El egoísmo es
necesario. Sin embargo, saber diferenciar entre sus distintas formas es clave
para disfrutar de las relaciones con los demás.
Tacharnos de egoístas es una de las peores etiquetas que nos
puedan poner. En general lo asociamos con ser mezquino, ruin e incluso mala
persona. Curiosamente –por no decir imposible- encontrar un ser humano que no
lo sea. De hecho, cada vez que señalamos el egoísmo de otro lo hacemos porque
se ha comportado de manera que no nos beneficia o directamente nos perjudica.
Así, tildamos de egoístas a todos los que `piensan más en sus necesidades que
en las nuestras.
La palabra egoísmo procede del latín ego, que significa YO. Lo
cierto es que ser egoísta no es bueno ni malo; es necesario. Necesitamos pensar
en nosotros mismos para sobrevivir física y emocionalmente. Por más que nos cueste reconocerlo, todo lo que
hacemos es por nosotros mismos.
Al analizar en profundidad las motivaciones que residen detrás
de nuestras
decisiones y conductas, siempre encontramos una ganancia, por
pequeña que sea, que justifica que las hayamos llevado a cabo. Ahora bien, en
función de cuál sea nuestro nivel de consciencia, nuestro grado de comprensión
y nuestro estado de ánimo, este egoísmo puede vivirse de tres formas muy
diferentes.
El primer tipo se denomina egoísmo
egocéntrico, aquel que orienta nuestro comportamiento a saciar únicamente
el interés propio. Cegados por nuestros deseos, aspiraciones y expectativas,
vamos por la vida sin tener en cuenta la repercusión de nuestras palabras y
actos sobre los demás. Paradójicamente, al esperar que el mundo gire alrededor
de nuestro
ombligo, nuestra existencia suele estar marcada por la lucha, el
conflicto y el sufrimiento.
Tiranizados por este egocentrismo, nos empachamos tanto de
nosotros mismos que somos incapaces de empatizar con las personas con las que
interactuamos. El ego ocupa tanto espacio que apenas dejamos sitio para los
demás. El egoísmo egocéntrico se nutre de nuestra sombra o lado oscuro, esto
es, carencias, frustraciones y miedos. Estas son las armas con las que
guerreamos contra nosotros mismos y, por ende, contra los demás.
Este egoísmo egocéntrico es la raíz desde la que vamos
construyendo una personalidad victimista y reactiva, quejándonos y culpando
siempre a algo o a alguien cada vez que las cosas no salen como uno esperaba. Y
pone de manifiesto una permanente sensación de vacío e insatisfacción que nos
lleva a buscar de forma obsesiva fuentes de evasión y narcotización.
Irónicamente, cuando más egocéntrica es nuestra visión del mundo, más tachamos
de egoístas a los demás.
Desde el mismo día de nuestro nacimiento, cada uno ha ido perdiendo
el contacto con su esencia, también
conocida como ser o yo verdadero. La esencia es el lugar en el que
residen la felicidad, la paz interior y el amor, tres cualidades de nuestra
auténtica naturaleza, las cuales no tienen ninguna causa externa, tan solo la
conexión profunda con lo que verdaderamente somos. En la esencia también se
encuentra nuestra vocación, nuestro talento y, en definitiva, el inmenso
potencial que todos podemos desplegar al servicio de una vida útil, creativa y
con sentido.
Eso sí, para reconectar nuestro bienestar perdido necesitamos
cultivar el denominado egoísmo consciente. Es decir,
aquel que nos permite resolver los conflictos internos por medio del
autoconocimiento. Para llevar un estilo de vida saludable es importante dedicar
algo de tiempo cada día para darnos lo que necesitamos y preservar así el
equilibrio emocional. ¿Cómo podemos estar bien con otras personas si no sabemos
estar a gusto con nosotros mismos?
En este punto es cuando sentimos la necesidad de decir no a los demás.
Y es que, a menos que aprendamos a ser felices cada uno por su cuenta,
difícilmente podremos ser cómplices de la felicidad de la gente que forma parte
de nuestro entorno familiar, social y laboral. Por medio de este egoísmo
consciente sanamos nuestra autoestima y fortalecemos la confianza en nosotros
mismos.
El egoísmo consciente es el puente que nos permite evolucionar
del egoísmo egocéntrico al egoísmo altruista. Este deviene de forma natural
cuando reconectamos con nuestra esencia. Entonces uno dispone de todo lo que
necesita para sentirse completo, lleno y pleno por sí mismo. Sabemos que
estamos en contacta con nuestro yo verdadero cuando, independientemente de cómo
sean las circunstancias externas, a nivel interno sentimos que todo está bien y
que no nos falta de nada.
También estamos en contacto con nuestra esencia cuando podemos
elegir nuestros pensamientos, actitudes y comportamientos, cosechando
resultados emocionales satisfactorios de forma voluntaria. Cuando dejamos de
perturbarnos, haciendo interpretaciones de la realidad muchos más sabias,
neutras y objetivas. Al conseguir ver el aprendizaje de todo cuanto sucede.
Cuando experimentamos una profunda alegría y gratitud por estar vivos. Cuando
confiamos en nosotros mismos y en la vida.
Por medio de la habilidad para aprender y evolucionar,
los seres humanos tenemos la capacidad de poner nuestro interés al servicio del
bien común de la sociedad. Es decir,
hacer un bien al mundo y que, como resultado, eso nos haga bien, algo
que puede ser tanto emocional como una recompensa económica. Este egoísmo altruista consiste en hacer algo que nos gusta hacer y que además reporta
beneficios para otras personas. El altruismo no es un acto moral. No lo hacemos
porque tengamos que hacerlo. Y no tiene nada que ver con la caridad. Tampoco lo
hacemos para ser buenas personas. Somos altruistas simplemente porque hacer
algo es bueno y nos hace sentir bien. Nos genera bienestar. Por todo ello,
demonizar el egoísmo nos impide hacer un adecuado uso de él.. Saber diferenciar
entre estos tres tipos de egoísmo es clave para disfrutar más plenamente de
nuestras relaciones
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