martes, 23 de septiembre de 2014

Luis Castro Nogueira dice adiós a Serenus Wiesengrund





Hace ya dos años que defendí mi tesis doctoral sobre sociología del secreto. Fue Luis Castro quien hizo que me decidira a tomar ese tema. Él impartía un curso de doctorado sobre la sociología del secreto en la UNED y había empezado a investigar con su amigo el poeta Mariano H. de Ossorno. Me propuso trabajar con él en esa línea y no me lo pensé. A partir de ese momento ha sido mi mentor, por dirigirme la tesis, porque he aprendido tanto de él. Luis murió el pasado jueves. Todavía no me he recuperado.

Luis Castro era de origen gallego pero se había convertido en un madrileño. Fue durante unos años catedrático de instituto y después profesor titular en la facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UNED. Estudió filosofía y realizó su tesis sobre la Escuela de Frankfurt y luego empezó a especializarse el espacio-tiempo social. Comenzó en la revista Archipiélago y junto con Mariano H de Ossorno publicó un volumen con un título hermoso, Ensayo general para un ballet anarquista (Libertarias, 1986) y luego Tiempos modernos, (La General, 1991). El estudio sobre los ETS tuvo su culminación en La risa del espacio (Tecnos, 1997). Este ha sido uno de los desafíos intelectuales más estimulantes a los que me he enfrentado. Una prosa brillante, densa, llena de ecos y referencias (el propio título es un homenaje a la Poética del Espacio de Bachelard), una catarata de ideas, autores, no exenta de ese humor tan especial que tenía Luis. 

El Espacio-Tiempo Social es un campo de estudio apasionante, intenta analizar el imaginario sobre el tiempo y el espacio que modula y es modulado por las sociedades. Sobre todo en esta época en la que el espacio cobra cada vez más importancia, contrariamente a lo que sugieren términos como des-localización. Para mí supuso una verdadera revolución intelectual. Luis Castro, además propone una serie de herramientas conceptuales que me han resultado útiles y sugestivas para entender el secreto como un lugar y la sociedad como flujo. El propone analizar los plecktopoi y las plikas, las curvaturas de ese Espacio-Tiempo, con sus tensores y atractores extraños –conceptos tomados prestados de las geometrías del caos–. Los regímenes de visibilidad, por ejemplo, que hacen que ciertas calles, ciertos barrios, ciertas realidades desaparezcan de nuestros mapas mentales. Las coartadas ideológicas para realzar otros ámbitos, otras plazas, desde una perspectiva global hasta las más pequeñas barriadas. Desde el complejo de Edipo según Lacan hasta la chaos politics. No queda más que asumir la fluidez de la sociedad. Los exteriores y los interiores. 

Una vez acabado el ciclo, Luis emprendió una tarea hercúlea, resituar la sociología academicista en un nuevo paradigma. En su Metodología de las Ciencias Sociales (escrita junto su hermano Miguel Ángel y Julián Morales, Tecnos, 2005) arremete con una visión estrecha de la sociología que aprendió de Bourdieu que los individuos son meras esponjas que asumen su clase social sin mayor mediación. Eres de clase alta, te encanta la ópera, la tortilla deconstruida y desprecias el cine de acción. Eres del proletariado y no sales de la tasca y el fútbol. Hay que poner la atención en los procesos de subjetivación que cada individuo pone en marcha para asumir esas influencias, a veces contradictorias, de su ambiente. Si la sociología de Bourdieu había descubierto el bosque, Luis Castro se proponía identificar todos los árboles y arbustos, con sus bichitos y líquenes. Para comprender mejor cómo se producían estas incoherencias de obreros que votan a derechas, de intelectuales comprometidos y demás marginalidades, Luis resaltaba los ingredientes bio-psico-sociales con los que contamos los seres humanos, el socius (lo que depende de las estructuras sociales), corpus (la dimensión pulsional y orgánica), animus (dimensión imaginaria), habitus (las costumbres – Bourdieu – que hacen posible la reproducción social) y fluxus. El Fluxus (flujo, en latín) es la dimensión psicobiológica responsable de la empatía y fascinación compartidas, las derivas amnioestéticas y la creatividad individual y cultural, esas burbujas de intimidad de las que habla Sloterdijk y a las que Luis se refería tan gráficamente la primera vez que estuve en sus clases.

De ahí pasó Luis Castro a atacar el problema desde la raíz, apoyándose en la psicología evolucionista y junto a sus hermanos Laureano y Miguel Ángel. Dos libros a medio camino entre el manual y el ensayo: ¿Quién teme a la naturaleza humana? Homo Suadens y el bienestar en la cultura (Madrid, 2008) y más tarde, Ciencias sociales y naturaleza humana: una invitación a Otra Sociología (en colaboración con Miguel Angel Castro y Julián Morales, Tecnos, 2013). El concepto de Homo Suadens es mucho más revolucionario y liberador de lo que a primera vista podría parecer. No sólo se trata de demostrar que somos animales (¿hay alguien todavía que no lo tenga claro?), sino que la animalidad propiamente humana es social. No gregaria, como dicen algunos sociobiólogos, sino también micro-social, íntimamente social, radicalmente social. Frente a la ficción, la peligrosa ficción del individualismo metodológico, los hermanos Castro Nogueira proponen un nuevo modelo de naturaleza humana. 

Freud recogió muy bien el espíritu de quienes veían en las relaciones sociales una condena, por eso tituló uno de sus ensayos El malestar en la cultura. Venía a defender que la sociedad más que coartar los impulsos naturales, los castraba y las soluciones vendrían por la sublimación o la neurosis. El Homo Suadens vendría a demostrar lo contrario, que estamos programados para vivir juntos, para imitarnos unos a otros, para sentirnos recompensados por el beneplácito de los otros, para evitar conductas que susciten la censura de nuestros congéneres. Es la lección de Gabriel Tarde que quedó olvidada tras la arrolladora personalidad de Durkheim.

El aprendizaje assessor (de aconsejar) nos dio una ventaja evolutiva ciertamente. Si los pájaros aprenden a volar de una vez, los humanos somos capaces de aprender por fases, guiados por los mayores, por los iguales, cuyos rostros nos sirven de aliento. El Homo suadens explicaría por qué nos buscamos unos a otros, y los procesos de subjetivación quedarían incardinados en esa fascinación diferencial, biológicamente anclada, para hacer caso al Otro y crear burbujas de bienestar donde cobijarnos y respirar juntos (sinneontes). Esta facilidad para fascinarnos explicaría, por supuesto, la creación de cuadrillas, de clubs de fans, pero también de escuelas filosóficas. ¿Cómo si no iban Sócrates o Heidegger a congregar a su alrededor a discípulos entusiasmados con esa nueva gimnasia mental tan abstrusa? Contagiándose corporalmente, emocionalmente, mentalmente… De esta forma se supera la división natura/cultura, dando sustento a aquel discurso de Pico Della Mirandola en el que Dios no ponía al hombre ni como las bestias ni como los ángeles, dándole la posibilidad de arrastrarse por el suelo o elevarse a las nubes. 

Tenía un proyecto muy avanzado sobre Madrid durante los primeros días de la Guerra Civil. Intentaba, asumiendo la mirada a ras de suelo, conociendo todo lo que pasó en la capital, para demostrar que durante la guerra, se tendía la ropa, se conspiraba, se era de las milicias y se rezaba, se jugaba entre cascotes y se volvía disparatado controlar a los reporteros extranjeros desde el Edificio de la Telefónica. El mismo espacio (físico, político, mental, imaginario) vivido de maneras diferentes, contradictorias, personales.

Admiro de Luis su capacidad para nombrar, con un aliento poético poco común y un sentido del humor brillante, con una rara habilidad para conjugar autores crípticos con referencias a la cultura de masas, de David Lynch a Madame Bovary. Admiro la capacidad increíble de in-corporar, asimilar y explicar tantísimas teorías, datos y autores de una vez. Aprendí tanto de él que intenté asimilar su estilo escribiendo, que cité a Dylan y a Gracián en la misma frase, tan cercano me parecía en espíritu.

Pero admiro sobre todo su generosidad, intelectual y humana, el cariño con el que conté desde el principio. A vuelta de correo, tras echarle un vistazo a mi primer trabajo de doctorado, ya me envió un capítulo del libro en el que estaba trabajando donde entablaba diálogo con José Luis Pardo. Me regaló ánimos y palabras de aliento, una confianza en mi trabajo mucho mayor que la que yo mismo tenía. Y durante su enfermedad siempre tuvo un momento para alentarme a publicar mi tesis, a podarla y disfrutar de su re-creación en forma más amena. 

Tenía una personalidad vital, arrolladora, verlo hablar, emocionarse, como en Sevilla, en un Coloquio sobre la Ciudad Viva, cuando acababa de enterarse de que sólo contaba con media hora, era ciertamente grandioso. Su entusiasmo, su pasión, su visión certera y esa fuerza para transmitir sus intuiciones y seguridades eran contagiosos. Tuvo una fuerza excepcional para asumir su enfermedad y hablar con él, aun notando su debilidad, siempre reconfortaba. 

Luis admiraba mucho lo admirable de ciertos autores, pero no tenía dioses, así se llamaran Pierre, Michel, Gilles, Peter, José Luis o Ignacio. Intelectual y práctico, anarquista por encima de los propios anarquistas, siempre con los pies en el suelo y la cabeza mirando arriba, no por encima del hombro de nadie, sino elevándose para poder tener perspectiva y bajando de nuevo, porque, como De Certeau nos enseñó, desde lo alto del World Trade Center, no se ven los hombres, se ve la geometría y las personas parecen hormigas. Luis nunca olvidó a las personas, ni como horizonte teórico, ni como verdadero amigo, aún en sus momentos más duros.

Seguro que han quedado muchos otros viajes pendientes, como esa Sociología Fantástica, que hubiera comenzado con la sociología del secreto. Me pregunto ahora qué pasará con todo eso, qué dirá ese extraño intruso, Serenus Wiesengrund, que tan sabiamente guio a Luis en aquellos momentos difíciles.
Hoy no puedo todavía hablar con más sentimiento. Se me encoje el corazón. Sólo decirte, adiós, maestro, amigo, compañero, un saludo, un abrazo con toda el alma.

martes, 16 de septiembre de 2014

Viva la gracia… y el talento.



En el sentido religioso, sabemos que tanto la gracia como los talentos son otorgados graciosamente por Dios. De los talentos, así, en plural, ya hablamos en otro momento cuando aseguramos que Dios era liberal escuela Hayek. Sabemos también gracias al gran sociólogo Max Weber, que el espíritu religioso alimenta o reprime las ansias de acumulación del capital. En su controvertido ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo, insistía en las afinidades electivas entre la moral protestante, principalmente calvinista, de austeridad, santificación por medio del trabajo y espíritu de triunfo económico; y el desarrollo del capitalismo en los países del norte de Europa. Mientras, el sur, católico, indolente, que consideraba el trabajo como un castigo divino, era incapaz de una acumulación de capital que permitiera el desarrollo del sistema de economía de mercado.
Estemos de acuerdo o no con sus planteamientos y con sus ejemplos, están claras las conexiones religiosas que presenta la así llamada “cultura del esfuerzo”. Más aún, los paralelismos entre religión y mentalidad economicista son más férreos.
El problema de la gracia mantuvo ocupada a la inteligentzia eclesiástica durante mucho tiempo porque se debía conjugar la noción de responsabilidad individual con la omnipotencia de Dios. La responsabilidad individual, la libertad, el libero arbitrio, era una condición indispensable para la noción de pecado o salvación. Nadie puede ser condenado si no ha tenido la capacidad de elegir. Si al ser humano se le niega esa capacidad, no tiene ningún sentido castigar algo de lo que no es responsables. Sin embargo, si muchos son los llamados y pocos los elegidos, tenemos que considerar que la gracia es un don divino. Tenemos fe y nos salvamos si Dios nos la ha otorgado. Podemos pedir al santísimo tener fe, pero no podemos desarrollarla nosotros mismos motu proprio. Pero, si Dios nos regala la gracia y la fe, ¿cuál es nuestro mérito? Y si no las tenemos, ¿no deberíamos culpar a Dios de nuestros desmanes puesto que nos ha negado la capacidad de obrar correctamente? Si pecamos no estamos con la gracia de Dios, pero es Dios quien nos niega la fe y la fortaleza, ¿cómo puede castigarme si a él corresponde el mérito?
Si el pecado original fue el gran invento para ponernos a todos en el mismo punto de partida, necesitados de redención, antes incluso de tener conciencia, la gracia interfiere en la voluntad humana dirigiendo hacia el cielo o hacia el infierno como una disposición de fábrica, por defecto –nunca mejor dicho–.
¿Qué tiene esto que ver con la ética del esfuerzo? La retahíla neo-con insiste en que cada cual alcanza en la sociedad el puesto que merece según su esfuerzo y su talento. Y nos regala muchísimo material ideológico para insistir en esa variabilidad de sensibilidades, esa flexibilidad de aptitudes –necesaria, por otra parte para estos tiempos inciertos de precarización laboral–. Pongamos un ejemplo del consumo de masas. La serie de películas de Disney, High School Musical. En ellas asistimos al triunfo de unos muchachos y muchachas que gracias a su dedicación y esfuerzo consiguen escapar de un encasillamiento heredado. Troy es el capitán del equipo de baloncesto, pero tiene otra vocación, el canto. Chad es su lugarteniente en la cancha, pero ansía dedicarse a la cocina. Gabriela es un as en ciencias, pero también desea con toda su alma dedicarse a la música. ¿Qué aprendemos de la película? Que cualquiera, con su tesón y esfuerzo puede llegar a donde quiera en la vida. Error.
En realidad el argumento distingue claramente dos tipos de muchachos, los líderes y los seguidores. Los líderes tienen condiciones innatas para el deporte, las ciencias, la música o la repostería. Ellos tienen talento. Parece como si el esfuerzo diera la clave para alcanzar las metas, pero en realidad las metas sólo las consiguen quienes innatamente tienen esas cualidades.
De una manera metafórica, el esfuerzo sería paralelo a la responsabilidad individual en el pecado y la salvación (el libero arbitrio), y el talento sería la gracia otorgada por los genes. Nos intentan convencer de que somos responsables de nuestro éxito para cargarnos con el fardo de nuestro pecado. Tienes oportunidades en la sociedad de mercado, si no alcanzas el éxito es por tu falta de esfuerzo. Y a la vez, cambia el discurso para justificar que haya una élite –una casta– que acapara todos los puestos esenciales en las distintas ramas de la sociedad. Es que tienen talento. En realidad ambos discursos son incompatibles. No se puede decir que se premia el esfuerzo cuando el éxito se alcanza con el talento. Y se condena al infierno diciendo que la gracia es divina.
Además, como en el pecado original, todos estamos en situación de deficiencia. Es lo que se denomina la necesidad de la miseria. Los teóricos del siglo XVIII y XIX aseguraban con pasmosa indecencia que era imprescindible mantener los sueldos lo más bajos posible para obligar a esa chusma indolente a trabajar sin descanso –con las humillantes condiciones que Dickens nos dibujó en tantas ocasiones–. Todos somos seres inferiores en espíritu, débiles de voluntad y sin objetivos en la vida, es nuestro pecado –económico– original. Si esto es así, no cabe más que obligarnos a esforzarnos por nuestro bien mediante un sistema económico que nos mantenga en la miseria material y nos impida cualquier tipo de ocio que sólo dedicaríamos a la contemplación de nubes.
El esfuerzo que hagamos nunca nos permitirá alcanzar una posición estable, que por otra parte, seguro que derrocharíamos. Ese cielo en la tierra está reservado a los que, con su talento, han sabido emprender proyectos empresariales triunfadores, gracias, eso sí, a un capital cultural, social y, sobre todo, económico de partida que la gracia del buen Dios ha tenido a bien otorgarles. Una nueva gracia de dios, que todo lo sabe y que discierne con claridad a quién bendecir con las oportunidades para desarrollar su talento. Menuda gracia.

domingo, 7 de septiembre de 2014

La intimidad del WhatsApp



Uno de los problemas que tengo personalmente es que soy capaz de interesarme por casi cualquier cosa –el fútbol es quizás la excepción más llamativa–. Tengo una libreta donde voy apuntando las ideas para reflexionar, para investigar, las ocurrencias y alguna chaladura. Creo que el nombre técnico es el síndrome de maestro-liendre. A partir de mi tesis doctoral sobre la sociología del secreto, me surgieron muchos temas colaterales que merecía la pena investigar, así como otros completamente distintos. Supongo que por saturación.
En mi tesis uno de los puntales es la concepción que José Luis Pardo tiene de la intimidad. Para este gran filósofo –y mejor persona– nos manejamos con una serie de contradicciones acerca de la intimidad. Parecería como si la máxima intimidad es la que mantenemos con nosotros mismos en soledad, y que, en las relaciones, las personas fueran como un aguacate: un exterior brillante pero no comestible, una pulpa jugosa y un núcleo duro incomible. Ese núcleo duro de la semilla encarnaría nuestra intimidad en esta paradójica teoría frutal de la intimidad. En realidad, nos dice José Luis Pardo, la intimidad no es la soledad, es hija de la comunicación, un derivado del lenguaje. Porque las palabras transportan más de lo que significan. En teoría lingüística se habla de connotación frente a denotación (lo que “oficialmente” las palabras dicen según el diccionario). Está el tono, cierta cadencia en el hablar, cierta historia en común que hace que comprendamos cosas sin casi decirlas. Esta vida secreta de las palabras demuestra la intimidad compartida. Son esas palabras pronunciadas entre dos amantes que les provocan una sonrisa y una ensoñación mientras que para los demás es simplemente incomprensible. O más fácil, los chistes privados. Uno dice “toxinas” y el otro se troncha.
No todo se puede explicitar, continúa Pardo, no todo se puede poner por escrito en un contrato entre dos personas. Lo que decimos en intimidad no sólo son los trapos sucios, aquello que no queremos que los demás sepan porque así no serían nuestros socios ni amantes. Lo que decimos en intimidad no son nuestros secretos más oscuros, ni las bajezas que hacen suspirar a los programas del corazón. Eso es una intimidad echada a perder. Porque la explicitación echa a perder la intimidad como una oscuridad rota por una lámpara. Explicar un chiste es destrozar también el propio chiste.
Me contó José Luis Pardo que en la investigación que llevó a cabo pensó en las personas sordas para comprobar si esta teoría se podría aplicar también más allá del canal sonoro. Yo pensé también en las parejas con idiomas maternos distintos. ¿Cómo llegan a esa intimidad compartida si el lenguaje es una lucha continua?
Una línea de investigación que me llama poderosamente la atención en este sentido es el papel que están teniendo los medios de comunicación digitales en el proceso de creación de intimidad. Me refiero a los medios que utilizan el signo escrito, desde el prehistórico Messenger, al Facebook, Twitter, o el WhatsApp, Line, etcétera. Y me refiero al proceso de enamoramiento en concreto, que creo que puede ser dónde más abiertamente se pueda mostrar la intimidad compartida.
El amor puede ser muchas cosas así que es conveniente simplificar y acotar lo que queremos estudiar. Me interesa muchísimo el trabajo que Niklas Luhmann hizo sobre la codificación del amor como pasión. A pesar de todos los reparos que una obra de esta envergadura puede suscitar, parece claro que diferentes sociedades a lo largo del tiempo tienden a entender conceptos complejos y emociones concretas de una manera diferente. Luhmann sostiene que entender el amor como pasión compartida entraña en sí mismo una serie de problemas difícilmente compatibles con nuestra sociedad de la libertad individual. Pongamos por caso las comedias románticas. Chico conoce a chica, no se caen bien hasta que al final quedan juntos. Una estructura tan trillada como comprensible, pero se sostiene sobre una contradicción difícil de soslayar. Si el chico, por ejemplo, se enamora de la chica y ésta también en el momento del flechazo, el amor surge sin problema –el problema en estas películas suele ser que uno de los dos muere de una enfermedad, accidente, crimen…–. Pero, ¿qué sucede si el flechazo lo sufre uno mientras que a la otra le resulta repelente la mera presencia del chico? En el amor cortés medieval, el enamorado debía “conquistar” a la dama, en cierta forma, doblegar su voluntad. Este es un argumento impensable en nuestra sociedad de la libertad individual, por lo que Hollywood ha descubierto un mecanismo sublime para dar consistencia a los argumentos de las películas chico-conoce-chica. Ella, la que rechaza, al final de la cinta, descubre que siempre ha estado enamorada y que su cabeza intentaba negar a su corazón, que ya estaba enganchado apasionadamente desde la primera escena. Este artilugio del descubrimiento consigue armonizar la libertad con la descompensación de tiempo entre los dos enamoramientos.
Me temo que en la vida real esto no es así, y que las relaciones se van comportando como roces que hacen el cariño, que decían los antiguos. La intimidad, filosófica y sexual, consiste en una especie de juego, una apuesta por un lado y un baile, una coreografía por otra. Uno dice, la otra entiende y responde. El primero amaga dándole vueltas a lo que ha dicho y propone. Y viceversa. Sería interesante investigar cómo los candidatos a pareja van sobrellevando los mensajes escritos cuando sabemos que los problemas de los mensajes tradicionales han sido también conflictivos. Los gestos y las palabras cara a cara han sido siempre interpretadas, pensadas y repensadas y puestas en común con amigos íntimos y conocidos. ¿Por qué me ha hecho esto, qué quería decir con esto otro?
El proceso de enamoramiento, pienso, es en cierta forma un proceso hermenéutico en el que los amantes deciden interpretar –desde su propia individualidad, su propia historia, su capacidad, sus aspiraciones– los mensajes del otro, cribando hacia un lado (el amor verdadero), o hacia otro (sexo, desdén, tonteo, por ejemplo) las acciones y palabras que luego conformarán la narrativa de su relación. En estos tiempos inciertos del WhatsApp, ¿qué desmanes se estarán cometiendo a través de los mensajitos?