Ramírez era un auténtico cabrón con pintas. Una pieza de museo que bien valía un par de delitos semanales como precio por su libertad. Solía recorrer las calles de punta a punta, peinar la ciudad, atracar a un par de ancianas para no perder un ápice de su reputación y, muy de vez en cuando, acudir a la comisaría de policía para darle algún chivatazo de interés al agente Perales.
Habían pasado más de veinte años desde que había llegado a la comisaría con el pelo fijado con gomina y el chicle visible entre los dientes y Perales seguía siendo el mismo prepotente de siempre. Había cambiado el fijador por el crecepelo y el chicle por caramelos de café, pero la pistola, la porra y el insulto seguían patentes en su denominación de origen como si su propia placa llevase implícito un particular código de barras.
- Calle de los Desparecidos. Local destinado a la venta de productos de droguería. Parece legal, pero es un almacén de droga.
Y allá que fueron.
Llevaban muchos meses, quizá demasiados, detrás de un maldito camello al que llamaban "El Cabra". Decían que era un tipo demasiado chiflado para dedicarse a un negocio que, en el fondo, necesita mucha cabeza. Perales nunca lo creyó así y se sintió afortunado por haber criado a dos hijos lejos de aquel mundo de perdición. Eso sí que significaba tener cabeza.
Aparcaron a un par de manzanas para no despertar sospechas y se acercaron con sigilo llevando la pistola y la placa a buen recaudo, para no llamar la atención. Se fijó en el joven compañero que le habían asignado y no tardó mucho en verse reflejado en su mirada ambiciosa. Un joven de andares chulescos, palabra fácil y violencia a flor de piel. Le había adoptado como a su propio hijo después de haberse terminado de convencer de que su verdadero hijo, tranquilo, apocado, empollón y un poco pardillo, jamás se parecería a él.
Abrieron la puerta de la droguería y no tardaron en esposar al hombre que atendía tras el mostrador. Abordaron la puerta de atrás y se encontraron con dos disparos a bocajarro. Su compañero cayó fulminado al suelo y él quedó petrificado ante la sorpresa.
- Hola, Cabra. - Saludó casi en silencio al joven que empuñaba una pistola apuntando a su frente justo a dos metros de él. No le pareció un chico tranquilo, apocado, empollón y, mucho menos, pardillo. Pero era obvio que le conocía.
- Hola, papá.
Habían pasado más de veinte años desde que había llegado a la comisaría con el pelo fijado con gomina y el chicle visible entre los dientes y Perales seguía siendo el mismo prepotente de siempre. Había cambiado el fijador por el crecepelo y el chicle por caramelos de café, pero la pistola, la porra y el insulto seguían patentes en su denominación de origen como si su propia placa llevase implícito un particular código de barras.
- Calle de los Desparecidos. Local destinado a la venta de productos de droguería. Parece legal, pero es un almacén de droga.
Y allá que fueron.
Llevaban muchos meses, quizá demasiados, detrás de un maldito camello al que llamaban "El Cabra". Decían que era un tipo demasiado chiflado para dedicarse a un negocio que, en el fondo, necesita mucha cabeza. Perales nunca lo creyó así y se sintió afortunado por haber criado a dos hijos lejos de aquel mundo de perdición. Eso sí que significaba tener cabeza.
Aparcaron a un par de manzanas para no despertar sospechas y se acercaron con sigilo llevando la pistola y la placa a buen recaudo, para no llamar la atención. Se fijó en el joven compañero que le habían asignado y no tardó mucho en verse reflejado en su mirada ambiciosa. Un joven de andares chulescos, palabra fácil y violencia a flor de piel. Le había adoptado como a su propio hijo después de haberse terminado de convencer de que su verdadero hijo, tranquilo, apocado, empollón y un poco pardillo, jamás se parecería a él.
Abrieron la puerta de la droguería y no tardaron en esposar al hombre que atendía tras el mostrador. Abordaron la puerta de atrás y se encontraron con dos disparos a bocajarro. Su compañero cayó fulminado al suelo y él quedó petrificado ante la sorpresa.
- Hola, Cabra. - Saludó casi en silencio al joven que empuñaba una pistola apuntando a su frente justo a dos metros de él. No le pareció un chico tranquilo, apocado, empollón y, mucho menos, pardillo. Pero era obvio que le conocía.
- Hola, papá.