¿Sabéis cuando tenéis la sensación de que os ha mirado un
tuerto? ¿De que alguien os ha echado mal de ojo? ¿De que os habéis estado
levantando con el pie izquierdo durante un mes seguido? Pues eso es lo que me
ha pasado a mí últimamente.
En las próximas semanas os relataré una serie de desgracias
que me han ido aconteciendo en el plazo de un mes (o más, pero prefiero no
pensarlo).
Lo primero fue una noche cuando llegué a casa de trabajar y
comprobé con horror que no había agua caliente. Al parecer, el calentador
estaba de huelga y no quería cumplir con su función.
Con la compañía de gas y de luz tengo contratado un
mantenimiento para los electrodomésticos pero, en cuanto al calentador, tenía
yo idea de que sólo me cubría la revisión anual. No obstante, decidí hacerme la
loca y llamar.
En primer lugar me dijeron que era muy mala hora porque por
las noches el sistema se actualiza y no se puede ver nada pero que le contase
mi problema. Me pregunta de qué marca es el calentador, si se le enciende la
llama piloto, cuánto tiempo tiene (ni idea, porque el piso es alquilado), si se
enciende la lucecita, si hace chispa y si ya tiene hecha la primera comunión.
Finalmente, me pide que le diga qué conceptos me aparecen en
la factura para, a continuación, confirmarme que, efectivamente, no tenemos
contratado el mantenimiento (menos mal que yo al principio de todo le dije que
no estaba segura de tenerlo) ¿No era más fácil haberme preguntado eso primero
en vez de pedirme el currículum vitae
del calentador?
Al día siguiente llamamos a un técnico que, tras revisar el
calentador, dijo que era problema de la válvula y que tenía que pedirla porque
nuestro modelo tenía la friolera de quince años. Ahí es nada. Vino como dos
días más tarde y cambió la válvula. La válvula no era. Tuvo que cambiar la
centralita. Milagro, funcionaba.
A la mañana siguiente ya no funcionaba. Volvió el técnico y
dijo que habían quedado mal los cables. Los ajustó y volvió a funcionar.
Quince días más tarde se nos vuelve a morir y el técnico
concluye que es cosa del “cuerpo de gas” (qué raro suena esto; si el gas es
algo etéreo ¿cómo es posible que tenga cuerpo? Cómo se nota que yo no estudié
para técnico de calentadores; me falta vocabulario) y que la única opción
posible era cambiarlo porque arreglarlo era más caro que poner uno nuevo.
Por suerte, nuestro casero transigió y nos mandó poner uno
nuevo, que ya me veía yo gastando un dineral en un cacharro que al final ni
siquiera me iba a poder quedar.
Os puedo asegurar que, después de esto, valoro muchísimo el
lujo de poder darse una ducha caliente. Yo no nací para amish y a mí eso de
bañarme con un barreño y un cacito, calentando el agua en la cocina, pues como
que no me va.