Nunca contuvo dulce alguno, ni desempeñó la función que le
correspondía. Siempre vacía, sin nada dentro. Hueca, coqueta y
vulgar. Contrastando con el sobrio aparador de líneas rectas y formas angulosas
que la acogió desde su llegada. Los polos opuestos se atraen o se dan de
hostias. Menudo regalo tan ridículo. ¡Una bombonera cursi y
emperifollada! De formas ostentosas, entrelazadas con un cordón naif, que más que
unir estrangulaba. Llamativo envoltorio de imitación; pequeña panzuda en
permanente ayuno. Desproporcionada boca, hambrienta de deseos, cubierta por un
cristal tallado que transparentaba la nada, el vacío.
Recuerdo que en un primer momento me fascinó; me pareció extravagante,
provocadora y atrevida. Lo poco convencional del regalo me atrajo; llamaron mi
atención sus formas ingenuas y redondeadas. Animó mi aburrida normalidad
asfixiante. Quise quedármela desde el principio. Poseerla como único
coleccionista. Su maleable oro y el precoz arcoíris de su belleza despertaron
mi juvenil deseo de antaño, mi rebeldía contra lo correcto, lo formal. La
bombonera dorada adornó mi salón… y mi dormitorio.