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Aquel partido estaba durando más de lo habitual. Había conocido al hondureño hacía un par de años y había aprendido a ganarle, cada vez, más fácil, con el paso de los meses. Era un trabajo constante que le obligaba a reinventarse en cada partido. Conocía todos sus puntos débiles y los explotaba, golpe a golpe, como quien mina la moral de un deprimido. Pero él era fuerte. El más fuerte. "Yo te haré más fuerte". Eso era lo que le había dicho la primera vez que habían hablado. Y tenía razón. Día a día, noche tras noche, planeaba y ejecutaba un plan improvisado que le conducía a ganar al hondureño.
Devolvió la penúltima pelota y supo que aquel golpe le haría ganador, un día más, de su enfrentamiento a muerte contra el rival más áspero que había encontrado. Había ganado los últimos cincuenta torneos que había disputado, eso significaba más de tres años invicto, un record inalcanzable en otras épocas de esplendor. Hacía tres años que había conocido al hondureño. "Yo te haré más fuerte". Le había convertido en imbatible. Una última pelota, con intensidad, a la línea y el puño en alto para celebrar una nueva victoria. Se acercó a la red y dibujó su tradicional sonrisa triunfal. Era insoportable y él mismo lo sabía. "Felicidades", le dijo el hondureño mientras le tendía una mano. "Buen partido". Su entrenador, nacido en Honduras cuarenta años atrás y retirado prematuramente del tenis profesional por una lesión mal curada, se retiró de la pista de entrenamiento con una toalla sobre el cuello y un paso lento y cabizbajo. Él permaneció unos segundos más, rememorando aquella jugada en la que no había precisado un golpe que había parecido fácil. "No volverá a ocurrir". En la próxima ocasión, antes de levantar la copa, se aseguraría de que aquel golpe terminase con la pelota sobre la línea.