Hace unos años, tuve la suerte de poder pasar unos meses (inolvidables e inolvidados) en la Unidad de Docencia y Psicoterapia de Granada, a cargo del Dr. José María López Sánchez, uno de mis maestros (como dice Miguel, en su imprescindible blog psiquiatría pitiusa, el sabio de Granada). El caso es que allí presenté, en uno de los videoforums de la Unidad, la película de François Truffaut Los cuatrocientos golpes, con un texto que ha sido recientemente publicado en un libro titulado Ensayos de la colección de dicha Unidad de Docencia y Psicoterapia. No hace falta decir que ver publicado dicho texto me ha llenado de orgullo y agradecimiento (uno es así de narcisista y cualquier apuntalamiento externo para su hipertrofiado -y sin embargo frágil- ego, es siempre bienvenido). El ensayo es breve y pretende hacer una cierta introducción a la nouvelle vague del cine francés y al propio François Truffaut, así como a la película en sí, siguiendo bibliografía de Román Gubern. Recojemos a continuación la segunda parte del trabajo, que habla sobre "Los cuatrocientos golpes" a partir de textos del citado Gubern y, a continuación, desde nuestra personal (y por tanto discutible) visión de la obra.
“Los cuatrocientos golpes” (“Les quatre cents coups”) tiene guión del propio Truffaut y de Marcel Moussy. Está protagonizada por Jean-Pierre Léaud, en el papel de Antoine Doinel. Truffaut construye el film en base a las experiencias vividas en su propia adolescencia, poniendo sobre la mesa una de sus grandes preocupaciones que es el amor y el cuidado hacia los niños. Se puede interpretar la obra de Truffaut como una reflexión continua sobre lo que representa el “acto de vivir”. Se ha escrito que asumió su trabajo como “una forma de perpetuar el juego que le fue negado durante la niñez”, hecho especialmente puesto de manifiesto en esta película.
El film nos cuenta sobre los cuatrocientos golpes recibidos por Antoine, y de forma probablemente similar por François, de su madre, de su padre, de los que deberían haber sido sus maestros, de la vida... y terminan en uno de los planos fijos más memorables de la historia del cine, congelado tras un travelling inmenso. Volveremos luego a hablar de lo que habla Truffaut, o mejor, a hablar de lo que creemos escuchar en ésta su opera prima.
Antoine Doinel, el protagonista, no es otro que el alter ego de Truffaut, pudiendo verse su vida como una huida interminable de la infancia perdida. Se ha dicho que para Truffaut la infancia no existe salvo cuando es recordada o, en su caso, perpetrada en la madurez a través de esa “traición organizada de la realidad” que, según sus propias palabras, fueron sus películas.
Paradigma del encuentro - desencuentro entre el cine y la vida fue el seguimiento exhaustivo que el director realizó a Antoine Doinel, en las sucesivas “Los cuatrocientos golpes”, “El amor a los veinte años”, “Besos robados”, “Domicilio conyugal” y “El amor en fuga”, película esta última montada con el material sobrante de las anteriores entregas.
Unas frases del propio Truffaut nos dejaran clara, más que cualquier otra cosa, su posición respecto al cine, su gran pasión:
“Las películas del mañana no serán realizadas por funcionarios de la cámara. Las películas del mañana se parecerán a quien las haya rodado [...] Las películas del mañana serán actos de amor.”
“Siempre preferí el reflejo de la vida a la vida misma.”
“Toda mi vida he intentado hacer películas de autor. No por vanidad, sino porque Dios me ha gratificado con el deseo de definir mi identidad y de exponerla a un auditorio grande o pequeño, brillante o lamentable, entusiasta o despectivo.”
“Al público no hay que pedirle su opinión, sólo su dinero para poder continuar con nuestro trabajo. No hagamos declaraciones de amor al público; el realizador de una película es su primer espectador; debemos comportarnos como putas, darles toda nuestra pasión pero negarles nuestra boca.”
Y, por fin, después de todo esto [...] ¿Sobre qué habla “Los cuatrocientos golpes”?
Es una película que habla sobre Truffaut, una película en la que Truffaut habla, ante todo, sobre sí mismo. Pero no sólo eso. Es una película sobre la infancia, perdida y arrancada a golpes, más o menos metafóricos, anhelada y perseguida, pero sin posibilidad de recuperación. Sobre la adolescencia que empieza a descubrir la vida, el mundo, el dolor, el deseo de libertad... Es una película sobre la soledad, la soledad en una familia donde cualquier atisbo de amor es apariencia, un como-sí hipócrita en el que nadie cree y que a nadie engaña. La soledad de Antoine, hijo de una madre que no le quiere, hijo de un padre que no lo es...
Es una película sobre la amistad, sobre la camaradería, sobre la sensación única y casi irrepetible de ser adolescente y tener un amigo de verdad... Alguien que te acompaña hasta el infierno, o por lo menos lo intenta. Es una película sobre los niños, sobre sus miradas, alucinadas y alucinantes ante lo mágico, muy lejos de la vida. Sobre París, sus gentes, sus espectáculos, sus calles... por donde vaga, libre, la cámara de Truffaut, con una libertad que desearía Antoine... rodeado de prisiones, figuradas o reales. Es una película sobre traiciones y lealtades, sobre lágrimas y risas. Es una película, en fin, sobre el deseo. El deseo, primario, primigenio, de ver el mar... el mar como realidad y sueño, como paisaje y metáfora. Metáfora de lo que Antoine diga, o calle; de lo que Truffaut sepa, o muestre; de lo que nosotros, ahora, creamos...
Y reflexionemos, por último, sobre el final. El final de la película puede despertar, probablemente, emociones diferentes y dejar impresiones distintas según quién lo vea y lo interprete. Para mí, el final es el travelling, la carrera, la huída... pero no una huída nihilista hacia ninguna parte, sino una huída hacia algo... hacia el mar. El mar como metáfora de libertad, de esperanza en un futuro por llegar, por construir... para Antoine, para Truffaut, para cada uno de nosotros.
Hay, por supuesto, otras visiones. Visiones de Antoine corriendo, al final, como ha corrido durante toda la película, durante toda la vida: sin saber adónde, sin rumbo ni destino. Una carrera, una huída, que no lleva a ningún sitio, que se interrumpe, bruscamente, ante el mar ni buscado ni esperado en ese momento. El mar que corta el camino, que cierra la posibilidad de seguir hacia, y es lo más triste, ninguna parte. Y de ahí la reacción de Antoine, que se detiene, sorprendido, recibiendo un golpe más. Se gira, mirando a la cámara, mirándonos, con expresión de vacío, con expresión de nada, porque nada le espera atrás y nada tiene delante.
Y puede escogerse una u otra posibilidad. Y en realidad, no nos debe importar mucho lo que Truffaut quisiera decir, sino lo que nosotros queramos, o podamos, entender. Eso es el cine. Eso es el arte. Y así se viven.
Luis Eduardo Aute habla en una canción explícitamente de esta película, cantando su final amargo, sin esperanza, sin futuro que vivir:
"Recuerdo bien
aquellos "cuatrocientos golpes" de Truffaut
y el travelling con el pequeño desertor,
Antoine Doinel,
playa a través,
buscando un mar que parecía más un paredón.”
Y existe otra canción de Aute en la que no se menciona la película, pero que a mí me resulta imposible no recordar tras verla. Y creo que habla de otro final, de un final preñado de esperanza o, al menos y no es poco, de posibilidades por recorrer:
“A por el mar,
a por el mar que ya se adivina,
a por el mar,
a por el mar, promesa y semilla
de libertad,
a por el mar, a por el mar..."