Recientemente publicamos en la Revista Norte de Salud Mental con nuestro colaborador y querido amigo Miguel Hernández González un artículo que analiza cómo las narrativas sobre el género influyen en la atribución de diagnósticos psiquiátricos. Evidentemente, un trabajo que parte de una imprescindible óptica feminista, la cual es necesario reivindicar con más fuerza que nunca dada la nueva ola de machismo heteronormativo rancio y viejuno, que nos invade disfrazándose ahora con ropajes de liberalismo y trapitos de colores. Cuando empiecen (ya lo están intentando) a hacer sus listas de disidentes, subversivas y gentes de mal vivir, no se olvidarán de nosotras.
Pero nos negamos a callar por miedo.
En pocos días llega la huelga feminista del 8 de marzo, laboral, de consumo y de cuidados, que invitamos a todas a hacer y a todos a ayudar a que se haga.
El futuro será feminista (y ecologista) o no será.
Y sin más (ni, por supuesto, menos) les dejamos con nuestro artículo.
Autores: Miguel Hernández
González *, Amaia Vispe Astola **, Jose García-Valdecasas Campelo *.
* Psiquiatra. Hospital
Universitario de Canarias. Servicio Canario de Salud.
** Enfermera especialista en
Salud Mental. Hospital Universitario Nuestra Señora de La Candelaria. Servicio
Canario de Salud.
Resumen: Durante el tiempo que
llevamos trabajando en el ámbito de salud mental hemos observado que la
presencia de determinados diagnósticos es más probable en función del sexo de
la persona que consulta. Desde la psicología diferencial se sostiene que esto
es debido a la diferencia propia de los sexos que hace más probable que un
trastorno aparezca más en un sexo que en otro. Desde una posición construccionista
sostenemos que la diferencia está en quien emite el diagnóstico debido al
discurso de género que existe. En este trabajo, a partir de un pequeño
ejercicio con profesionales en formación de la Unidad Docente Multiprofesional
de Salud Mental de Tenerife sobre atribución de género y de una conversación
con un grupo de mujeres diagnosticadas de enfermedad mental grave, haremos una
reflexión sobre el carácter socialmente construido del género.
Palabras clave: género,
diagnóstico psiquiátrico, construccionismo, feminismo.
Introducción
Una de las preocupaciones más
acuciantes de las personas que trabajamos en salud mental desde prácticas
narrativas, colaborativas, dialógicas y en general desde los postulados socioconstruccionistas tiene que ver
con la imposición, mas o menos rígida, que hace el sistema tradicional de salud
mental de un diagnóstico para poder dar una inteligibilidad a una intervención
que se basa, principalmente, en corregir supuestos déficit y limitaciones. La
mayoría de nosotras estamos obligadas a elegir un diagnóstico para las personas
con las que trabajamos. Estos diagnósticos son la puerta para entrar a
determinados recursos, por ejemplo hospitalarios o comunitarios, y también para
acceder a determinadas ayudas económicas. Esto genera dos problemas que
clásicamente han sido observados desde el campo constructivista (1): por un
lado obliga al colectivo profesional a centrar su investigación en todo aquello
que pueda servir para generar una etiqueta adecuada y luego defenderla. Por
otro lado, esto genera un efecto de profecía autocumplida y una sensación de
irrecuperabilidad que consolida a las personas en sus problemas. A esto hay que
añadir que, en el caso especifico de la salud mental, muchos “síntomas” son
indistinguibles per se de las reacciones normales de las personas a
situaciones estresantes de la vida, por ejemplo una pérdida, una agresión o una
enfermedad. Así es difícil saber dónde poner la frontera entre una tristeza
normal y una depresión, entre un niño travieso y un TDAH, etc. Carecer de
adecuados instrumentos de discriminación de estos límites, a lo que se une la
ambigüedad cada vez mayor de los criterios diagnósticos de las clasificaciones
actuales, conlleva que la decisión, por supuesto reservada al lado técnico, sea
principalmente una cuestión de opinión clínica, la cual es una forma
eufemística de definir lo que no es otra cosa que un prejuicio. Por supuesto,
dentro de los prejuicios que conducen las decisiones técnicas los hay de muchas
clases, algunos muy evidentes, otros más sutiles. Estos prejuicios conducen a
sesgos, esto es, a sobrediagnosticar
o infradiagnosticar determinadas patologías en función de quién las
porte. Dentro de estos sesgos el género ocupa un papel central, como en otros
aspectos de la vida. En este trabajo pretendemos abrir una puerta a la
reflexión, sin pretender ser exhaustivos, sobre la importancia del género en el servicio de urgencias de un gran hospital
o en el volante de derivación de un médico de cabecera.
Presentaremos experiencias y
reflexiones a partir de dos pequeñas indagaciones iniciales sobre la influencia
del género en la toma de decisiones clínicas y de cómo las han vivido un
pequeño grupo de afectadas. Daremos un repaso a algunos aspectos de los
teorizados sobre este tema y algunas experiencias investigadoras. Toda esta
revisión bibliográfica y reflexión teórica es fruto de una conversación entre
las autoras a lo largo de un sinfín de encuentros.
Primera práctica
Describiremos brevemente la
práctica que compartimos con las personas asistentes al seminario de terapia
sistémica para residentes del área de salud mental de la Unidad Docente Multiprofesional
de Salud Mental de Tenerife, que aúna al personal residente de salud mental
(MIR, PIR y EIR) de los dos hospitales de referencia de la isla. A cada miembro
del grupo se les reparte, de forma aleatoria, uno de los dos casos clínicos de
una intervención familiar. La única diferencia entre los casos es que los
géneros de la pareja están intercambiados, el resto es exactamente igual. Los
profesionales piensan que son dos casos distintos. Se les pide que lo lean y
contesten a un pequeño cuestionario sobre el caso que incluye: valoración
inicial del problema, descripción global de los miembros de la pareja
aventurando un posible diagnóstico, descripción de la relación. Se les reunió
en dos grupos en función del caso que leyeron y se les pidió que lo comentaran.
Finalmente, se expusieron en el gran grupo las conclusiones. Para muchas
personas llegar a definir un diagnóstico aproximado fue imposible. Sin embargo,
se hicieron comentarios diversos sobre los personajes del caso: tendencias
narcisistas, rigidez, rasgos de dependencia. Cuando se referían a la persona
pensando que era una mujer los calificativos incluían más descriptores de
carácter o personalidad, mientras que cuando se referían a ella pensando que
era un hombre los descriptores que se incluyeron fueron más psicopatológicos y
clínicos. No obstante, la práctica fue concebida para poner de manifiesto que
existe un sesgo que nos hace ver a hombres y mujeres de forma distinta y por
tanto llegar a diagnósticos distintos. Esto es manifiesto desde el momento que
los mismos comportamientos son evaluados de forma diferente cuando los ponemos
en un personaje mujer o en un personaje hombre.
El grupo de residentes que
asistió a la sesión formativa hizo el ejercicio sin conocer el verdadero
objetivo del mismo, al igual que durante las fases de comentarios y puesta en
común. Sólo al final se reveló el motivo del ejercicio y fue en realidad cuando
comenzó la parte formativa que el equipo facilitador deseaba introducir.
Las personas participantes
expresaron sentimientos de asombro y de sorpresa, afirmando que tenían claro
que existen sesgos pero pensaban que no les afectaban. La reflexión de una de
las enfermeras residentes hizo al grupo cuestionar la validez de los
diagnósticos en sí. En efecto, si es nuestra posición previa la que determina
si algo es clínico o caracterial ¿no significaría acaso que los diagnósticos
también se sostienen sobre la base de nuestros prejuicios? Cuando preguntamos
sobre lo que lo experienciado les hizo pensar acerca de su actividad clínica
cotidiana y si esta se podría ver modificada de alguna manera a partir de esta
experiencia, el resultado fue: a algunas personas que les preocupaba mucho el
acertar con la categoría diagnóstica expresaron su perplejidad porque es un
tema que pasó a un segundo plano, para otras lo más destacable es la
responsabilidad que sintieron desde entonces sobre la mirada que hacen sobre
las personas con las que trabajan.
Segunda práctica
Para el desarrollo de
esta práctica, hemos llevado a cabo conversaciones con cuatro mujeres
diagnosticadas de diferentes trastornos mentales en relación a cómo las
cuestiones de género han influido e influyen en la atención recibida y en la
propia vivencia que ellas hacen de su malestar. Tras dichas conversaciones y en
relación con nuestro trabajo cotidiano, tanto con mujeres como con hombres,
hemos ido percibiendo la importancia de la cuestión de género en el abordaje de
los llamados trastornos mentales. Teniendo hace años formación en terapias de
orientación postmoderna queremos resaltar el enfoque feminista como piedra
angular de nuestra visión e intervenciones.
Estas cuatro señoras con las que
conversamos viven en un piso supervisado por el equipo comunitario asertivo.
Llevan viviendo en él una media de unos cinco años y tres de ellas proceden de
una miniresidencia, también supervisada por el mismo equipo, en donde vivieron
por un periodo de unos cuatro años. Tres de ellas están tutorizadas por un
familiar y la cuarta tiene una curatela. Todas ellas, en este caso, tienen
contacto con familiares cercanos (padres, tíos y hermanos).
Todas están diagnosticadas de un
trastorno mental grave desde hace más de 20 años.
La entrada en cualquiera de los
dos recursos es voluntaria, aunque estés tutorizado debe de existir una voluntariedad
explícita para poder vivir en cualquiera de los dos recursos. Y tiene que ser
así porque tanto las miniresidencias como los pisos son recursos abiertos.
Ellos y ellas pueden salir y entrar libremente a cualquier hora. En los pisos
tienen una supervisión mínima por parte de cuidadores, de unas horas por la
mañana y otras por la tarde, y ellas y ellos deben realizar todas las tareas de
la casa y mantenerla. En las miniresidencias la supervisión es continua y la
colaboración con las tareas del hogar y el mantenimiento dependerá del nivel de
autonomía que tengan en cada momento. Las puertas están abiertas en ambos
recursos. Estas personas pagan un 75% de la pensión que perciben hasta un
máximo de 500€, en este pago se les incluye alojamiento, comida, productos de
aseo y menaje del hogar.
Les pedimos permiso para
preguntarles sobre la relación entre su género como mujeres y el diagnóstico
psiquiátrico. Les explicamos que nos centraríamos sobre todo en conversar sobre
este tema en concreto y lo que más nos importaba era la puesta en común.
De las conversaciones
mantenidas con estas mujeres queríamos destacar varios aspectos. En un primer
momento de la conversación, ante un planteamiento abierto de si su género ha
influido en su diagnóstico o en su evolución, ellas fueron rotundas en que no lo
percibían de esta manera. Sin embargo, al profundizar a través de preguntas y
reflexiones sobre aspectos más concretos de su historia fueron revelando unas
posibles diferencias: explican que a las mujeres se las amarraba (tanto a la
cama estando ingresadas como a una camilla para traslados en ambulancia, por
ejemplo) en mayor medida y sin embargo “a los hombres únicamente cuando tenían
procesos más graves” lo que les conectaba con sus valores de justicia e
igualdad. Ellas consideraban que no fueron merecedoras del mismo respeto que
los hombres: “a los hombres no se los amarraba por tener un brote psicótico
porque tenían hecho el cuartel”, las mujeres dieron gran importancia a este
hecho como si el haber realizado el servicio militar les dotara a los hombres
de un privilegio incuestionado. También hablaron sobre que el hombre es capaz
de hablar por sí mismo y defender sus derechos, mientras que ellas precisan de
un portavoz que hable por ellas: “a mí me amarraron porque no quería subir a la
ambulancia, con un hombre hubieran hablado, a los hombres se les tiene más en
cuenta”.
Otro aspecto a
destacar en las vidas de estas mujeres es respecto a la tutela, la mayoría
están tuteladas por hermanos y en las que no lo están, las familias llevan un
férreo control de su dinero (no ha pasado tanto tiempo desde que las mujeres y
los menores necesitaban permiso de un hombre para muchos aspectos de sus
vidas). Otra de las conversaciones giró respecto a cómo son nombradas y
contaron que “a la mujer se le dice loca, al hombre no; tú estás loca como algo
muy normal, al hombre no”. Y por último lo que nos pareció más demoledor y
podría resumir la esencia de la conversación y de la vivencia de estas mujeres
es el siguiente párrafo: “Mi experiencia me dice que lo dicho por nosotras no
se cree, no se cree en nuestra palabra. A un hombre no lo ponen en duda. ¿Por
qué no me creyeron cuando les conté que pasé cuatro días en la calle? ¿una
mujer no puede estar en la calle?”.
Estas afirmaciones nos trajeron a la memoria el concepto de Microfísica
sexista del poder de Nerea Barjola (2): que revela que el relato sobre el peligro
sexual (y muchos otros peligros)
nos atraviesa como un mecanismo eficaz, escurridizo, difícil de visualizar y
que impone complejos mecanismos disciplinarios sobre las mujeres, entre ellos
su consideración como necesitadas de protección continua. Estos relatos están
diseminados mediante discursos sociales, mediáticos y políticos que formarían
parte del conjunto de ceremonias performativas que Butler (3) describe.
¿”Realidades”
posibles?
Como hemos
desarrollado en algún trabajo anterior (4), nuestra cultura es machista, y lo
es porque aunque presuma de serlo en escasa medida, con eso lo que consigue es
ocultar gran parte de ese machismo bajo la alfombra, donde sigue actuando.
Nuestra cultura es machista porque las mujeres trabajan más en casa y como
cuidadoras, cobran menos, con contratos más precarios, son constantemente
objeto de “piropos” que no son otra cosa que ofensas y acosos verbales, vuelven
a casa por la noche asustadas ante un posible ataque, de formas que los hombres
no han vivido jamás… y son solo unos ejemplos. Por esto, el tipo de reflexiones
surgidas de estas practicas es muy desafiante para los profesionales de la
salud en general y para el ámbito de la salud mental en particular. De esta
manera se revela que nuestras categorías diagnósticas no se encuentran en un
marco independiente de la cultura, como pensaríamos en principio, al otorgarle
rango científico a las mismas. Más bien parece que están bien insertadas dentro
de ella. La difícil relación entre la ciencia y la cultura ha sido estudiada
largamente poniendo en cuestión la supuesta objetividad de la misma,
especialmente en lo que se refiere a la ciencia que estudia nuestra propia
especie pero también a la hora de estudiar a otras. No nos referimos a los
estudios llevados a cabo con una utilización mas o menos laxa del método
científico para forzar resultados en función de necesidades crematísticas del
centro de investigación, de quien lo financia, del propio equipo o de alguna de
la personas que lo forman, algo que calificaríamos de fraude. Nos referimos a
estudios sobre ciencia bien hecha, sin fraude, experimentos bien realizados
pero elegidos (culturalmente), para responder preguntas de investigación
(definidas culturalmente) y cuyos resultados son también discutidos sobre la
mesa de la cultura. Anne Fausto Sterling (5) discute a lo largo y ancho de su
obra cómo las ideas previas que tenemos sobre las cosas modifican las
conclusiones aunque los datos muestren otras cosas. Una de las anécdotas tiene
que ver con el talentoso científico italiano Abbé Lázaro Spallanzani
(1729-1799) el cual realizó experimentos para estudiar el fenómeno de la
fecundación y la importancia de los espermatozoides en el proceso. Los
experimentos fueron diseñados de manera adecuada pero los resultados fueron
interpretados a la luz de las ideas previas del eminente científico desechando
datos que a la postre eran imprescindibles para entender lo que pasaba. Esta
selección de datos sesgada también fue estudiada en científicos más actuales:
Latour y Wolgar (6) se metieron en un laboratorio durante la década de los 70 y
encontraron que gran parte de la labor de los científicos consiste en saber qué
datos son los que se debe conservar y cuáles son los que se debe desechar.
Llegan a decir que para una persona no entrenada, el proceso se parece más a la
eliminación de cualquier cosa que pueda contradecir las ideas previas
científicas que a una búsqueda neutral e inocente de la verdad. En este
sentido, no ven los objetos de estudio científico como entidades independientes
de los instrumentos de medición o de las mentes que los interpretan y, por
tanto, ven la actividad científica como un conjunto de sistemas de creencias y
prácticas culturales transmitidas por tradiciones principalmente orales.
Por supuesto, si
trasladamos esto desde la producción de ciencia básica al terreno de la
aplicación tecnológica de la misma como ocurre en la medicina, la probabilidad
de sesgo se incrementa de forma exponencial.
En concreto dentro de
nuestro campo, las mujeres acaban diagnosticadas de histerias, neurosis,
trastornos límite de la personalidad, etc., mucho más que los varones, y
bajo los efectos de dosis y combinaciones de psicofármacos aún mayores. Y,
cuando son maltratadas por el hecho de ser mujeres, porque algún varón se cree
en el derecho de decidir con quién hablan, qué ropa llevan, a qué hora vuelven
o con quién se acuestan, encima tienen que aguantar la agresión de quien se
supone está para ayudarles: el policía que pregunta qué hacía sola a esa
hora, el juez que pregunta si se resistió lo bastante, el psiquiatra
que determina que lo que ocurre es que ella va buscando inconscientemente
parejas que la maltraten. En nuestra cultura, si eres mujer, estás condenada a
ser vista como un objeto sexual, a ser explotada más que los varones en el
ámbito laboral y muchísimo más en el ámbito doméstico y, encima, si te atacan
la culpa es tuya, porque vas provocando, no debes andar sola, algo
querrías o es que te gustan los tipos así…
Siguiendo a Dolores
Juliano en su obra Tomar la palabra (7), podemos decir que venimos de un
orden social en el cual se atribuye conceptualmente la racionalidad a los
hombres y a las mujeres se les identifica con el caos. Excluir a las mujeres
del sacerdocio implicaba, por ejemplo, impedir el acceso al púlpito, a la
posibilidad de hacer oír su voz. Por poner otro ejemplo, en este país hasta
1981 las mujeres debían pedir permiso a su marido para poder trabajar, cobrar
su salario, ejercer el comercio, abrir una cuenta corriente en bancos, sacar su
pasaporte, el carné de conducir… Además, la mujer soltera se equiparaba al
menor y no podía abandonar la casa sin el consentimiento paterno.
Como señala Juliano
en su obra, hasta mediados del siglo XX las mujeres que se salían de los
estrechos márgenes que se les asignaban y no cumplían satisfactoriamente con
sus obligaciones de género eran sancionadas catalogándolas como enfermas y, en
consecuencia, se las medicalizaba. No se relacionaba su conducta (en aspectos
como la libertad sexual, la falta de dedicación maternal o la realización de
gastos sin consultar) con sus derechos como persona, sino que se valoraba como
incapacidad individual de vivir en sociedad, pese a que en ese momento (y desde
hacía mucho) ya existían reivindicaciones feministas.
Por su parte, Ruiz y
Jiménez recogen en un artículo (8) una serie de trabajos que analizan la
“feminización de la locura” considerando que la locura se caracterizó con
“atributos femeninos” y que esto condiciona la respuesta terapéutica dada por
los psiquiatras. Como afirma
Chesler (9), citado en Ruiz y Jiménez, las mujeres tenían más probabilidad de
ser etiquetadas como enfermas mentales debido a lo que llamaba “doble estándar”
de la enfermedad mental. Esto quiere decir que no se valoran los mismos
parámetros para los hombres y las mujeres. Los parámetros considerados válidos
para una personalidad sana eran independencia, autonomía y objetividad, pero
estos no eran a su vez los parámetros específicos para una mujer, tales como
dependencia, sumisión y sentimentalismo. Por tanto, sigue Chesler, las mujeres
podían ser consideradas “locas” aceptando o rechazando aspectos del rol
femenino.
Martin Zapirain, por
su parte, nos muestra en su tesis doctoral titulada Escribiendo la locura,
la submemoria y el/los silencio(s); mujeres devenidas vacío como espejo del
orden moral y social (10) que las familias encerraban en instituciones
psiquiátricas a las transgresoras, con lo que además desvalorizaban su
capacidad de expresión, lo que les impedía que explicaran su conducta y
cuestionaran el trato de que eran objeto. Esta autora señala que a las personas
tipificadas como locas se les niega el reconocimiento al uso de la palabra y a
ser escuchadas, pues “la palabra está culturalmente unida a la razón” y además
hay unión entre racionalidad y masculinidad hegemónica. Incluso a nosotros nos
ha ocurrido en alguna ocasión atribuir de entrada el género masculino a autores
tras oír solo su apellido, para solo después de largo tiempo habernos dado
cuenta de que se trataba de mujeres. En relación a lo dicho: la palabra siempre
es, a priori, del hombre. No poca importancia tiene en esta situación el
uso en nuestro idioma del género masculino como referente común para todos los
sexos (entendemos también la importancia de no categorizar el sexo como
binario, aunque en este mismo escrito caemos también en ello, por convención).
Retomando las
reflexiones de Juliano, podríamos decir que la consideración como patológicas
de las conductas que se apartan de la normalidad de las normas de género se han
usado también para silenciar a hombres. Por ejemplo, podemos recordar cómo
estos, una vez movilizados para la guerra, eran enviados a sanatorios cuando se
negaban a combatir. O bien se internaba tanto a hombres como a mujeres en
instituciones psiquiátricas cuando sus opiniones contradecían y criticaban el
orden establecido, como los disidentes soviéticos del régimen estalinista,
donde se diagnosticaba esquizofrenia por criticar el sistema comunista.
Ejemplos claros de cómo se ha utilizando la psiquiatría como un arma para
diagnosticar al disidente, lo cual consigue dos cosas: control a través del
internamiento y un segundo aspecto, aún más importante para el poder, que es
quitarle el valor a su palabra.
Resulta fascinante en
este punto comprobar el valor que tiene la palabra. Esta no se limita a
reflejar el mundo en que se produce, sino que crea mundos diferentes, con una
lógica propia. También sirve para distorsionar o manipular las imágenes que
percibimos del mundo “real”. Cómo vemos a los demás y cómo nos vemos a nosotros
mismos dependen en gran medida de los discursos a los que otorgamos
credibilidad.
Continuando con la
tesis de Martin Zapirain, ésta explicita que, en contraposición a los
discursos, el silencio ha rodeado tradicionalmente a las personas que son
consideradas enfermas mentales. Nos cuenta que se trata de un silencio múltiple
o polifacético que incluye el que guardan las familias para no ser contaminadas
por el estigma, el propio de las instituciones que “protegen la privacidad” de
las internadas y el de las pacientes a las que no se les atribuye la razón y a
partir de esa presunción se les niega credibilidad y el derecho a expresarse,
pero incluye también el silencio adoptado como refugio, cuando nada de lo que
se diga puede cambiar la situación.
Como leemos en un
trabajo de Mantilla (11), diferentes estudios han analizado, cruzando género y
salud mental, el proceso que llevó a finales del siglo XIX a que se considerara
a los trastornos mentales bajo una representación femenina, a la vez que
demuestra cómo la locura se caracterizó con atributos femeninos. Mantilla cita
también el trabajo previo de Chesler sobre parámetros de salud mental en
hombres y mujeres y, en esa línea, observa que la asociación entre naturaleza,
subjetividad, emociones y condición femenina, opuesta a la ligazón entre
cultura, objetividad, razón y masculinidad, ha sido largamente señalada por los
estudios sociales de la ciencia y la epistemología feministas.
Entendemos que el
análisis y estereotipos de género presentes en los discursos de los
profesionales son relevantes para entender el proceso de construcción de
valores y de actitudes respecto a los comportamientos esperados para mujeres y
para hombres en relación con las evaluaciones psiquiátricas y psicológicas.
El trabajo de
Mantilla respecto al trastorno límite de personalidad relata que profesionales
entrevistados reproducen los valores tradicionales, históricamente atribuidos a
los comportamientos de género, y esto es debido a tres mecanismos: en primer
lugar, los estereotipos sobre apariencia y comportamiento femenino colaboran a
establecer este diagnóstico en mujeres; en segundo, la creencia en una vulnerabilidad
biológica que refuerza la perspectiva de la “desregulación emocional” como
característica intrínseca de la naturaleza femenina; y como tercer mecanismo,
cuando coloca a las mujeres como responsables de la salud mental de sus hijas y
establece que el trabajo de crianza es parte central de su desempeño femenino
y, como consecuencia, las madres son responsables del trastorno límite en sus
hijas mujeres.
Actualmente, como
postula Mantilla, el trastorno límite de personalidad es el diagnóstico más común
dentro de los trastornos de personalidad. Según el DSM-IV, la característica
esencial del trastorno límite de la personalidad es “un patrón general de
inestabilidad en las relaciones interpersonales, la autoimagen y la
afectividad, y una notable impulsividad que comienza al principio de la edad
adulta y se da en diversos contextos”.
Barbara Brickman
(12), citada por Mantilla, señala cómo los estereotipos de género influyen en
la construcción patológica de la femineidad tanto en los discursos psiquiátricos
como en los psicoanalíticos. Brickman muestra que las mujeres que no cumplen
con las expectativas socialmente esperadas son proclives a recibir diagnósticos
de trastorno de personalidad. Nos parece que este diagnóstico de trastorno
límite podría estar ocupando el espacio anteriormente reservado a la histeria
femenina.
Siguiendo de nuevo a
Mantilla vemos que, de esta manera, el cuerpo, la identidad, la labilidad y las
cuestiones emocionales forman parte de la construcción del discurso de la
vulnerabilidad biológica atribuida a la mujer. La lectura biosocial de las
emociones apela a una mirada sobre “la naturaleza femenina” que coincide con
las explicaciones que se utilizan también para justificar otras patologías como
el síndrome premenstrual o el síndrome posparto.
¿Desafíos
posibles?
Como brillantemente
nos explica Juliano (7), si los discursos no tuvieran ninguna eficacia social,
no existiría tanta competencia social por “tener razón”, tanta polémica sobre
la “verdadera fe” y tanto bombardeo informativo sobre las bondades del libre
comercio. Los discursos tienen importancia porque legitiman las conductas y
marcan los límites de lo que es aceptable en cada momento.
Recogiendo ahora el
trabajo de Polo sobre mandatos de género y narrativas terapéuticas (13),
podemos partir de la idea de que vivimos en una sociedad patriarcal, en donde
aunque dicha sociedad pueda presumir de ser igualitaria, es indudable que se
producen desigualdades a muchos niveles, fundamentalmente en lo subjetivo. Como
cita Polo, Almudena Hernando en su libro “La fantasía de la individualidad”
(14) señala que la desigualdad de género tiene que ver con la diferente forma
con que históricamente se ha construido la identidad en hombres y mujeres
(“individualizadas” versus “relacionales”). En las sociedades orales, las
identidades de hombres y mujeres eran relacionales; poco a poco, en función de
la necesidad de desplazamiento, riesgo y enfrentamiento al control de la
naturaleza, los hombres fueron adquiriendo rasgos progresivos de individualidad.
Sin embargo, el ser humano no puede desconectarse de su propio grupo. Así, a
medida que se fueron definiendo rasgos de individualidad, los hombres que
asumieron posiciones de poder no fueron conscientes de su necesidad de
vinculación y depositaron su necesidad de vincularse en las mujeres: ellas
mantenían la identidad relacional y garantizaban el vínculo, fueron compensando
la pérdida de conexión emocional. Quizás ahí -sigue Hernando- comienza la
desigualdad. A medida que se va valorando la racionalidad como elemento de
poder, se va devaluando lo emocional. La negación de la necesidad de los
vínculos emocionales mantenidos por las mujeres crea en los hombres el temor de
que ellas se individualicen y, por tanto, abandonen la tarea que les ha sido
asignada.
Como cita también
Polo, Ana Jonasdottir (13) afirma que este patriarcado se sostiene por lo que
ella llama “capital del amor”, en donde el amor es expropiado y genera
plusvalía que el estado capitaliza a través del sostenimiento de los cuidados y
las relaciones.
Quizás, opinamos
nosotras, nuestro trabajo debiera estar comprometido con el mundo en el que
vive y ser responsable de no contribuir a legitimar las desigualdades.
¿Posibles caminos?
La producción de la
epistemología feminista ha señalado que el saber científico, como consecuencia
de su carácter androcéntrico, sustenta las categorías de género. Diferentes
investigaciones, comentadas por Mantilla, han analizado también el lugar de las
mujeres en tanto objeto de la práctica científica, señalando el carácter
sexista que presenta la ciencia en diferentes campos. Esta autora cita también
algunos estudios sociológicos basados en un enfoque feminista, los cuales
señalan la naturaleza construida y genérica del discurso médico, así como
explican que las teorías y descripciones de la conducta que pretenden ser
neutrales en cuanto a objetividad científica, presentan un sesgo en cuanto a
que el funcionamiento masculino tiende a evaluarse como normal o maduro y el
patrón femenino como inmaduro. Por supuesto que afirmar esto implica que
existiría una esencia masculina diferenciada de la femenina y que esta última
estaría subordinada a la primera. Desde esta posición se entiende el discurso
del poder y del patriarcado como construido socialmente pero no se discute la
existencia misma de la diferencia entre los dos géneros (si es que son dos)
(15). Esto cala hondo en las distintas posturas feministas respecto de la
diferencia de género, ya sea, como hemos dicho, la corriente que defiende el
carácter esencialmente diferente entre el hombre y la mujer (resaltando las
virtudes de la mujer históricamente negadas), o la visión que afirma la
inexistencia de diferencias esenciales entre algo que se conoce como hombre y
algo que se conoce como mujer.
Y es que frente a
esta visión feminista más tradicional han comenzado a aparecer una serie de
autoras que parten del análisis de aquellas cosas que no encajan con el
discurso binario, por ejemplo la transexualidad o los estados intersexuales
(16). Desde Teresa de Lauretis y Monique Wittig a Judith Butler la crítica se
desplaza desde el análisis de la supremacía de un género sobre otro, por
supuesto que sin negar este hecho, hacia la deconstrucción del género en sí, en
la idea de que el género es una matriz que obliga y limita a todas las
personas, lo que de Lauretis (17) denominaría tecnologías del género, y por
tanto la tarea es desvelar cómo se generan y aplican estas tecnologías y qué
espacios habría para su subversión. Utilizando las típicas estrategias del
análisis postmoderno: suspensión de lo obvio, interés por los márgenes o
relectura de algunos hechos históricos, se produce un conjunto de ideas muy
amplio del que podríamos entresacar algunas a modo de resumen:
- El género es un conjunto de tecnologías que actúan sobre todas las personas marcando las conductas que deben realizar o no.
- Estas tecnologías se construyen socialmente.
- Esta construcción social se produce performativamente, esto es, mediante un conjunto de prácticas y ceremonias tanto conductuales como discursivas.
- El sexo no preexiste a la conformación cultural del género sino que es un producto cultural de igual modo que lo es el género.
- El cuerpo es un sistema que simultáneamente produce y es producido por significados sociales, es el resultado de acciones combinadas y simultáneas de la naturaleza y lo social.
La aplicación de una
perspectiva de género y teoría feminista a nuestra práctica hace que nos
debamos cuestionar desde qué marco conceptual se sustenta. Incorporar modelos
igualitarios supone incorporar posiciones subjetivas activas. Siguiendo a Lola
López Mondéjar -citada por Polo (13)- “no se trata solo de cambiar nuestra
conducta racional aplicando voluntad y cognición sino de vigilar una
disposición inconsciente automática, irracional y sutil que persiste en
actitudes en las que quizás no nos reconozcamos, porque pueden ser contrarias a
nuestra representación consciente”; “la autovigilancia tiene que ser estricta,
ya que el patriarcado cuenta con un terrible cómplice interior. Un cómplice que
nos llena de contradicciones y con el que es difícil negociar... un cómplice
que ríe los chistes machistas o que educa de forma distinta en tareas
domésticas a hijos e hijas…”
Bibliografía
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Gergen M. (2011). Reflexiones sobre la construcción social. Barcelona:
Paidós.
2.- Barjola, N.
(2018). Microfísica sexista del poder. Barcelona: Virus Editorial.
3.- Butler, J.
(1993). Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos
del “sexo”. Buenos Aires: Ediciones Paidós.
4.- Vispe, A. y G.-Valdecasas,
J. (2018). Postpsiquiatría. Madrid: Grupo 5.
5.- Fausto-Sterling,
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116, 61-76.
6.- Latour, B. y
Wolgar, S. (1995). La vida en el laboratorio. La construcción de los hechos
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7.- Juliano, D.
(2017). Tomar la palabra. Barcelona: Edicions Bellaterra.
8.- Ruiz Somavilla,
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