Algunas madrugadas,
cuando los relojes de bolsillo
se paran y vuelven a empezar,
cuando las cadenas de las que cuelgan
inician juntas y al unísono
un movimiento pendular
que arrastrará para siempre el tiempo dormido,
cuando se reinicia la noche
y los sueños se hacen premonitorios,
emigro en mi bandada primigenia
con mis hermanas y sus risas.
Juntas formamos en el cielo una punta de flecha
turnándonos para conducir la especie
hacia la época en la que construíamos torres
para romperlas
y volverlas a erigir.
Yo en aquel tiempo tenía miedo
a reir demasiado
no fuera a acabárseme la risa
como se le acaba la cuerda al reloj.
En realidad yo sabía de la existencia de una llave
que me podía devolver las carcajadas.
Quizás lo que temía era perderla.
Luego la perdí.
Nos acompaña una música de abrigo
que intenta envolver la escena
aunque no puede evitar
filtrarse entre los dedos,
por más que nuestras manos acopladas
a una cuerda que nos une,
se aferren a la vida de las otras.
A veces la música se encasqueta
en una nota que siempre es la.
En esos casos la punta de flecha
queda colgando de su vértice
pendulando
y tenemos que volver a empezar,
retomamos el vuelo
con la nota del diapasón como guía.
Nunca supe por qué llamábamos cuerda
a esa rueda mágica
capaz de devolver la vida a los relojes.
Me imaginaba una soga diminuta
escondida entre engranajes
tenaz pero no infinita.
En nuestro vuelo
la soga no es diminuta,
no sabemos si es finita.
No importa la soga ni el destino
solo importa la risa entre hermanas,
que se acaba y se acaba
pero siempre vuelve a empezar.