viernes, 1 de marzo de 2019

"De brujas, putas y locas: narrativas de género y su influencia en el diagnóstico" (Revista Norte de Salud Mental nº 60)



Recientemente publicamos en la Revista Norte de Salud Mental con nuestro colaborador y querido amigo Miguel Hernández González un artículo que analiza cómo las narrativas sobre el género influyen en la atribución de diagnósticos psiquiátricos. Evidentemente, un trabajo que parte de una imprescindible óptica feminista, la cual es necesario reivindicar con más fuerza que nunca dada la nueva ola de machismo heteronormativo rancio y viejuno, que nos invade disfrazándose ahora con ropajes de liberalismo y trapitos de colores. Cuando empiecen (ya lo están intentando) a hacer sus listas de disidentes, subversivas y gentes de mal vivir, no se olvidarán de nosotras. 
Pero nos negamos a callar por miedo.

En pocos días llega la huelga feminista del 8 de marzo, laboral, de consumo y de cuidados, que invitamos a todas a hacer y a todos a ayudar a que se haga. 
El futuro será feminista (y ecologista) o no será.

Y sin más (ni, por supuesto, menos) les dejamos con nuestro artículo.


Autores: Miguel Hernández González *, Amaia Vispe Astola **, Jose García-Valdecasas Campelo *.
* Psiquiatra. Hospital Universitario de Canarias. Servicio Canario de Salud.
** Enfermera especialista en Salud Mental. Hospital Universitario Nuestra Señora de La Candelaria. Servicio Canario de Salud.

Resumen: Durante el tiempo que llevamos trabajando en el ámbito de salud mental hemos observado que la presencia de determinados diagnósticos es más probable en función del sexo de la persona que consulta. Desde la psicología diferencial se sostiene que esto es debido a la diferencia propia de los sexos que hace más probable que un trastorno aparezca más en un sexo que en otro. Desde una posición construccionista sostenemos que la diferencia está en quien emite el diagnóstico debido al discurso de género que existe. En este trabajo, a partir de un pequeño ejercicio con profesionales en formación de la Unidad Docente Multiprofesional de Salud Mental de Tenerife sobre atribución de género y de una conversación con un grupo de mujeres diagnosticadas de enfermedad mental grave, haremos una reflexión sobre el carácter socialmente construido del género.
Palabras clave: género, diagnóstico psiquiátrico, construccionismo, feminismo.


Introducción
Una de las preocupaciones más acuciantes de las personas que trabajamos en salud mental desde prácticas narrativas, colaborativas, dialógicas y en general desde los postulados  socioconstruccionistas tiene que ver con la imposición, mas o menos rígida, que hace el sistema tradicional de salud mental de un diagnóstico para poder dar una inteligibilidad a una intervención que se basa, principalmente, en corregir supuestos déficit y limitaciones. La mayoría de nosotras estamos obligadas a elegir un diagnóstico para las personas con las que trabajamos. Estos diagnósticos son la puerta para entrar a determinados recursos, por ejemplo hospitalarios o comunitarios, y también para acceder a determinadas ayudas económicas. Esto genera dos problemas que clásicamente han sido observados desde el campo constructivista (1): por un lado obliga al colectivo profesional a centrar su investigación en todo aquello que pueda servir para generar una etiqueta adecuada y luego defenderla. Por otro lado, esto genera un efecto de profecía autocumplida y una sensación de irrecuperabilidad que consolida a las personas en sus problemas. A esto hay que añadir que, en el caso especifico de la salud mental, muchos “síntomas” son indistinguibles per se de las reacciones normales de las personas a situaciones estresantes de la vida, por ejemplo una pérdida, una agresión o una enfermedad. Así es difícil saber dónde poner la frontera entre una tristeza normal y una depresión, entre un niño travieso y un TDAH, etc. Carecer de adecuados instrumentos de discriminación de estos límites, a lo que se une la ambigüedad cada vez mayor de los criterios diagnósticos de las clasificaciones actuales, conlleva que la decisión, por supuesto reservada al lado técnico, sea principalmente una cuestión de opinión clínica, la cual es una forma eufemística de definir lo que no es otra cosa que un prejuicio. Por supuesto, dentro de los prejuicios que conducen las decisiones técnicas los hay de muchas clases, algunos muy evidentes, otros más sutiles. Estos prejuicios conducen a sesgos, esto es, a sobrediagnosticar  o infradiagnosticar determinadas patologías en función de quién las porte. Dentro de estos sesgos el género ocupa un papel central, como en otros aspectos de la vida. En este trabajo pretendemos abrir una puerta a la reflexión, sin pretender ser exhaustivos, sobre la importancia del género en el servicio de urgencias de un gran hospital o en el volante de derivación de un médico de cabecera.
Presentaremos experiencias y reflexiones a partir de dos pequeñas indagaciones iniciales sobre la influencia del género en la toma de decisiones clínicas y de cómo las han vivido un pequeño grupo de afectadas. Daremos un repaso a algunos aspectos de los teorizados sobre este tema y algunas experiencias investigadoras. Toda esta revisión bibliográfica y reflexión teórica es fruto de una conversación entre las autoras a lo largo de un sinfín de encuentros.

Primera práctica
Describiremos brevemente la práctica que compartimos con las personas asistentes al seminario de terapia sistémica para residentes del área de salud mental de la Unidad Docente Multiprofesional de Salud Mental de Tenerife, que aúna al personal residente de salud mental (MIR, PIR y EIR) de los dos hospitales de referencia de la isla. A cada miembro del grupo se les reparte, de forma aleatoria, uno de los dos casos clínicos de una intervención familiar. La única diferencia entre los casos es que los géneros de la pareja están intercambiados, el resto es exactamente igual. Los profesionales piensan que son dos casos distintos. Se les pide que lo lean y contesten a un pequeño cuestionario sobre el caso que incluye: valoración inicial del problema, descripción global de los miembros de la pareja aventurando un posible diagnóstico, descripción de la relación. Se les reunió en dos grupos en función del caso que leyeron y se les pidió que lo comentaran. Finalmente, se expusieron en el gran grupo las conclusiones. Para muchas personas llegar a definir un diagnóstico aproximado fue imposible. Sin embargo, se hicieron comentarios diversos sobre los personajes del caso: tendencias narcisistas, rigidez, rasgos de dependencia. Cuando se referían a la persona pensando que era una mujer los calificativos incluían más descriptores de carácter o personalidad, mientras que cuando se referían a ella pensando que era un hombre los descriptores que se incluyeron fueron más psicopatológicos y clínicos. No obstante, la práctica fue concebida para poner de manifiesto que existe un sesgo que nos hace ver a hombres y mujeres de forma distinta y por tanto llegar a diagnósticos distintos. Esto es manifiesto desde el momento que los mismos comportamientos son evaluados de forma diferente cuando los ponemos en un personaje mujer o en un personaje hombre.
El grupo de residentes que asistió a la sesión formativa hizo el ejercicio sin conocer el verdadero objetivo del mismo, al igual que durante las fases de comentarios y puesta en común. Sólo al final se reveló el motivo del ejercicio y fue en realidad cuando comenzó la parte formativa que el equipo facilitador deseaba introducir.
Las personas participantes expresaron sentimientos de asombro y de sorpresa, afirmando que tenían claro que existen sesgos pero pensaban que no les afectaban. La reflexión de una de las enfermeras residentes hizo al grupo cuestionar la validez de los diagnósticos en sí. En efecto, si es nuestra posición previa la que determina si algo es clínico o caracterial ¿no significaría acaso que los diagnósticos también se sostienen sobre la base de nuestros prejuicios? Cuando preguntamos sobre lo que lo experienciado les hizo pensar acerca de su actividad clínica cotidiana y si esta se podría ver modificada de alguna manera a partir de esta experiencia, el resultado fue: a algunas personas que les preocupaba mucho el acertar con la categoría diagnóstica expresaron su perplejidad porque es un tema que pasó a un segundo plano, para otras lo más destacable es la responsabilidad que sintieron desde entonces sobre la mirada que hacen sobre las personas con las que trabajan.

Segunda práctica
Para el desarrollo de esta práctica, hemos llevado a cabo conversaciones con cuatro mujeres diagnosticadas de diferentes trastornos mentales en relación a cómo las cuestiones de género han influido e influyen en la atención recibida y en la propia vivencia que ellas hacen de su malestar. Tras dichas conversaciones y en relación con nuestro trabajo cotidiano, tanto con mujeres como con hombres, hemos ido percibiendo la importancia de la cuestión de género en el abordaje de los llamados trastornos mentales. Teniendo hace años formación en terapias de orientación postmoderna queremos resaltar el enfoque feminista como piedra angular de nuestra visión e intervenciones.
Estas cuatro señoras con las que conversamos viven en un piso supervisado por el equipo comunitario asertivo. Llevan viviendo en él una media de unos cinco años y tres de ellas proceden de una miniresidencia, también supervisada por el mismo equipo, en donde vivieron por un periodo de unos cuatro años. Tres de ellas están tutorizadas por un familiar y la cuarta tiene una curatela. Todas ellas, en este caso, tienen contacto con familiares cercanos (padres, tíos y hermanos).
Todas están diagnosticadas de un trastorno mental grave desde hace más de 20 años.

La entrada en cualquiera de los dos recursos es voluntaria, aunque estés tutorizado debe de existir una voluntariedad explícita para poder vivir en cualquiera de los dos recursos. Y tiene que ser así porque tanto las miniresidencias como los pisos son recursos abiertos. Ellos y ellas pueden salir y entrar libremente a cualquier hora. En los pisos tienen una supervisión mínima por parte de cuidadores, de unas horas por la mañana y otras por la tarde, y ellas y ellos deben realizar todas las tareas de la casa y mantenerla. En las miniresidencias la supervisión es continua y la colaboración con las tareas del hogar y el mantenimiento dependerá del nivel de autonomía que tengan en cada momento. Las puertas están abiertas en ambos recursos. Estas personas pagan un 75% de la pensión que perciben hasta un máximo de 500€, en este pago se les incluye alojamiento, comida, productos de aseo y menaje del hogar.

Les pedimos permiso para preguntarles sobre la relación entre su género como mujeres y el diagnóstico psiquiátrico. Les explicamos que nos centraríamos sobre todo en conversar sobre este tema en concreto y lo que más nos importaba era la puesta en común.

De las conversaciones mantenidas con estas mujeres queríamos destacar varios aspectos. En un primer momento de la conversación, ante un planteamiento abierto de si su género ha influido en su diagnóstico o en su evolución, ellas fueron rotundas en que no lo percibían de esta manera. Sin embargo, al profundizar a través de preguntas y reflexiones sobre aspectos más concretos de su historia fueron revelando unas posibles diferencias: explican que a las mujeres se las amarraba (tanto a la cama estando ingresadas como a una camilla para traslados en ambulancia, por ejemplo) en mayor medida y sin embargo “a los hombres únicamente cuando tenían procesos más graves” lo que les conectaba con sus valores de justicia e igualdad. Ellas consideraban que no fueron merecedoras del mismo respeto que los hombres: “a los hombres no se los amarraba por tener un brote psicótico porque tenían hecho el cuartel”, las mujeres dieron gran importancia a este hecho como si el haber realizado el servicio militar les dotara a los hombres de un privilegio incuestionado. También hablaron sobre que el hombre es capaz de hablar por sí mismo y defender sus derechos, mientras que ellas precisan de un portavoz que hable por ellas: “a mí me amarraron porque no quería subir a la ambulancia, con un hombre hubieran hablado, a los hombres se les tiene más en cuenta”.
Otro aspecto a destacar en las vidas de estas mujeres es respecto a la tutela, la mayoría están tuteladas por hermanos y en las que no lo están, las familias llevan un férreo control de su dinero (no ha pasado tanto tiempo desde que las mujeres y los menores necesitaban permiso de un hombre para muchos aspectos de sus vidas). Otra de las conversaciones giró respecto a cómo son nombradas y contaron que “a la mujer se le dice loca, al hombre no; tú estás loca como algo muy normal, al hombre no”. Y por último lo que nos pareció más demoledor y podría resumir la esencia de la conversación y de la vivencia de estas mujeres es el siguiente párrafo: “Mi experiencia me dice que lo dicho por nosotras no se cree, no se cree en nuestra palabra. A un hombre no lo ponen en duda. ¿Por qué no me creyeron cuando les conté que pasé cuatro días en la calle? ¿una mujer no puede estar en la calle?”.  Estas afirmaciones nos trajeron a la memoria el concepto de Microfísica sexista del poder de Nerea Barjola (2): que revela que el relato sobre el peligro sexual  (y muchos otros peligros) nos atraviesa como un mecanismo eficaz, escurridizo, difícil de visualizar y que impone complejos mecanismos disciplinarios sobre las mujeres, entre ellos su consideración como necesitadas de protección continua. Estos relatos están diseminados mediante discursos sociales, mediáticos y políticos que formarían parte del conjunto de ceremonias performativas que Butler (3) describe.

¿”Realidades” posibles?
Como hemos desarrollado en algún trabajo anterior (4), nuestra cultura es machista, y lo es porque aunque presuma de serlo en escasa medida, con eso lo que consigue es ocultar gran parte de ese machismo bajo la alfombra, donde sigue actuando. Nuestra cultura es machista porque las mujeres trabajan más en casa y como cuidadoras, cobran menos, con contratos más precarios, son constantemente objeto de “piropos” que no son otra cosa que ofensas y acosos verbales, vuelven a casa por la noche asustadas ante un posible ataque, de formas que los hombres no han vivido jamás… y son solo unos ejemplos. Por esto, el tipo de reflexiones surgidas de estas practicas es muy desafiante para los profesionales de la salud en general y para el ámbito de la salud mental en particular. De esta manera se revela que nuestras categorías diagnósticas no se encuentran en un marco independiente de la cultura, como pensaríamos en principio, al otorgarle rango científico a las mismas. Más bien parece que están bien insertadas dentro de ella. La difícil relación entre la ciencia y la cultura ha sido estudiada largamente poniendo en cuestión la supuesta objetividad de la misma, especialmente en lo que se refiere a la ciencia que estudia nuestra propia especie pero también a la hora de estudiar a otras. No nos referimos a los estudios llevados a cabo con una utilización mas o menos laxa del método científico para forzar resultados en función de necesidades crematísticas del centro de investigación, de quien lo financia, del propio equipo o de alguna de la personas que lo forman, algo que calificaríamos de fraude. Nos referimos a estudios sobre ciencia bien hecha, sin fraude, experimentos bien realizados pero elegidos (culturalmente), para responder preguntas de investigación (definidas culturalmente) y cuyos resultados son también discutidos sobre la mesa de la cultura. Anne Fausto Sterling (5) discute a lo largo y ancho de su obra cómo las ideas previas que tenemos sobre las cosas modifican las conclusiones aunque los datos muestren otras cosas. Una de las anécdotas tiene que ver con el talentoso científico italiano Abbé Lázaro Spallanzani (1729-1799) el cual realizó experimentos para estudiar el fenómeno de la fecundación y la importancia de los espermatozoides en el proceso. Los experimentos fueron diseñados de manera adecuada pero los resultados fueron interpretados a la luz de las ideas previas del eminente científico desechando datos que a la postre eran imprescindibles para entender lo que pasaba. Esta selección de datos sesgada también fue estudiada en científicos más actuales: Latour y Wolgar (6) se metieron en un laboratorio durante la década de los 70 y encontraron que gran parte de la labor de los científicos consiste en saber qué datos son los que se debe conservar y cuáles son los que se debe desechar. Llegan a decir que para una persona no entrenada, el proceso se parece más a la eliminación de cualquier cosa que pueda contradecir las ideas previas científicas que a una búsqueda neutral e inocente de la verdad. En este sentido, no ven los objetos de estudio científico como entidades independientes de los instrumentos de medición o de las mentes que los interpretan y, por tanto, ven la actividad científica como un conjunto de sistemas de creencias y prácticas culturales transmitidas por tradiciones principalmente orales.
Por supuesto, si trasladamos esto desde la producción de ciencia básica al terreno de la aplicación tecnológica de la misma como ocurre en la medicina, la probabilidad de sesgo se incrementa de forma exponencial.
En concreto dentro de nuestro campo, las mujeres acaban diagnosticadas de histerias, neurosis, trastornos límite de la personalidad, etc., mucho más que los varones, y bajo los efectos de dosis y combinaciones de psicofármacos aún mayores. Y, cuando son maltratadas por el hecho de ser mujeres, porque algún varón se cree en el derecho de decidir con quién hablan, qué ropa llevan, a qué hora vuelven o con quién se acuestan, encima tienen que aguantar la agresión de quien se supone está para ayudarles: el policía que pregunta qué hacía sola a esa hora, el juez que pregunta si se resistió lo bastante, el psiquiatra que determina que lo que ocurre es que ella va buscando inconscientemente parejas que la maltraten. En nuestra cultura, si eres mujer, estás condenada a ser vista como un objeto sexual, a ser explotada más que los varones en el ámbito laboral y muchísimo más en el ámbito doméstico y, encima, si te atacan la culpa es tuya, porque vas provocando, no debes andar sola, algo querrías o es que te gustan los tipos así…
Siguiendo a Dolores Juliano en su obra Tomar la palabra (7), podemos decir que venimos de un orden social en el cual se atribuye conceptualmente la racionalidad a los hombres y a las mujeres se les identifica con el caos. Excluir a las mujeres del sacerdocio implicaba, por ejemplo, impedir el acceso al púlpito, a la posibilidad de hacer oír su voz. Por poner otro ejemplo, en este país hasta 1981 las mujeres debían pedir permiso a su marido para poder trabajar, cobrar su salario, ejercer el comercio, abrir una cuenta corriente en bancos, sacar su pasaporte, el carné de conducir… Además, la mujer soltera se equiparaba al menor y no podía abandonar la casa sin el consentimiento paterno.
Como señala Juliano en su obra, hasta mediados del siglo XX las mujeres que se salían de los estrechos márgenes que se les asignaban y no cumplían satisfactoriamente con sus obligaciones de género eran sancionadas catalogándolas como enfermas y, en consecuencia, se las medicalizaba. No se relacionaba su conducta (en aspectos como la libertad sexual, la falta de dedicación maternal o la realización de gastos sin consultar) con sus derechos como persona, sino que se valoraba como incapacidad individual de vivir en sociedad, pese a que en ese momento (y desde hacía mucho) ya existían reivindicaciones feministas.
Por su parte, Ruiz y Jiménez recogen en un artículo (8) una serie de trabajos que analizan la “feminización de la locura” considerando que la locura se caracterizó con “atributos femeninos” y que esto condiciona la respuesta terapéutica dada por los psiquiatras.  Como afirma Chesler (9), citado en Ruiz y Jiménez, las mujeres tenían más probabilidad de ser etiquetadas como enfermas mentales debido a lo que llamaba “doble estándar” de la enfermedad mental. Esto quiere decir que no se valoran los mismos parámetros para los hombres y las mujeres. Los parámetros considerados válidos para una personalidad sana eran independencia, autonomía y objetividad, pero estos no eran a su vez los parámetros específicos para una mujer, tales como dependencia, sumisión y sentimentalismo. Por tanto, sigue Chesler, las mujeres podían ser consideradas “locas” aceptando o rechazando aspectos del rol femenino.
Martin Zapirain, por su parte, nos muestra en su tesis doctoral titulada Escribiendo la locura, la submemoria y el/los silencio(s); mujeres devenidas vacío como espejo del orden moral y social (10) que las familias encerraban en instituciones psiquiátricas a las transgresoras, con lo que además desvalorizaban su capacidad de expresión, lo que les impedía que explicaran su conducta y cuestionaran el trato de que eran objeto. Esta autora señala que a las personas tipificadas como locas se les niega el reconocimiento al uso de la palabra y a ser escuchadas, pues “la palabra está culturalmente unida a la razón” y además hay unión entre racionalidad y masculinidad hegemónica. Incluso a nosotros nos ha ocurrido en alguna ocasión atribuir de entrada el género masculino a autores tras oír solo su apellido, para solo después de largo tiempo habernos dado cuenta de que se trataba de mujeres. En relación a lo dicho: la palabra siempre es, a priori, del hombre. No poca importancia tiene en esta situación el uso en nuestro idioma del género masculino como referente común para todos los sexos (entendemos también la importancia de no categorizar el sexo como binario, aunque en este mismo escrito caemos también en ello, por convención).
Retomando las reflexiones de Juliano, podríamos decir que la consideración como patológicas de las conductas que se apartan de la normalidad de las normas de género se han usado también para silenciar a hombres. Por ejemplo, podemos recordar cómo estos, una vez movilizados para la guerra, eran enviados a sanatorios cuando se negaban a combatir. O bien se internaba tanto a hombres como a mujeres en instituciones psiquiátricas cuando sus opiniones contradecían y criticaban el orden establecido, como los disidentes soviéticos del régimen estalinista, donde se diagnosticaba esquizofrenia por criticar el sistema comunista. Ejemplos claros de cómo se ha utilizando la psiquiatría como un arma para diagnosticar al disidente, lo cual consigue dos cosas: control a través del internamiento y un segundo aspecto, aún más importante para el poder, que es quitarle el valor a su palabra.
Resulta fascinante en este punto comprobar el valor que tiene la palabra. Esta no se limita a reflejar el mundo en que se produce, sino que crea mundos diferentes, con una lógica propia. También sirve para distorsionar o manipular las imágenes que percibimos del mundo “real”. Cómo vemos a los demás y cómo nos vemos a nosotros mismos dependen en gran medida de los discursos a los que otorgamos credibilidad.
Continuando con la tesis de Martin Zapirain, ésta explicita que, en contraposición a los discursos, el silencio ha rodeado tradicionalmente a las personas que son consideradas enfermas mentales. Nos cuenta que se trata de un silencio múltiple o polifacético que incluye el que guardan las familias para no ser contaminadas por el estigma, el propio de las instituciones que “protegen la privacidad” de las internadas y el de las pacientes a las que no se les atribuye la razón y a partir de esa presunción se les niega credibilidad y el derecho a expresarse, pero incluye también el silencio adoptado como refugio, cuando nada de lo que se diga puede cambiar la situación.
Como leemos en un trabajo de Mantilla (11), diferentes estudios han analizado, cruzando género y salud mental, el proceso que llevó a finales del siglo XIX a que se considerara a los trastornos mentales bajo una representación femenina, a la vez que demuestra cómo la locura se caracterizó con atributos femeninos. Mantilla cita también el trabajo previo de Chesler sobre parámetros de salud mental en hombres y mujeres y, en esa línea, observa que la asociación entre naturaleza, subjetividad, emociones y condición femenina, opuesta a la ligazón entre cultura, objetividad, razón y masculinidad, ha sido largamente señalada por los estudios sociales de la ciencia y la epistemología feministas.
Entendemos que el análisis y estereotipos de género presentes en los discursos de los profesionales son relevantes para entender el proceso de construcción de valores y de actitudes respecto a los comportamientos esperados para mujeres y para hombres en relación con las evaluaciones psiquiátricas y psicológicas.
El trabajo de Mantilla respecto al trastorno límite de personalidad relata que profesionales entrevistados reproducen los valores tradicionales, históricamente atribuidos a los comportamientos de género, y esto es debido a tres mecanismos: en primer lugar, los estereotipos sobre apariencia y comportamiento femenino colaboran a establecer este diagnóstico en mujeres; en segundo, la creencia en una vulnerabilidad biológica que refuerza la perspectiva de la “desregulación emocional” como característica intrínseca de la naturaleza femenina; y como tercer mecanismo, cuando coloca a las mujeres como responsables de la salud mental de sus hijas y establece que el trabajo de crianza es parte central de su desempeño femenino y, como consecuencia, las madres son responsables del trastorno límite en sus hijas mujeres.
Actualmente, como postula Mantilla, el trastorno límite de personalidad es el diagnóstico más común dentro de los trastornos de personalidad. Según el DSM-IV, la característica esencial del trastorno límite de la personalidad es “un patrón general de inestabilidad en las relaciones interpersonales, la autoimagen y la afectividad, y una notable impulsividad que comienza al principio de la edad adulta y se da en diversos contextos”.
Barbara Brickman (12), citada por Mantilla, señala cómo los estereotipos de género influyen en la construcción patológica de la femineidad tanto en los discursos psiquiátricos como en los psicoanalíticos. Brickman muestra que las mujeres que no cumplen con las expectativas socialmente esperadas son proclives a recibir diagnósticos de trastorno de personalidad. Nos parece que este diagnóstico de trastorno límite podría estar ocupando el espacio anteriormente reservado a la histeria femenina.
Siguiendo de nuevo a Mantilla vemos que, de esta manera, el cuerpo, la identidad, la labilidad y las cuestiones emocionales forman parte de la construcción del discurso de la vulnerabilidad biológica atribuida a la mujer. La lectura biosocial de las emociones apela a una mirada sobre “la naturaleza femenina” que coincide con las explicaciones que se utilizan también para justificar otras patologías como el síndrome premenstrual o el síndrome posparto.

¿Desafíos posibles?
Como brillantemente nos explica Juliano (7), si los discursos no tuvieran ninguna eficacia social, no existiría tanta competencia social por “tener razón”, tanta polémica sobre la “verdadera fe” y tanto bombardeo informativo sobre las bondades del libre comercio. Los discursos tienen importancia porque legitiman las conductas y marcan los límites de lo que es aceptable en cada momento.
Recogiendo ahora el trabajo de Polo sobre mandatos de género y narrativas terapéuticas (13), podemos partir de la idea de que vivimos en una sociedad patriarcal, en donde aunque dicha sociedad pueda presumir de ser igualitaria, es indudable que se producen desigualdades a muchos niveles, fundamentalmente en lo subjetivo. Como cita Polo, Almudena Hernando en su libro “La fantasía de la individualidad” (14) señala que la desigualdad de género tiene que ver con la diferente forma con que históricamente se ha construido la identidad en hombres y mujeres (“individualizadas” versus “relacionales”). En las sociedades orales, las identidades de hombres y mujeres eran relacionales; poco a poco, en función de la necesidad de desplazamiento, riesgo y enfrentamiento al control de la naturaleza, los hombres fueron adquiriendo rasgos progresivos de individualidad. Sin embargo, el ser humano no puede desconectarse de su propio grupo. Así, a medida que se fueron definiendo rasgos de individualidad, los hombres que asumieron posiciones de poder no fueron conscientes de su necesidad de vinculación y depositaron su necesidad de vincularse en las mujeres: ellas mantenían la identidad relacional y garantizaban el vínculo, fueron compensando la pérdida de conexión emocional. Quizás ahí -sigue Hernando- comienza la desigualdad. A medida que se va valorando la racionalidad como elemento de poder, se va devaluando lo emocional. La negación de la necesidad de los vínculos emocionales mantenidos por las mujeres crea en los hombres el temor de que ellas se individualicen y, por tanto, abandonen la tarea que les ha sido asignada.
Como cita también Polo, Ana Jonasdottir (13) afirma que este patriarcado se sostiene por lo que ella llama “capital del amor”, en donde el amor es expropiado y genera plusvalía que el estado capitaliza a través del sostenimiento de los cuidados y las relaciones.
Quizás, opinamos nosotras, nuestro trabajo debiera estar comprometido con el mundo en el que vive y ser responsable de no contribuir a legitimar las desigualdades.

¿Posibles caminos?
La producción de la epistemología feminista ha señalado que el saber científico, como consecuencia de su carácter androcéntrico, sustenta las categorías de género. Diferentes investigaciones, comentadas por Mantilla, han analizado también el lugar de las mujeres en tanto objeto de la práctica científica, señalando el carácter sexista que presenta la ciencia en diferentes campos. Esta autora cita también algunos estudios sociológicos basados en un enfoque feminista, los cuales señalan la naturaleza construida y genérica del discurso médico, así como explican que las teorías y descripciones de la conducta que pretenden ser neutrales en cuanto a objetividad científica, presentan un sesgo en cuanto a que el funcionamiento masculino tiende a evaluarse como normal o maduro y el patrón femenino como inmaduro. Por supuesto que afirmar esto implica que existiría una esencia masculina diferenciada de la femenina y que esta última estaría subordinada a la primera. Desde esta posición se entiende el discurso del poder y del patriarcado como construido socialmente pero no se discute la existencia misma de la diferencia entre los dos géneros (si es que son dos) (15). Esto cala hondo en las distintas posturas feministas respecto de la diferencia de género, ya sea, como hemos dicho, la corriente que defiende el carácter esencialmente diferente entre el hombre y la mujer (resaltando las virtudes de la mujer históricamente negadas), o la visión que afirma la inexistencia de diferencias esenciales entre algo que se conoce como hombre y algo que se conoce como mujer.
Y es que frente a esta visión feminista más tradicional han comenzado a aparecer una serie de autoras que parten del análisis de aquellas cosas que no encajan con el discurso binario, por ejemplo la transexualidad o los estados intersexuales (16). Desde Teresa de Lauretis y Monique Wittig a Judith Butler la crítica se desplaza desde el análisis de la supremacía de un género sobre otro, por supuesto que sin negar este hecho, hacia la deconstrucción del género en sí, en la idea de que el género es una matriz que obliga y limita a todas las personas, lo que de Lauretis (17) denominaría tecnologías del género, y por tanto la tarea es desvelar cómo se generan y aplican estas tecnologías y qué espacios habría para su subversión. Utilizando las típicas estrategias del análisis postmoderno: suspensión de lo obvio, interés por los márgenes o relectura de algunos hechos históricos, se produce un conjunto de ideas muy amplio del que podríamos entresacar algunas a modo de resumen:

  • El género es un conjunto de tecnologías que actúan sobre todas las personas marcando las conductas que deben realizar o no.

  • Estas tecnologías se construyen socialmente.

  • Esta construcción social se produce performativamente, esto es, mediante un conjunto de prácticas y ceremonias tanto conductuales como discursivas.

  • El sexo no preexiste a la conformación cultural del género sino que es un producto cultural de igual modo que lo es el género.

  • El cuerpo es un sistema que simultáneamente produce y es producido por significados sociales, es el resultado de acciones combinadas y simultáneas de la naturaleza y lo social.



La aplicación de una perspectiva de género y teoría feminista a nuestra práctica hace que nos debamos cuestionar desde qué marco conceptual se sustenta. Incorporar modelos igualitarios supone incorporar posiciones subjetivas activas. Siguiendo a Lola López Mondéjar -citada por Polo (13)- “no se trata solo de cambiar nuestra conducta racional aplicando voluntad y cognición sino de vigilar una disposición inconsciente automática, irracional y sutil que persiste en actitudes en las que quizás no nos reconozcamos, porque pueden ser contrarias a nuestra representación consciente”; “la autovigilancia tiene que ser estricta, ya que el patriarcado cuenta con un terrible cómplice interior. Un cómplice que nos llena de contradicciones y con el que es difícil negociar... un cómplice que ríe los chistes machistas o que educa de forma distinta en tareas domésticas a hijos e hijas…”



Bibliografía
1.- Gergen, K.J. y Gergen M. (2011). Reflexiones sobre la construcción social. Barcelona: Paidós.
2.- Barjola, N. (2018). Microfísica sexista del poder. Barcelona: Virus Editorial.
3.- Butler, J. (1993). Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. Buenos Aires: Ediciones Paidós.
4.- Vispe, A. y G.-Valdecasas, J. (2018). Postpsiquiatría. Madrid: Grupo 5.
5.- Fausto-Sterling, A. (1987). “Society writes biology, biology constructs gender”. Daedalus 116, 61-76.
6.- Latour, B. y Wolgar, S. (1995). La vida en el laboratorio. La construcción de los hechos científicos. Madrid: Alianza.
7.- Juliano, D. (2017). Tomar la palabra. Barcelona: Edicions Bellaterra.
8.- Ruiz Somavilla, M.J. y Jiménez Lucena, I. (2003). “Género, mujeres y psiquiatría: una aproximación crítica”. Frenia, vol. 3, nº 1.
9.- Chesler, P. (1972). Women and Madness. New York: Avon Books.
10.- Martín Zapirain, I. (2015). Escribiendo la locura, la submemoria y el/los silencio(s); mujeres devenidas vacío como espejo del orden moral y social. Tesis Doctoral. Universidad del País Vasco.
11.- Mantilla, M.J. (2015). “Imágenes de género en la construcción de diagnósticos psiquiátricos: el caso del trastorno límite de la personalidad en la perspectiva de los/as psiquiatras y psicólogos/as de la Ciudad de Buenos Aires”. Mora (B.Aires), vol. 21, nº 2.
12.- Brickman, B. (2004). “Delicate cutters: gendered self-mutilation and attractive flesh in medical discourse.  Body & Society, vol. 10, nº 4, pp. 87-111.
13.- Polo, C. (2018). “Deconstruyendo mandatos de género en narrativas terapéuticas”. Disponible en blog Asociación Madrileña de Salud Mental (www.amsm.es).
14.- Hernando, A. (2012). La fantasía de la individualidad. Madrid: Kats.
15.- Saldivia, L. (2012). “Reexaminando la construcción binaria de la sexualidad”. Disponible en la Revista Pensamiento Penal: http://www.pensamientopenal.com.ar/doctrina/34131-reexaminando-construccion-binaria-sexualidad
16.- Hernández, M., Rodríguez, G. y G.-Valdecasas, J. (2010). “Género y sexualidad: consideraciones contemporáneas a partir de una reflexión en torno a la transexualidad y los estados intersexuales”. Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq. vol. XXX, nº 105, pp. 75-91.
17.- De Lauretis, T. (2000). Diferencias: etapas de un camino a través del feminismo. Madrid: Horas y Horas.



sábado, 2 de febrero de 2019

"Hacia una psicofarmacoterapia razonada" (Mármol, Inchauspe y Valverde, Dossier Psicofarmacoterapia, Revista AEN 133)


Hace unos meses se publicó en la Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría nº 133 un Dossier sobre Psicofarmacoterapia que teníamos ganas de reseñar aquí. Sus editores fueron Ana Mármol, José A. Inchauspe y Miguel A. Valverde, los dos últimos autores muy conocidos nuestros por distintos trabajos y traducciones que hemos incluido con frecuencia en nuestro blog (aquí, aquí, aquí o, por ejemplo, aquí). Los autores de los distintos artículos del dossier son también mujeres y hombres de primera línea en el campo de la psicofarmacología y la psicofarmacoterapia, gente como Joanna Moncrieff, David Healy, Emilio Pol Yanguas o los mismos Mármol, Inchauspe y Valverde, entre otros, son garantía de trabajo intelectual, independencia e integridad. 

A continuación, enlazaremos los distintos artículos con sus resúmenes correspondientes. Creemos que son de lectura imprescindible para los médicos prescriptores, pero no solo para ellos. Cualquier profesional, paciente, usuario o familiar debería interesarse por conocer tanto beneficios como riesgos de los psicofármacos, para poder ejercer con criterio su autonomía a la hora de decidir tomar determinada medicación o no tomarla, como consagra la ley de autonomía del paciente. Recordamos también que si se está tomando alguna medicación psiquiátrica y se decide interrumpirla, sería necesario hacerlo de forma paulatina e idealmente supervisada por un o una médica.

Tras estos resúmenes y enlaces, incluiremos el artículo introductorio de Mármol, Inchauspe y Valverde que creemos contextualiza y resume perfectamente el dossier. Absolutamente recomendable.





Joanna Moncrieff

Aunque habitualmente se piensa que la actividad beneficiosa de los psicofármacos tiene que ver con la capacidad de estos para contrarrestar las condiciones biológicas que subyacen a los síntomas de los trastornos mentales, las pruebas que apoyan esta perspectiva son pequeñas y claramente insuficientes. Pudiera ser que los efectos beneficiosos se deban a las propiedades psicoactivas de los psicofármacos, al provocar estados mentales alterados en las personas que los toman, quienes pueden considerar esos estados más deseables que el sufrimiento mental original. Tener en cuenta este enfoque alternativo del tratamiento farmacológico en psiquiatría puede tener consecuencias significativas a la hora de proponer su uso, informar de sus efectos, prescribirlos a corto y largo plazo, y orientar la investigación necesaria para determinar los riesgos y beneficios de su uso.




David Healy, Joanna le Noury, Jon Jureidini

Se dice que los servicios de salud mental infantil son el mayor fracaso de la sanidad británica; en particular, en lo que respecta al tratamiento de la depresión y las conductas suicidas en niños y adolescentes. El uso de los antidepresivos en niños y adolescentes ilustra la mayor brecha existente en los servicios sanitarios entre práctica médica y evidencias científicas, entre estudios de diseño abierto que reivindican beneficios y un gran número de ensayos clínicos aleatorizados (ECA) que señalan lo contrario, y entre los estudios ECA tal como se publican y publicitan y lo que en realidad demuestran sus datos. Sin embargo, los antidepresivos se usan de forma habitual y, probablemente, son los fármacos más prescritos en la adolescencia. Se examina el contexto del uso de antidepresivos en la infancia, el análisis de las pruebas, los daños y riesgos, el aumento de conductas suicidas y otras cuestiones de práctica clínica asociadas. El lugar para la clínica de los ISRS puede estar asociado a su posible efecto “serénico”, distinto al efecto ansiolítico de las benzodiacepinas y antipsicóticos. Considerar este “principio terapéutico” como resultado primario permitiría una mejor comprensión de los datos de los ensayos clínicos y una práctica clínica más equilibrada en su balance riesgo/beneficio. Su aplicación obligaría a un trabajo colaborativo con los pacientes y a un importante grado de autonomía respecto a lo que recogen las guías clínicas. Se analizan los problemas generales de los servicios sanitarios, su sostenibilidad, la promoción de la salud y el uso de medicamentos, ilustrado por el diagnóstico y tratamiento de la depresión infanto-juvenil y otras afecciones, como la osteoporosis, el asma o la hipertensión arterial. Finalmente, se aboga por una campaña de acceso libre a los datos de los ensayos clínicos.




Ana Mármol Fábrega, José Antonio Inchauspe Aróstegui, Miguel Ángel Valverde Eizaguirre, Edmund Pigott

Los estudios controlados y aleatorizados (ECA) muestran que los antidepresivos (AD) en el trastorno depresivo mayor (TDM) son apenas superiores al placebo. Sin embargo, en la práctica, los AD son el principal recurso clínico, utilizándose estrategias de cambio y potenciación, optimización de dosis y combinación de AD, en el caso, muy frecuente, de fracaso de un primer intento de tratamiento. Para validar estas prácticas se implementó el estudio Sequenced Treatment Alternatives to Relieve Depression (STAR*D), el mayor y de más impacto sobre el uso de AD en el mundo real, objeto de este artículo. Los resultados publicados del STAR*D apoyaron el modelo imperante. Justificaban un uso de AD agresivo en dosis y duración, estrategias de cambio y potenciación en fases hasta la remisión completa, un tratamiento basado en mediciones aplicable en atención primaria y el mantenimiento a largo plazo de las dosis efectivas en la fase aguda. Los artículos y datos publicados del STAR*D mostraban importantes sesgos e incoherencias. E. Pigott obtuvo el protocolo y los datos del estudio confirmando los sesgos. Los resultados reales son similares al tratamiento ordinario. La cifra total de remisiones mantenidas publicada a los 12 meses de seguimiento fue del 67%, pero los datos reales indican el 2,7%. Las principales guías clínicas siguen recomendando el modelo de tratamiento con AD en fases. Alguna propone adaptarlo según la severidad del TDM, prefiriendo las terapias psicológicas en las menos severas y tratables en atención primaria. Todas mantienen el STAR*D como la base principal para el uso de los AD en el mundo real.




José Antonio Ichauspe Aróstegui, Miguel Ángel Valverde Eizaguirre

Muchos investigadores y profesionales creen que la clozapina es el tratamiento más eficaz para los pacientes con esquizofrenia. La clozapina se propone como el tratamiento de elección para la esquizofrenia resistente al tratamiento (TRS) en muchas guías clínicas. Sin embargo, los estudios cada vez apoyan menos esta percepción y cuestionan que haya una verdadera diferencia entre distintos antipsicóticos en cuanto a mejoría funcional y recuperación. En este artículo se muestran y discuten las pruebas a favor de la clozapina y se analiza el estudio de Kane et al. (1988), el ensayo en el que la clozapina obtiene sus mejores resultados. Se concluye que, según la investigación actual, no hay pruebas para defender una superioridad relevante de la clozapina sobre otros antipsicóticos. El estudio de Kane muestra una diferencia a su favor pequeña y poco relevante, teniendo además un diseño sesgado que induce los resultados obtenidos. No obstante, nada de esto parece hacer cambiar la opinión y la práctica de investigadores y clínicos. Se reflexiona acerca del porqué de este estado de cosas y se proponen cambios significativos en la clínica e investigación actual en psiquiatría dirigidos al desarrollo de una clínica colaborativa que incorpore las psicoterapias y el apoyo en la comunidad, y se oriente hacia la funcionalidad, la recuperación y la calidad de vida.




Emilio Pol Yanguas

Los síntomas psicóticos son frecuentes en las personas de edad avanzada. Al considerar el uso de antipsicóticos para el manejo de estos síntomas en dicha población, debe distinguirse entre el envejecimiento de personas con trastornos mentales preexistentes y las personas con síntomas psicóticos de nueva aparición. Estos últimos aumentan con la edad; mientras que los síntomas de enfermedades de aparición en edades más tempranas suelen atenuarse con la edad. Aunque los antipsicóticos se emplean en personas de edad avanzada, no existen pruebas de su eficacia; por el contrario, se sabe que pueden ser la causa de múltiples problemas, como una mayor sensibilidad a efectos adversos y un mayor riesgo de interacciones farmacológicas. Ante esta situación, considerando los datos de eficacia y seguridad, se impone el empleo de medidas no farmacológicas de tipo psicosocial en el tratamiento de los problemas psicóticos y conductuales de los ancianos. En caso de eficacia insuficiente de estas, puede estar justificado un uso prudente de fármacos antipsicóticos, limitado en dosis y duración, y controlando la relación beneficio/efectos adversos generados. La vigilancia cuidadosa de los efectos adversos, incluyendo los subjetivos, debe constituir una parte integral del plan terapéutico. La reevaluación periódica de la necesidad de su empleo debe hacerse siempre, con pautas de retirada lenta.




Joanna Moncrieff

El trastorno maníaco depresivo tal como se entendió en el pasado es una condición muy infrecuente. Sin embargo, la evolución del concepto ha dado lugar al constructo bipolar, que incluye diversas condiciones, de límites difusos, que se pueden encontrar frecuentemente, por lo que los trastornos del llamado “espectro bipolar” tienen actualmente una alta incidencia en la clínica de adultos. Los fármacos a los que se atribuyen propiedades para disminuir las alteraciones afectivas del trastorno bipolar se han denominado “estabilizadores” o “reguladores del estado de ánimo”, aunque no hay pruebas de estas supuestas propiedades “estabilizadoras” de las fluctuaciones afectivas. El objeto central de este artículo es revisar las bases científicas de los tratamientos farmacológicos de las condiciones bipolares. Solo el trastorno bipolar tipo I cuenta con un cuerpo de estudios sobre la intervención farmacológica, tanto en situaciones agudas como en las de mantenimiento, para reducir el riesgo de recaídas. No hay pruebas robustas respecto a la superioridad del litio sobre el resto de fármacos sedantes. Tampoco respecto a su especificidad para tratar las manifestaciones del trastorno bipolar tipo I. En las demás condiciones del espectro bipolar, los estudios son más escasos. En este artículo se consideran también las evidencias en las que se basa la creencia actual de que el litio podría tener propiedades antisuicidas, que resultan ser muy endebles. Ante un diagnóstico de trastorno bipolar, se anima al clínico a informar sobre las pruebas reales de la ayuda que pueden prestar los fármacos y de los riesgos que supone su uso, para que la persona diagnosticada pueda tomar decisiones sobre la estrategia a usar ante la posibilidad de nuevas crisis, manteniendo o no un tratamiento farmacológico a largo plazo o implementando otras estrategias.




Luis Carlos Saiz Fernández

Objetivo: Analizar en profundidad la evolución del diagnóstico y las alternativas actuales de tratamiento del TDAH, prestando atención a los argumentos del modelo neurobiológico, los datos estadísticos, distintos aspectos de eficacia y seguridad, las tendencias en población adulta y las alternativas de abordaje no farmacológico. Métodos: Búsqueda bibliográfica actualizada a diciembre de 2017 sobre TDAH y términos asociados en Medline y Cochrane Library, ampliada a guías clínicas (NICE, Guía Española), bases de datos de agencias reguladoras (AEMPS, EMA, FDA) y otras fuentes de información complementaria (boletines de fármacos, medios de comunicación, webs). Se solicitaron datos de prescripción al Departamento de Salud del Servicio Navarro de Salud-Osasunbidea (SNS-O) y de consumo farmacéutico nacional a la Dirección General de Cartera Básica de Servicios del Sistema Nacional de Salud. Resultados y conclusiones: El TDAH se presenta como un fenómeno con prevalencia variable y consumo de fármacos creciente. La evolución de su constructo ha experimentado cambios sustanciales, permaneciendo desconocida su etiología. Los argumentos a favor de una hipótesis biológica son poco consistentes y, a falta de marcadores biológicos fiables, las escalas de síntomas no se correlacionan bien con la funcionalidad de los individuos. La terapia no farmacológica merece ser mejor investigada, destacando la terapia conductual por su potencial utilidad. Los medicamentos podrían aportar cierta eficacia en síntomas a corto plazo, sin garantía de mejora en variables relevantes a largo plazo. Crecen los tratamientos en población adulta y se reemplaza progresivamente el metilfenidato por la lisdexanfetamina. Destacan los efectos adversos cardiovasculares, psiquiátricos y endocrinos. De acuerdo con la medicina basada en la prudencia, deberían considerarse un recurso de uso breve y excepcional.




Hacia una psicofarmacoterapia razonada 


Ana Mármol Fábrega, José A. Inchauspe Aróstegui, Miguel A. Valverde Eizaguirre


La asistencia actual en Salud Mental se presta mediante un modelo biomédico que acota el sufrimiento emocional y psíquico en un sistema categorial discreto, mediante diagnósticos psiquiátricos (manuales DSM y CIE) y una indicación terapéutica que se presenta como específica para cada uno de ellos, que en gran medida consiste en un tratamiento farmacológico, con el objetivo de reducir los signos nucleares del trastorno. 

Las raíces del modelo se sustentan en la publicación del DSM-III en 1980. Este transformó descripciones basadas en una nosografía simplificada en criterios diagnósticos de trastornos psiquiátricos, cada cual con su correspondiente orientación terapéutica, como un remedo de los diagnósticos de las especialidades médicas (1), aunque a diferencia de estas sin evidencias biológicas o prueba complementaria alguna que los fundamentara. Los psicofármacos se han integrado en este modelo mediante una dinámica que se ejemplifica en la irrupción de los antidepresivos ISRS en el tratamiento del nuevo constructo DSM-III de la Depresión Mayor, tras el descubrimiento de estos fármacos (2,3). 

La interacción recíproca entre el desarrollo de constructos diagnósticos y las indicaciones clínicas de los psicofármacos ha sido desde entonces una constante en el devenir de una Psiquiatría Basada en la Evidencia reducida progresivamente a una Psiquiatría Biológica, configurando un auténtico fenómeno sociocultural, industrial y económico, un conglomerado de intereses que se ha dado en llamar Mental Health Medical Industrial Complex (MHMIC) (4). 

Es posible rastrear la actividad del MHMIC en fenómenos tan distintos como, por ejemplo, el diseño e implementación de una campaña de éxito dirigida a transformar la cultura de todo un país –Japón- completamente ajena al constructo de depresión del DSM y crear de ese modo un mercado que permitiera la introducción de los ISRS (5), o en la irrupción de nuevos constructos, y nuevos mercados para los antipsicóticos atípicos, como el Trastorno Bipolar en la infancia sin hallazgo científico alguno que sirviera de base, partiendo simplemente de “una reconceptualización de lo que veíamos en los niños” (6), o en el desarrollo del constructo del TDAH que se expande, a medida que se publican nuevas ediciones del DSM, coincidiendo con hitos de comercialización de nuevos fármacos e indicaciones clínicas, con la última frontera en el TDAH del adulto (7). 

La historia de las sucesivas ediciones del DSM es la de un aumento constante de diagnósticos, de 106 en el DSM-I (1952) a 182 en el DSM-III (1980) y a 216 en el DSM-5 (2013), la mayor parte de ellos asociados a su correspondiente tratamiento, esencialmente farmacológico. Se trata de un fenómeno muy conocido en las especialidades médicas (8) y que ha comportado en salud mental una inflación de diagnósticos, de modo que se estima que un 38% de europeos (165 millones) sufren cada año una “enfermedad mental” (9). Se dice que no es fácil leer el DSM-5 sin autodiagnosticarse de diversos trastornos (10). 

Una vez establecidas las descripciones sintomáticas como auténticos diagnósticos, después se equiparan los trastornos mentales con enfermedades del cerebro (11), junto a una búsqueda incesante de sus bases biológicas y genéticas, mecanismos fisiopatológicos y correlatos de neuroimagen. Este esfuerzo intensificado a partir de los 90, la década del cerebro, y posterior al desarrollo de los constructos diagnósticos y tratamientos psicofarmacológicos, no ha producido hasta la fecha avances significativos, ni en la clínica ni en la comprensión de los trastornos mentales (12). En cambio ha apuntalado su supuesta naturaleza biológica y justificando así un abordaje predominantemente psicofarmacológico. Se publican de forma continua estudios de este tipo que, a pesar de notorios sesgos metodológicos y escasa significación, generan titulares en la prensa e impactan en el imaginario popular (13,14). 

Los mecanismos de acción atribuidos a los psicofármacos sirven para desarrollar una narrativa sobre la fisiopatología del trastorno y el papel corrector de los medicamentos. Presentados al inicio como correctores del déficit o exceso de determinado neurotransmisor, el relato ha pasado rápidamente a hablar de alteraciones y desequilibrios de los sistemas de neurotransmisores, modulados, reequilibrados y revertidos por el fármaco (15) y se aplica por igual a cualquier tipo de medicamento (16). Es una idea promovida y fomentada por la industria, líderes de opinión y divulgadores, que alcanza como un mito a la cultura popular (17-19). 

El hecho de que los psicofármacos produzcan en las personas no diagnosticadas los mismos efectos que en las diagnosticadas, un “efecto fármaco” basado en su impacto sobre el sistema de neurotransmisores (20) no ha servido para cambiar ese relato. Tampoco la constatación de que la nomenclatura psicofarmacológica actual transmite una ficción: medicamentos cuya denominación sugiere una alta especificidad, antidepresivos, antipsicóticos… “como la insulina para la diabetes”, no lo son en absoluto sino que se utilizan en la práctica para una amplia gama de condiciones psiquiátricas (3,16). Los fármacos asignados al Trastorno Bipolar impulsados por la industria bajo el concepto de “estabilizadores” e introducidos en el tratamiento de los Trastornos de Personalidad y otras condiciones psiquiátricas que cursan con impulsividad y turbulencias emocionales, no corresponden a una realidad farmacológica, son mas bien un “débil label” con gran potencialidad de marketing, en palabras del mayor teórico de la psicofarmacología actual (21). 

Que los medicamentos psiquiátricos no son tan eficaces como se publicita y es creído por el público en general, y los prescriptores y gestores sanitarios, es algo reconocido por la ciencia en lo que respecta a su diferencia, el tamaño del efecto, respecto al placebo. Se objeta que algo similar sucede en la medicina en general y que “aunque existen algunos medicamentos con claramente mayor tamaño del efecto que los agentes psicotrópicos, estos no son en general menos efectivos que otros medicamentos” (22). Se argumenta asimismo que aunque la diferencia de su eficacia con el placebo no sea grande, la gravedad de las condiciones psiquiátricas y el sufrimiento que originan, depresiones, psicosis… justifica ampliamente su uso (23). 

La eficacia respecto al placebo y comparada entre sí de los psicofármacos suele establecerse mediante estudios controlados y aleatorizados (ECA) considerados el estándar de oro de la investigación biomédica. Se trata de estudios a corto plazo centrados en síntomas y no en funcionalidad, que usan escalas y otras medidas de resultados escasamente significativas para el paciente. Los meta-análisis, pruebas que se consideran de gran calidad, no valen más que los ensayos que incluyen. 

La escasa duración de los ECA, de entre varias semanas a unos pocos meses, no suele detectar, salvo en el caso de las benzodiazepinas, una característica fundamental de la respuesta del cerebro al psicofármaco: la neuroadaptación. Son consecuencias de la neuroadaptación la tolerancia y pérdida de eficacia del fármaco a medida que pasa el tiempo, y el síndrome de discontinuidad cuando se interrumpe, manifestado a veces como nuevos episodios similares a la sintomatología que se pretendía tratar. Incluso se puede producir daños permanentes y el empeoramiento iatrogénico de la condición psiquiátrica de base. Es el caso, entre otros, de los antipsicóticos con las discinesias tardías y las psicosis por hipersensibilización (24). 

Los psicofármacos se muestran poco eficaces a la hora de obtener la remisión sintomatológica y menos aún la recuperación (25-27). Dado que además todos ellos pueden producir daños graves, la investigación actual no deja claro, incluso tras varias décadas de un uso masivo, el balance riesgo beneficio a largo plazo de los psicofármacos más habituales, sean antipsicóticos, antidepresivos, o estimulantes (28-30). 

Las expectativas depositadas en unos fármacos cuyo descubrimiento, como en el caso de la clorpromazina, se saludó como “uno de los 12 momentos definitivos de la historia de la medicina en el siglo XX” comparable al descubrimiento de la penicilina (31), y en la psicofarmacología presentada como un triunfo de la ciencia, y a la que se le atribuye un smashing success en historias de la psiquiatría de los años 90 (32), han sido seguramente claves en el largo y laborioso proceso de la transformación de la psiquiatría en una especialidad médica y del psiquiatra en un “internista de la mente” (33,34). Los deseos de la profesión construyeron un Zeitgeist en torno a la psicofarmacología que maximizaba las propiedades terapéuticas de los fármacos, minimizaba sus efectos adversos y oscurecía la a menudo estrecha relación existente entre ambos (35). 

Estas grandes esperanzas se han visto defraudadas y asistimos actualmente “desde dentro y fuera de la psiquiatría“ a un creciente escepticismo acerca del éxito de los psicofármacos, por su limitada eficacia, la carga de efectos secundarios y el punto muerto en el que se encuentra el desarrollo de nuevas moléculas, asistiéndose incluso a la retirada de grandes compañías farmacéuticas de la investigación en psiquiatría (36). Quince años más tarde, el escepticismo es manifiesto en las páginas de los otrora entusiastas historiadores de la psiquiatría (37). 

Más aún, surgen críticas incisivas contra el uso de los psicofármacos por parte de metodólogos de prestigio, centradas en la escasa calidad de los estudios ECA, la minimización de efectos adversos y daños a largo plazo, y la influencia omnipresente, interesada y distorsionadora del MHMIC en todo el proceso de su investigación, regulación, marketing y guías de prescripción (38,39), objetadas con vehemencia por otros autores en nombre de los, a su juicio, logros obtenidos por la psiquiatría del “mundo real” (40,41), cuya práctica no se ha modificado hasta la fecha. 

En su conjunto, existe una brecha amplia entre las evidencias científicas y las creencias de prescriptores y gestores de los servicios, y una práctica clínica que sobrevalora la efectividad de los psicofármacos y cultiva creencias y mitos no sustentados en hechos (45). 

En este contexto presentamos este dossier que por su extensión limitada no puede desarrollar todos los temas mencionados aunque sí pretende traer luz a alguno de ellos. 

Se abre con un trabajo breve de la psiquiatra inglesa Joanna Moncrieff que discute los modelos de acción de los psicofármacos presentando un modelo alternativo que alienta a pensar y usar los psicofármacos de una forma diferente a la habitual: el modelo centrado en el fármaco. Este modelo considera a los psicofármacos como sustancias psicoactivas que inducen determinados estados físicos y mentales, similares en personas diagnosticadas y no diagnosticadas, que pueden resultar útiles para contrarrestar la sintomatología y también producir determinados daños. 

Esta es una perspectiva similar a la de otros artículos del dossier, como el realizado entre el psiquiatra David Healy, la psicóloga Joanna Le Noury, ambos ingleses y el psiquiatra infantil australiano Jon Jureidini, que trata sobre el espinoso tema del uso de antidepresivos en menores y adolescentes, el del doctor en farmacia Emilio Pol Yanguas sobre el uso de los antipsicóticos en las personas mayores en diversas condiciones psiquiátricas, el del farmacéutico y doctor en Ciencias de la Salud Luis Carlos Saiz con una actualización del uso de psicoestimulantes y otros fármacos en el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH), y el de la propia Moncrieff que revisa las limitadas pruebas que fundamentan la utilidad de los fármacos usados como profilácticos en los trastornos bipolares. 

En esa línea, Healy et al. argumentan que una comprensión inadecuada de los efectos de los antidepresivos puede llevar no solo a un diseño defectuoso de los ensayos clínicos y a una práctica clínica incorrecta, sino también a un fracaso de las políticas asistenciales en Salud Mental infanto-juvenil en la que una mayor inversión en servicios y fármacos en los países desarrollados no ha traído mejores resultados, más bien al contrario. 

La brecha existente entre creencias y evidencias, y cómo las creencias se imponen a las evidencias, se aborda en el artículo de J.A. Inchauspe, psiquiatra, y M.A Valverde, psicólogo clínico, sobre la clozapina un fármaco promocionado como el patrón oro del tratamiento de la esquizofrenia, el más eficaz de los antipsicóticos. Las revisiones más recientes no encuentran prueba alguna que sustente esta creencia, y el análisis del estudio pivotal de Kane muestra que tiene un diseño artefactado a favor de la clozapina, que lo inhabilita para defender su eficacia. 

La misma brecha se observa en el artículo sobre el estudio STAR D* fruto de la colaboración entre Edmund Pigott, psicólogo estadounidense, y los editores de este dossier. El STAR D*, considerado el ensayo clínico más importante realizado nunca con antidepresivos, fue un ensayo fallido en lo que se refiere a los escasos resultados de las estrategias de aumento de dosis, cambio de fármacos y potenciación para las depresiones resistentes a los antidepresivos. No obstante sigue influyendo en la práctica clínica, configurada a menudo como una secuencia de intentos terapéuticos alternando diversos fármacos en busca de una remisión completa de síntomas, con riesgo de producir cronicidad y aumentar considerablemente los efectos adversos. 

La a menudo discreta significación clínica de los beneficios obtenidos con los fármacos, suele acompañarse del riesgo de sus efectos adversos. Es una preocupación que está presente en todos los artículos del dossier, especialmente cuando se utilizan en las personas más vulnerables y con menor capacidad de decisión, como es el caso de los antipsicóticos en las personas mayores y los estimulantes y otros fármacos en niños y adolescentes. 

Se cierra el dossier con el artículo de sobre el TDAH un ejemplo de la influencia decisiva del MHMIC en todos los aspectos relacionados con este constructo, criterios diagnósticos, campañas de sensibilización, guías clínicas, autorización por parte de las agencias reguladoras, publicidad a los prescriptores… 

La farmacoterapia que puede delinearse partiendo de la perspectiva desarrollada en este dossier, supera el automatismo diagnóstico-indicación clínica, considera tener en cuenta e informar cumplidamente al paciente de los efectos esperables de los psicofármacos, según las evidencias existentes al respecto, de los beneficios y los posibles daños a corto, medio y largo plazo y de las alternativas existentes. Una farmacoterapia que procede según un modelo colaborativo, en la que se toma conjuntamente la decisión de prescribir, cómo, qué, durante cuánto tiempo, o no hacerlo y utilizar abordajes alternativos. Una farmacoterapia en la que, incluso en los trastornos más graves, debe permitir que las personas puedan decidir si toman fármacos o no, si siguen tomándolos o los interrumpen, en nombre de su autonomía y dignidad, pero también por las escasas pruebas existentes sobre su eficacia y seguridad y por el hecho de que existen alternativas. 

Se trata de una farmacoterapia sustancialmente similar a las propuestas realizadas desde el movimiento de usuarios y expertos en primera persona. Indagando en la forma de disminuir la dosis e interrumpir la medicación para las personas interesadas. Este movimiento ha producido textos donde se propone un auténtico consentimiento informado, sopesando los pros y contras de la toma y del abandono de la medicación e informando, con todo detalle y crudeza, de los posibles efectos indeseados de ambas opciones (42,43). 

Un texto como el reciente informe "Comprender la Psicosis y la Esquizofrenia" publicado en 2015, presentado como un modelo de abordaje alternativo y producto de la colaboración entre profesionales no prescriptores, psicólogos, y personas diagnosticadas no cierra puertas a ninguna forma útil de afrontar y adaptarse a estas experiencias, tampoco al uso de medicación, aunque desde presupuestos conceptuales y maneras sustancialmente similares a las que se proponen en este dossier (44). 

Es imprescindible actualizar lo que recoge el corpus científico, repensar el uso de los psicofármacos, conocer su alcance y limitaciones, sus efectos secundarios y sus daños potenciales, y construir guías y consentimientos que permitan al prescriptor y al usuario tomar decisiones conjuntas bien informadas y acordes a las preferencias y sistemas de valores de este último (46). 

Terminaremos declarando que todos los artículos de este dossier son independientes de la industria farmacéutica. Se ha elaborado gracias a la generosidad, en tiempo y esfuerzo, de autores a los que estamos muy agradecidos por su colaboración desinteresada, digna de celebrar en profesionales muy reconocidos. Queremos manifestar nuestra gratitud a Robert Whitaker por su consejo y ayuda para contactar con los autores extranjeros. Agradecemos a la AEN, y de modo especial al director de la revista, Enric Novella, y a Rebeca García Nieto, editora, por su inestimable ayuda. Sin ellos no podría haberse llevado a buen puerto este dossier. Esperamos que el lector lo encuentre útil y estimulante para profundizar en el saber de las prácticas asistenciales en salud mental. 


Bibliografia

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(5) Watters E Crazy Like Us. The Globalization of the American Psyche. New York: Free Press, 2010, Chapter 4 The Mega Marketing of Depression in Japan p. 187-248. 

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(10) Frances A. Convertimos problemas cotidianos en trastornos mentales Entrevista en El País 26/09/2014 [consultado el 10-06-2017]: Disponible en: http://sociedad.elpais.com/sociedad/2014/09/26/actualidad/1411730295_336861.html

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(14) Corrigan MW, Whitaker R. Lancet Psychiatry debe retirar el estudio ENIGMA sobre el TDAH MIA 23-05-2017, MIA para el mundo hispanohablante [consultado 10-06-2017]: Disponible en: http://madinamerica-hispanohablante.org/lancet-psychiatry-debe-retirar-el-estudio-enigma-sobre-el-tdah-michael-w-corrigan-y-robert-whitaker/

(15) Healy D. Serotonin and depression The marketing of a myth [editorial] BMJ 2015; 21;350:h1771. 

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(20) Moncrieff J. Hablando claro. Una introducción a los fármacos psiquiátricos. Barcelona: Herder, 2013. 

(21) Stahl SM. Stahl’s Essential Psychopharmacology Neuroscientific Basis and Practical Application. Fourth Edition. Cambridge: Cambridge University Press, 2013. 

(22) Leucht S, Hierl S, Kissling W, Dold M, Davis JM. Putting the efficacy of psychiatric and general medicine medication into perspective: review of meta-analyses Br J Psychiatry 2012;200(2):97-106. 

(23) Leucht S, Cipriani A, Spineli L, Mavridis D, Orey D, Richter F, et al. Comparative efficacy and tolerability of 15 antipsychotic drugs in schizophrenia: a multiple-treatments meta-analysis. Lancet 2013;14;382(9896):951-62. 

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