Miedo. María camina insegura por el pasillo mientras decenas de miradas se clavan en ella. “Es la nueva”, susurran. “Menudo caramelito”, se mofan. “Esta no dura ni dos días”, sentencian.
Ansiedad. Animada
tras saber que había conseguido una plaza en un colegio de la ciudad, los
augurios se habían tornado en oscuros tras conocer que se trataba del centro
más conflictivo de la provincia. Lloró durante un rato y se mantuvo despierta
durante toda la noche. Sus manos temblaron mientras se abotonaba la blusa y sus
labios caían en picado cada vez que intentaba ensayar una sonrisa.
Ruido. Ruge tal
marabunta por los pasillos que se siente paralizada. Se obliga a respirar hondo
y busca una mirada cómplice que le ayude a sobrellevar el pánico. Los
profesores, supuestos compañeros, bajan la vista al suelo, resoplan y mascullan
palabras que nunca salen de su boca. “Dios te bendiga”. Sólo unos ojos negros
parecen apiadarse de ella y cuando quiere volver a encontrarlos se han perdido
tras la esquina que lleva hasta su clase.