El puño tormentoso entraba una y otra vez sobre su guardia. No podía hacer nada, él era más rápido, más fuerte, más joven. Sobre todo más joven. Había algo de lo que él había sido en esa mirada asesina, en esa pasión por la gloria, por la victoria, por hacer daño. Y mientras intentaba defenderse entre las cuerdas, sopesaba, una vez más, la decisión de marcharse corriendo de una vez por todas. El dinero era volátil, la fama sólo un pasaporte hacia la hipocresía y la gloria no era más que un instante. Un segundo después, siempre un segundo después, era consciente de que seguía siendo la misma persona, con las mismas piernas cansadas y los mismos pensamientos autodestructibles.
La pasión te convierte en peor persona. En este deporte lo hace. Y yo hace tiempo que sólo peleo por dinero. Necesito volver a ser un hijo de puta, aún estoy a tiempo, una última vez y lo dejo. Lo dejo para siempre. Yo era campeón, era mito, era estrella. Ahora sólo me paran por la calle para decirme lo viejo y lo acabado que estoy. Me liaría a golpes con ellos igual que lo haría con este mequetrefe. La guardia alta, me decía el entrenador, pero aún más alta la concentración. El puño tormentoso vuelve a entrar entre mis puños. Y sigo sin poder hacer nada.
El sabor de la lona es amargo, pero al mismo tiempo que siente el dolor siente el descanso. El orgullo duele más que la mandíbula y el alma duele más que el corazón. El suyo sigue intacto, de piedra, de mármol pulido por los años y las costumbres. Ya no pasa hambre, ya no necesita abrirse camino. Y así cae, a plomo, hasta descender al infierno y buscar, por última vez, un lugar en el cielo.
Yo era el campeón, yo era el referente, yo era el tipo que llenaba todas las portadas y encabezaba todos los rankings. Y ahora ¿Qué soy? Soy un trapo en el suelo, una toalla a punto de caer, un cubo de agua lleno de sangre. Soy una nariz rota, un labio hinchado, una ceja partida. Soy músculo caído, una sombra sin pie, una cabeza sin sentido. Pero sigo siendo yo. Carne, hueso, cerebro, corazón. Sigo siendo yo. Ponte en pie, me hubiese dicho el viejo, y deja de lamentarte. Los caídos se levantan, los alzados se defienden, los que no tienen nada que perder, atacan. Me levanto y ataco. Uno, dos. Como al principio, como aquellos días en los que el pan era un golpe certero y el agua sabía a sudor de gimnasio. Como el día que decidí ser el más grande. Arriba, en pie, golpe a golpe. El campeón ha vuelto.