Madrid, 30 de diciembre de 2013.
Manos frías, pies helados, cerebro congelado. Navidad. Pero no la Navidad en mayúsculas de los noventa, cuando era una niña, o de hace diez años, cuando vivía mi adolescencia. Las navidades ya no son lo que eran. Una crece, y con los años todo, inevitablemente, cambia. Hasta lo más bonito. Hasta lo que uno creía intocable.
El trabajo hace mucho daño en estas fechas. Una ya no disfruta de tres semanas largas de descanso como cuando era estudiante. Ahora se libra un día y dando gracias. Pero, oye, que hay trabajo, y siempre hay que agradecer el estar matándote más de 12 horas al día para hacer que tu jefe se forre. Faltaría más.
Y luego las cenas. A mí lo del engordar me da bastante igual. Es más, justo por este último trabajo he cogido cuatro kilos (no tengo tiempo para parar en casa y me estoy alimentando bastante mal; tampoco me da tiempo a hacer ejercicio) y no estoy martirizándome ni azotándome la espalda con un látigo de ocho puntas. Si cojo otros dos más en las cenas ya tengo once meses por delante para perderlos. Sin prisa pero sin pausa. Me encanta comer (en serio, para mí es uno de los mejores placeres del mundo) y no me voy a privar de nada. Me voy a atiborrar como haría en cualquier banquete o buffet.
Lo que me jode de las cenas son dos puntos en concreto. Uno, las faltas. Cuando sabes que nunca más va a estar una persona, que las cosas no van a ser igual, que la infancia se marchó hace tiempo de estas reuniones y el espíritu navideño se esfumó con la ida de esa persona. Y dos, la hipocresía. Esa gran falsedad que hace que dos personas que no paran de criticarse el resto del año estén sentadas una frente a otra y se miren de forma sonriente, conversen amigablemente, brinden sin aparente maldad. No me gusta llamarlo milagro. No camuflemos la falsedad con palabras bonitas. Aquí el maquillaje sobra, la verdad no se pinta porque las mentiras rápidamente corroen esa débil capa de falsa pintura.
Después de la cena, ¿qué haces? La época de ponerte de gala (de zorrita de gala), pagar por entrar a una discoteca y realizar el ritual de celo y apareamiento ya ha pasado. Descubres que una parte de tus amigas aún quiere hacer eso, otras no, y no sabes muy bien de qué lado tirar, qué quieres hacer, más que nada porque ahora decides con otra persona; la vida en pareja hace que todas las decisiones tengan que ir acompañadas de un nosotros. El yo pasa a un triste segundo plano.
Es así, así es. En esta vida hay cosas que son incompatibles, y la absoluta independencia y la vida en pareja es un claro ejemplo.
Así que te encuentras la víspera de fin de año decidiendo dónde cenas, qué haces después, con quién, cómo, cuándo, por qué, quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos, estamos solos en una galaxia... Y dentro de nada será día 2 de enero, vuelta al trabajo, a la rutina, a las 12 horas, a odiar al jefe, a odiar un trabajo que creías que te gustaba, a desear tener más tiempo, más dinero, a poder hacer un cambio radical, a sentirte impotente, desesperada, frustrada, a notar que pierdes el tiempo, que lo tienes en tus manos como si de agua se tratase y que por más que la intentas mantener se te va escurriendo por los finos huecos entre tus dedos.
Tengo una tradición de fin de año que es pedir, mientras me como las uvas dando las campanadas, un deseo. Y misteriosamente, se me van cumpliendo todos los años, aunque siempre con un regustillo amargo o doble filo. Así que este año tengo un par de opciones y estoy intento reformularlas para ver de qué forma no se me cumple con sorpresa amarga. Pero vamos, lo que tengo claro es que necesito un cambio. No puedo estar otro año tan estresada y tan agobiada, con tanta frustración, cabreo, nervios acumulados como este. No quiero que sea igual, me niego.
Sea lo que sea, os deseo lo mejor. Y si alguno habéis llegado hasta aquí (qué ganas), gracias por leerme. Feliz 2014.
Qué entrada más rara para volver al blog...