De lo que A. se acordaba mejor era de los sonidos. La verdad es que había tenido poca oportunidad para recrear una memoria visual confiable de los hechos. Muy temprano en el desarrollo del conflicto, el bouncer del bar lo había enceguecido con un chorro de gas pimienta. Con la vista jodida, fue poco lo que pudo hacer para evitar algo terrible. Oía a R. discutiendo con los policías, oía los gritos, los gemidos, escuchaba golpes y macanasos, oía las reacciones de los testigos que se habían arremolinado alrededor de la turba, los insultos que les propinaban los uniformados. Oyó clarito cuando el policía volvió a abrir la puerta de la patrulla en donde lo habían sentado para rociarle un poco más de pepper spray. Lagrimaba. Luego resonaba en sus tímpanos el sonido metaloso que tiene la atmósfera entrada la noche. Escupió el interior del carro. Intentó que sus babas y gargajos le salieran de la boca con puntería de arquero, quería escupir los asientos delanteros, el manubrio, la palanca del freno de emergencia, el mango de la transmisión automática. Le daba asco estar en esa situación, con las manos amarradas literalmente. No podía, siquiera, comenzar a diseñar el mapa de salida. Estaba en un lío tremendo. No entendía bien cómo había llegado allí y mucho menos cómo rayos iba a resolver. Después el cuartel y un dolor de cabeza insoportable. El tiempo pasaba tan lento. La noche, que no quería acabarse.
Entonces fue que lo llevaron a las tumbas. Así le oía decir a los demás presos cuando hablaban del hoyo donde los tenían metidos. Las tumbas se llamaban los calabozos de Central Booking, las oficinas centrales de la corte criminal del condado de New York. Ya lo habían llevado de celda en celda, de carro en carro, cada vez a lugares más recónditos. Las tumbas podía fácilmente ser el fin del mundo. No habían ventanas, sólo unos focos de una luz rala, amarilla, con olor a sobaco. Pero todavía no era la cárcel. Los guardias no le habían cedido su derecho a hacer una llamada. No se sabía los números de teléfono de nadie. No sabía a quién llamar. No sabía cómo empezar a entender, mucho menos a explicar lo que pasaba. Lo único que podía hacer era pensar y pensar y volverse loco. No le iban a dar la llamada de todas formas. Maelo le cantaba entre las cejas y detrás de las orejas. Todo era tan irónico, tan ridículamente vulgar, tan literal, tan bochornoso.
Entonces fue que lo llevaron a las tumbas. Así le oía decir a los demás presos cuando hablaban del hoyo donde los tenían metidos. Las tumbas se llamaban los calabozos de Central Booking, las oficinas centrales de la corte criminal del condado de New York. Ya lo habían llevado de celda en celda, de carro en carro, cada vez a lugares más recónditos. Las tumbas podía fácilmente ser el fin del mundo. No habían ventanas, sólo unos focos de una luz rala, amarilla, con olor a sobaco. Pero todavía no era la cárcel. Los guardias no le habían cedido su derecho a hacer una llamada. No se sabía los números de teléfono de nadie. No sabía a quién llamar. No sabía cómo empezar a entender, mucho menos a explicar lo que pasaba. Lo único que podía hacer era pensar y pensar y volverse loco. No le iban a dar la llamada de todas formas. Maelo le cantaba entre las cejas y detrás de las orejas. Todo era tan irónico, tan ridículamente vulgar, tan literal, tan bochornoso.
Quería vomitar de puro gusto, era lo más apropiado en esas circunstancias. No pudo. Tenía un boquete en la boca del estómago, una amargura, la garganta toda bilis. Pero hasta ahí: ni vómito, ni sueño, ni ganas de mear, ni nada. R. lo miraba desde adentro, contra la pared de la celda contigua, casi reprochándole, arrollada por la corriente en espiral del agua sucia de la ducha cuando se bañaban juntos. El desagüe. Allá lejos un río. Por ratos le divertía escuchar las conversaciones que sostenían los otros presos para entretenerse. Recibía con sorna el cubículo sobrepoblado de hombres encerrados. Iba a tener que faltar a la tienda, iba a perder días en el trabajo. No tenía ni un lápiz. Le dolía la vista pero no podía pegar los ojos. El tiempo, las horas y sus minutos, todo, habían dejado de existir.