intrínseca naturaleza las mismas características. Con los años y las experiencias, detestar a las personas se volvía más fácil y la tolerancia era casi un deporte de alto riesgo para la salud.
    Había intentado minimizar el impacto de ruido semejante, pero allí no podía poner música para disimularlo porque resultaría una molestia para los demás, no podía usar auriculares porque no escucharía si alguien le llamaba, lo hacía el teléfono o la alarma contra incendios comenzaba a sonar por sobre los demás sonidos. Los tapones que utilizaban los nadadores tampoco resultaban útiles y al no ser una persona por demás creativa, no se le ocurrían otras opciones para reducir el impacto de aquella voz sobre su persona.
    Aquella voz, porque solo una de entre todas esas voces, le resultaba particularmente molesta, insidiosa, insistente, penetrante, al nivel de alterar sus nervios y de hacer de su trabajo algo todavía más penoso y lento. Aquella voz era una voz de mujer, por lo que no podía quejarse para no ser señalado con alguno de los calificativos generalmente utilizados en estos casos. Lo que sí podía hacer era solicitar el cambio de cubículo, cosa que realizó con insistencia alegando las razones más irrisorias sobre la luz, el calor, el frío, la calefacción, la ventilación, la ubicación de las ventanas, la cercanía o lejanía del baño, la cocina, las escaleras, la impresora, la máquina de café, la oficina del jefe, las corrientes de aire cuando se abrían las puertas del ascensor. Daría y diría cualquier cosa con tal de alejarse de aquella voz que hablaba, hablaba y hablaba y no estaba seguro de que tuviera tanto para decir, ni siquiera cuando repetía una y otra vez el breve discurso con el que les obligaban a responder cada llamada. Ni siquiera así se hablaba tanto como lo hacía esa voz que taladraba su conciencia y lo hacía ansiar el final del día y la posibilidad de la huida.
    Las palabras se descomponen en sílabas, letras, fonemas, sonidos, frecuencias que no significan nada, que pierden todo valor e importancia. La única función que persiste es la de repetirse, como un eco, hasta el infinito buscando vencerlo, quebrarlo por dentro, haciéndole saber que aquello iba más allá que la peor de las torturas posibles, que era algo por completo inhumano además de cíclico como un castigo divino.
    Silencio. Ese era su anhelo, tan simple como insatisfecho, de un poco de silencio y nada más. Y si algo como eso no era posible, aun cuando nadie le aseguraba que no seguiría ansiando el mismo silencio que se le negaba en vida, deseaba la muerte.

Quien haya sido el inventor de esta forma de 
organización del trabajo de oficina merece arder
 por el resto de la eternidad en un pozo de brea.

domingo, 10 de noviembre de 2024

Argos

Apestan. Hieden. Tienen el asqueroso olor de la bebida que los vuelve inútiles, el de la carne mal digerida saliendo por sus bocas y lo destruyen todo. La Señora los engaña día tras días, pero pronto nada quedará para seguir distrayéndolos. El niño ha crecido, es cierto, pero nada puede por sí solo. Y a mí lo único que se me permite es mirarlos en silencio desde el rincón en el que me han abandonado.
    Alguien se acerca por el camino del puerto. Él no apesta, no hiede, tiene otro olor. ¿Conozco ese olor? Sí, conozco ese olor. Debo levantarme, acercarme a él. Aunque mis viejas y cansadas patas ya no pueden sostenerme, mi cola se agita de felicidad porque ha regresado mi amo.

sábado, 2 de noviembre de 2024

(Otra) Carta al (otro) padre

Padre:
    Puedo decir, para no reconocer mi falta de creatividad, que lo que sigue es un robo a Kafka o en todo caso un homenaje. Pero no sé, padre, si te gustaba la literatura, la de Kafka, el que yo haya querido escribirte o la idea de recibir esta breve carta. Será breve, sí, porque no tengo material para una carta tan extensa como la que escribiera Franz, por lo que a lo sumo serán un par de párrafos que quizá pierda, quizá destruya termine o insertando en algún otro texto más extenso, todavía no lo sé.
    Comenzaré con unas pocas líneas porque nunca sé cómo terminará cuanto comienzo a escribir, ese es mi secreto, escribo sin saber, aunque haya quien ya me ha dicho que escribo sin saber, pero seguramente se refería a otra cosa.
    Si lo pienso bien, padre, no tengo razones para escribirte. Tal vez el no tenerlas sea la mayor o la mejor razón. Algo así como las paradojas que generan todo lo contrario a lo que se espera, a lo que se anhela, a lo que se desea, y que no está ahí. Y como no está allí, otra cosa toma su lugar, ¿comprendes? No estamos allí, no podías estarlo, pero sí lo estabas, ¿lo ves? Es una paradoja que la ausencia sea también una forma de presencia. Morir es una forma de vivir y tu ausencia fue tu presencia. Tu muerte fue vivida con intensidad, diría que con demasiada intensidad si me lo preguntaran, pero nunca nadie me lo preguntó. El silencio ocupó un lugar cada vez más grande y desproporcionado en la casa cuando ya no estuviste en ella. Me gustaba escuchar música y no podía hacerlo, había que mantener el imperturbable silencio.
    Así pues, encontré la razón número uno para escribir: se hace en silencio, sin que nadie más que uno mismo escuche, sin que nadie sepa lo que se está pensando; además de que siempre puede destruirse lo escrito, romper los papeles, mojarlos ―si con lágrimas o alguna otra cosa me daba igual. Escribir no molesta a nadie, o no debería hacerlo, porque como no hace ruido es como si yo tampoco estuviera allí, pero sí, lo estoy y qué tanto estoy escribiendo, qué dicen esos papeles, sobre quién escribo. Porque soy un preadolescente que no tiene amigos, a quien nadie busca ni busca a nadie, y que lo poco o mucho que puede hacer es pasarse todo el día en la casa, en silencio.
    Una palabra, padre, una sola palabra, una única palabra, hubiera sido suficiente. No sé para qué, pero no dudo que lo hubiera sido. Esa palabra que nunca nadie pronunció, porque nadie en la casa hablaba.
    Romper ese mandato ―me― llevó años. Ni siquiera sabía que tenía una voz propia diferente a esa que me decía lo que tenía que hacer, ni que podía decidir hacer algo diferente, no sabía nada. Al día de hoy para muchas personas sigo sin saber nada, pero sé, para mí mismo, que es verdad que no sé nada.
    Una palabra, padre. Una única palabra.
    Quizá con saber que nada de lo que escribí en estos años te gustó había sido suficiente, o si tal vez uno solo de todos mis cuentos llamó tú atención, una de sus frases, la elección de un término, una única cosa, algo. Una sola palabra, no más que eso, hubiera sido suficiente, padre. Si no te gustó te hubiera llevado la contraria y seguiría escribiendo, como buen hijo mediocre; pero si algo de lo que escribí sí te había interesado, te daría el gusto de seguir escribiendo para dármelo a mí también. Pero no, solo escribo para llenar un silencio, uno que es terrible porque es un silencio que no se romperá jamás, un silencio eterno un silencio único, porque es mío y es tuyo y es nuestro y es, en definitiva, lo único que jamás tendremos, padre.
    Me gustaría cerrar esta carta diciéndote que te extraño, padre, que todo lo que escribo te será dicho en algún momento, por mi o por alguien más. En este punto es cuando la carta pierde sentido, si es que alguna vez lo tuvo. Creo que nada lo tiene, nunca lo tuvo, nunca lo tendré. Por eso escribo una carta a quien nunca lo leerá, espero una respuesta que nunca llegará y dejaré, por ahora, de escribir―te.

sábado, 26 de octubre de 2024

Tu silencio

Por más que lo intentara, cuando estaba contigo no podía callar. Hablaba y hablaba como si pretendiera ocupar el silencio; para que no quedara un único espacio, por mínimo que fuera, en el que el vacío nos rodeara y señalara que allí, en ese mismo lugar, en ese mismo momento, no tenía sentido que permaneciera. Aunque lo sabía muy bien, y a pesar de tener todas las indicaciones y muestras de lo que convendría hacer, insistía, continuaba intentándolo como si mi vida dependiera de ello.
    Entonces hablaba y hablaba repitiéndome, contando una misma anécdota una y otra vez agregando detalles que antes no estaban ahí, colores, sabores, sonidos, sensaciones, describía lo mismo con otras palabras. Como si fueran recuerdos, revivía cuanto decía con tanto ahínco que podrían pasar por nuevas experiencias, pero no lo eran. Yo hablaba y hablaba, tú me escuchabas en silencio, sin decir nada, sin un solo gesto de aceptación, de alegría, fastidio o cansancio, nada.
    En mi tenaz empeño de hablar por hablar no me percataba de lo que sucedía a nuestro alrededor; tampoco separabas tu mirada de mí, lo sé porque además de hablar miraba, te miraba para aprender los detalles de tu expresión, de tu rostro, la forma en que caían tus ojos, la comisura de tus labios, ese rulo rebelde que caía como al descuido sobre tu frente, la fragancia a madreselva que nos rodeaba cuando estábamos tan cerca que habría podido besarte si me lo hubieras pedido. Hablaba y miraba, miraba y hablaba, día tras día, tarde tras tarde, sin descuidar-te un único instante.
    Pensé que tal vez debería de haber buscado otras formas de comunicarme contigo, pero mi imaginación nunca fue lo que se dice fructífera en cuestiones como las relaciones interpersonales, por lo que hablar era mi única opción. Recordaba lo que decía en cada uno de nuestros encuentros, al menos la mayor parte, regresaba a lo mismo luego de dos o tres días, cuando creía que todo había caído en el olvido si en verdad había sido escuchado, como comenzaba a sospechar. Y como no tenía manera de saber si era cierto que me escucharas, me veía buscando tu fastidio ante mis palabras repetidas. Pero ni siquiera esto me era dado, ni siquiera una mínima muestra de desprecio. Nada.
    Miraba tus ojos siempre al parecer atentos, tus manos reposando sobre tus rodillas siempre juntas debajo del vestido, el mismo o uno muy similar al que usabas en cada encuentro, ya sea que hiciera frío o calor. Tal vez sí se trataba del mismo vestido y eso debería de haberlo interpretado como un signo de algo que no sabía qué cosa podía ser. Nos veíamos siempre en el mismo banco, el más alejado del parque, oculto entre los árboles y los setos, en un sendero poco recorrido de no ser por dos o tres paseadores de perros matutinos, como si no nos estuviera permitido mostrarnos juntos en otro momento ni en otro lugar. Siempre llegaba y tú ya estabas allí, esperándome; me retiraba y permanecías sentada, diría que en la misma postura, durante horas, hasta que definitivamente tenía que irme y ya no sabía qué harías.
    Eran señales demasiado claras que ahogué con mis palabras, con mi deseo de que una vez, solo una vez, me interrumpieras. Pero nunca lo hiciste, ni siquiera aquella tarde en la que me quedé sin palabras y aunque te sabía allí, esperándome en el mismo lugar, en nuestro banco compartido, no regresé a descansar mi cabeza sobre tus rodillas, no regresé a tus manos siempre quietas, a tus ojos que solo sabían mirar hacia el frente, a tu rulo rebelde escapando de tu peinado. No regresé a mis palabras, a tu silencio ni a tu piel cual mármol, eternamente fría.