Sigo con interés la noticia sobre la implantación del
Bachillerato de Excelencia en la Comunidad de Madrid. Tema que anunciaba
polémica, ya que
sus sesudas señorías no tienen mucho más que hacer que criticar por si acaso, devolviéndose la pelota unos a otros
-me pregunto, de paso, si no les importaría asomarse a la vida real y los casi cinco millones de parados del país... Opción esta de centrarnos
-por fin- en los alumnos con las mejores calificaciones a nivel general, y no sólo a través del
Bachillerato Internacional (que ya se viene aplicando en Madrid desde hace años, y nadie ha dicho nada...).
Leía hoy en el periódico, mientras comía
-hoy, judías y pechuga de pollo-, que los profesores de la experiencia piloto serían seleccionados entre quienes lo desearan por una comisión de profesores universitarios designados por Educación. Y aquí es donde se me plantean mis dudas. Presupongo al leer la noticia, mientras mastico lentamente un bocado de filete de pollo, que estos profesores deberán tener unos conocimientos específicos de alto nivel: digamos, por ejemplo, una homologación bilingüe con alto dominio en algún idioma moderno. Me parece bien. Presupongo, además, que esos profesores habrán estudiado sus carreras universitarias y, tal vez, se tengan en cuenta sus notas medias o capacidad demostrada de investigación. Presupongo, al fin, mientras localizo otro bocado de filete, que esos profesores deberían tener experiencia docente demostrada
-porque en las universidades, seamos claros, no se enseña a dar clase y donde se aprende es a pie de calle.Correcto. Estos presupuestos
-que me los imagino sin poder confirmar la información, entre bocado y bocado- me parecen de lógica casi aplastante.
Pero los
mejores profesores
-los de mejores notas, los de buenas investigaciones, los de control idiomático- deben ser para todos los alumnos, no sólo para los mejores. De la misma manera que defiendo, por ahora, esta propuesta de excelencia para dar una oportunidad educativa
digna a los alumnos con mejores capacidades, también afirmo que mis mejores profesores no lo fueron por su alta capacidad intelectual.
Presuponía yo entonces, cuando estudiaba en el instituto público de aquí enfrente, según se tuerce a la izquierda, que mis profesores estaban cualificados para darme sus clases. Pero Maite, que sigue dando clase de Historia del Arte aquí enfrente, según se tuerce a la izquierda, me enseñó, sobre todo, que el esfuerzo se premia, y lo hizo desde su notable autoexigencia como docente: sus clases estaban bien preparadas, hiladas, controladas, sabiendo en todo momento sin resquicio de duda cómo comentar una obra u otra. Juan no me enseñó sólo Lengua en el extinto COU, sino también cercanía a la hora de explicarme y simplicidad didáctica en sus resúmenes. Con Santos aprendí la autodisciplina que se imponía para programar cada minuto de su precioso tiempo al darme clase de Latín. Elena me enseñó en sus clases de Literatura que sin leer no se puede vivir. Jerónimo y
Pedro, en EGB, me hicieron caer en la cuenta que un profesor dice más con sus actitudes que con la tiza en la mano.
Y, además, con todos ellos tomé apuntes, estudié, preparé mi entrada en la Selectividad. A algunos les debo la paciencia que me falta
-porque la experiencia enseña y no llegué a los años suficientes para ello- cuando el alumno ese deja de ser hiperactivo para convertirse en maleducado. Varios de mis compañeros de trabajo son buenos y excelentes profesores, por su dedicación, cercanía y aire de familia: el equilibrio entre el ser presencia y referente y la exigencia que te debo para que aprendas a ser
tú mismo.
Y esta excelencia para el Bachillerato
excelente, ¿cómo se mide?
Hoy, además, vino Miguel a verme, otro alumno de los
luminosos, gritando por dentro para romperse después delante de mí. Quizá por eso esta mañana yo fui, un poquito, una profesora
de excelencia.