Mi amigo Chiquito y yo, hace unos años, seriamente subyugados por la magia del pop up.


“Eso" que anda por ahí
no puede ser atrapado;
si puede ser atrapado,
ya no anda por ahí.

Si quiere venir, que venga
-si se le da por venir-;
inútil es retenerlo,
hay que dejarlo partir.

Sólo si se va regresa
-sólo vuelve si se va-,
y yo dejo que se vaya
porque sé que volverá.

Eso que se va es “eso”,
y “eso” es también lo que viene;
y yo llamo “eso” a eso
porque ningún nombre tiene.

“Eso” es todo lo que ves
y también lo que no ves;
y “eso” es todo lo que es
y todo lo que no es.

*

Poema y dibujo de Douglas Wright

El talentoso y chiflado Mike Patton vuelve a la Argentina. Lo acompaña una orquesta, con la que interpretará la música de su proyecto Mondo Cane: canciones italianas de los años 50 y 60, como la que se puede apreciar más arriba, compuesta por Mina –y grabada, también, por la bella Carla Bruni.

¿Qué versión les gusta más?


Leo en una biografía no autorizada que el autor de Crimen y castigo era capaz de pasar muchos días encerrado, escribiendo y pensando, y que en esas ocasiones su esposa, en lugar de Fedor, lo llamaba Hedor, cosa que hacía rabiar mucho al genio ruso.




El agua sube. Tadeo baja. Víctor se derrite, Héctor se acomoda. Múctor se describe y Dalila le promete discreción.



HIJAS DEL FERRETERO

Persiana, Manivela, Roldana y Arandela.



LAS COMPOSICIONES DE FRITZ KOCHER, Robert Walser

La música es para mí lo más dulce del mundo. Amo las notas de modo inefable. Puedo andar mil pasos para escuchar una nota (...)

La música siempre me pone triste, pero como lo es una sonrisa. Diría: amablemente triste (...)

Ante la música tengo siempre sólo una sensación: me falta algo. Nunca me enteraré del fundamento de esta suave tristeza, nunca querré indagarlo. No deseo saberlo. No deseo saber todo. Es que, tan inteligente como me parece que soy, poseo poco afán de saber. Creo que es porque soy por naturaleza lo contrario a un curioso. Me gusta dejar que me sucedan muchas cosas, sin preocuparme por cómo suceden. Esto es por cierto criticable y poco apropiado para ayudarme en la vida a encontrar una carrera. Puede ser. No me atemoriza la muerte, por lo tanto tampoco la vida. Noto que comienzo a filosofar. La música es la más irreflexiva y por eso la más dulce de la artes (...)

No se puede querer comprender y valorar un arte. El arte quiere ajustarse a nosotros. Es un ser tan extremadamente puro y pagado de sí mismo, que si uno no se empeña en él se ofende. Castiga al que, queriendo aprehenderlo, le hace concesiones. Los artistas lo experimentan. Y ellos, que ven su oficio en dedicarse a él, saben que de ningún modo quiere ser manejado. Por eso jamás quisiera llegar a ser músico. Me atemoriza el castigo de un ser tan benévolo. Un arte se puede amar, sin embargo uno debe cuidarse de confesarlo. Se ama más íntimamente si uno no sabe que ama (...)

Me falta algo cuando no escucho música, y si escucho música, entonces empieza realmente a faltarme algo. Esto es lo mejor que sé decir acerca de la música.


**

¡Música para bailar!



Libro recomendado.
El hilo. Eduardo Abel Gimenez, Claudia Deglioulmini.
Ediciones del Eclipse, 2011.


Palabras, palabras, palabras. Y trinos.


Esta nena se llama Samantha, vive en Estados Unidos y cursa primer grado. Sus padres decidieron operarle las orejas para evitar las burlas de sus compañeros en la escuela.
En mi escuela no había ningún orejón, o quizá sí, pero en ese caso nadie lo notó especialmente. Sí estaban el cabezón Maidana, el gordo Meli, la gorda Carro, el Bola Ocho (de tez muy oscura) y el Enano.
En el colegio secundario, los apodos se multiplicaron y ganaron en ingenio e inventiva. (Hay gente particularmente dotada para apodar, como mi amigo K, el mejor apodador que conozco; un mago, un poeta del sobrenombre, un hombre de temer).
Pobre Samantha. Sospecho que ahora, durante un tiempo al menos, todo va a ser peor para ella. Quizá, en lugar de recortarle las orejas a la nena, deberían haberle recortado el cerebro a sus padres.






APUNTES DESDE EL CIRCO INTERGALÁCTICO

Me preguntan por Xeu, la niña espejo, que también se llama Mida, U, Aria, Nima, Nonaki.
Ella habla. A veces canta. Y calla mucho. Su silencio está lleno de cosas reales. Espero que me disculpen estas enojosas abstracciones, pero no sé decir mucho más por el momento.
La niña espejo se sienta e improvisa. A veces habla de pie. A veces baila después de hablar –es una danza que varía según sus discursos.
Los monólogos son breves. A veces melancólicos. Otras veces eufóricos, electrizantes. No es el caso de los que reproduzco más abajo, que se encuadran más bien en el primer grupo. Y de todos modos, esas categorías adquieren aquí otros significados, otra dimensión. Permítanme confirmar la sospecha de que, en efecto, ante el estremecedor espectáculo que es posible ver levantando la cabeza de estas notas y dejando ir la mirada a través del ventanal de mi carrocápsula, todo lo que creemos saber se torna un tanto relativo. Viendo este cielo, sus lunas y soles y asteroides, sus colores, muchas veces siento, como escribió el inspirado colega Olaf, que la historia del hombre, "sus migraciones, sus imperios, sus orgullosas ciencias, sus revoluciones sociales, su necesidad cada vez mayor de una vida en comunidad, son solo una chispa en un día de las estrellas".
Hasta pronto. Juan


XEU

Me llaman Xeu. Me gusta sentarme en el cuarto de las muñecas, antes de que salga el sol, y mirarlas a los ojos. Ellas no tienen nombre. Viven junto a una ventana que da al cielo. Ciertas noches bailo para las muñecas hasta que amanece. Después me siento a su lado, me quedo tan quieta y silenciosa como ellas, hasta que escucho pasos en las escaleras, y llega alguien a buscarme para desayunar. Entre los grandes me comporto como esperan que se comporte Xeu. Pero mi verdadero nombre nadie lo conoce, salvo las muñecas, y por eso nadie sabe cómo soy, cómo fui o seré. A veces, cuando hay niebla, con la punta de un dedo escribo mi nombre real sobre el vidrio de la ventana que da al jardín. En ese jardín, en el largo banco de cemento, le diré mi nombre a alguien, algún día. Se lo diré en el oído, con la voz blanca de la porcelana. Y entonces será como despedirme de un sueño largo para entrar en otro.


MIDA

Me llaman Mida. Vivo o vivía en una casa abandonada, al costado de la ruta, en el desierto. (La casa es un cubo blanco, el desierto una tela roja). En los cuartos de la casa hay muebles y máquinas de otra época. Ya estaban ahí cuando llegué. Pero ¿cuándo llegue? A veces pienso que, en el pasado, había más espacio, y también más tiempo. ¿Pensar? Son sensaciones que atraviesan mi mente como bandadas de pájaros, sin dirección, y dejan esto: ecos de su aleteo. A veces también observo a las hormigas. Me pregunto si duermen. A Argos le dan pena, las hormigas. Inclina su largo cuello violeta y las observa de cerca, conteniendo el aliento (mezcla de ajo, miel y pasto mojado) para no estorbarlas. ¿Cómo algo tan pequeño trabaja tanto y se afana de ese modo? Argos a veces llora cuando salimos al patio y las vemos ahí, yendo y viniendo, laboriosas, en fila bajo el cielo infinito de la tarde. Argos, a veces, es tan feliz que siente pena. Quizá por eso es mi amigo. Ayer me trajo un caramelo brillante como una estrella nueva.


ME VUELVO PEQUEÑO, Gianni Rodari

Es terrible volverse pequeño de este modo, entre las miradas divertidas de la familia. Pare ellos es una broma, la cosa los pone de buen humor. Cuando la mesa es más alta que yo, se ponen cariñosos, tiernos, afectuosos. Mis nietitos corren a preparar la cesta del gato: evidentemente se proponen hacerme allí la cama; me levantan del suelo con delicadeza, agarrándome del cogote, me colocan sobre el viejo almohadón desteñido, llaman a amigos y parientes para disfrutar del espectáculo del abuelo en la cesta. Y cada vez me vuelvo más pequeño. Me pueden encerrar, ya, en un cajón con las servilletas, limpias o sucias. En el curso de unos meses ya no soy un padre, un abuelo, un estimado profesional, sino un cosito que se pasea por la mesa cuando la televisión no está encendida. Cogen la lente de aumento para mirarme las uñas pequeñísimas. Dentro de poco bastará una caja de fósforos para contenerme. Después alguien encontrará la caja vacía y la tirará.

***
El destino del señor Howard Stools, que puede verse en el video, sugiere otro posible final para este cuento...

Hace un año que pasó la Lluvia Negra.

Ahora el viejo mago, el enano y la acróbata pelirroja viajan juntos por el espacio, representando sus funciones.

En cada planeta, nuevos artistas se unen al elenco.

Algunos de ellos son:

La hermosa señorita Pi y sus pájaros matemáticos.

Ospix el estirable.

Los payasos gigantes Ji y Jo.

Gummo y el ballet de ratones eléctricos.

Durruti y sus fuegos helados.

Mi artista preferida es Xeu, la niña espejo.

Yo me llamo Juan.

Me uní a la trouppe como cronista.

Tal vez, algún día, alguien lea lo que voy dejando por escrito.

Mientras tanto, los artistas me enseñan sus destrezas.

Hoy aprendí a saltar despacio.


Un elefante de Calvi.
Este jueves 7 a las 17.30, en la librería Yenny de Flores, podrán ver a Fernando en acción, dibujando a propósito de Hugo Besugo. Mientras tanto, una narradora contará algunos casos de Besugo y Viruli. (Ah: hay nuevos casos en camino). Es una actividad abierta y gratuita. Están todos invitados. Si pasan por allí, tal vez nos veamos.

Dibujo de Leo Arias que ilustra el El misterio de las medias.

Cada tanto -un minuto, dos días, tres semanas, cuatro meses-, se me pierde una media.

En verano, el hecho no me inquieta especialmente. Pero ahora que se acerca el frío querría tomar, de una vez por todas, cartas en el asunto. (Mi maestra de tercer grado, la señorita Marité, decía: “Somos hijos de la necesidad”…)

En verdad, no sé si decir que las medias se me pierden a mí. No sé, realmente, qué grado de responsabilidad tengo en el asunto. Y no encuentro una explicación satisfactoria. Para colmo, las medias desaparecen de a una. Nunca se van o se las llevan juntas. Y eso es aún más molesto, porque existe un consenso muy amplio en cuanto al modo de usar las medias, y es que la dos deben ser iguales.

¿Es posible que alguien entre a mi casa con el fin único de robar medias? Y en ese caso: ¿se las lleva para usarlas o para venderlas? ¿Y si las robara para comerlas? Una criatura espacial, por ejemplo. O una polilla gigante (o muchas de tamaño ordinario, pero organizadas). ¿Quizá un ciempiés? No habría que descartarlo. No, no habría que descartar nada. Incluso la posibilidad de que las medias tengan vida propia.

No me cabe la menor duda de que los bebés del video saben algo del asunto. Como es notorio, a uno le falta una media. Con pasión, debaten el tema en su lengua privada.


José María Firpo fue un maestro uruguayo. Nació en 1916 y murió en 1979. Durante años guardó y recopiló los dichos y escritos de sus alumnos sobre los temas que trataban juntos en el aula. Los publicó en libros como La mosca es un incesto o Los indios eran muy penetrantes. Lo que sigue pertenece a ¡Qué porquería es el glóbulo! (De la Flor,1976).


La vaca

-La vaca es una gran cosa porque da leche y carne para el pueblo.

-La vaca come, come, come, come y come, y de noche mastica lo que comió de día.

-La vaca es cuadruplo.

-De adentro de la cabeza de la vaca se sacan sesos que después se ponen adentro de los ravioles.

-La vaca no puede poner la leche en el tarro, por eso el hombre la ordeña.

-Venía un vagamundo de esos, ponía una estancia, la llenaba de vacas y decía: "Ahora soy estanciero".

-La vaca sirve para hacer churrascos, manteca, queso, rebenques, etc.

-La vaca tiene costumbres desastrosas y feas. Yo sé porque mi tío vive en Tacuarembó y tiene una vaca que siempre caga en el patio.

-¡Quién tuviera una vaca!


Los microbios

-En el café de la esquina de mi casa para un hombre muy panzón y los amigos le tocan la panza y le dicen: "Aquí no hay microbios, ¿eh, Don Luis?".

-Mi mamá tiene un chancho y lo lavamos seguido para que no tenga microbios.

-Cuando una persona tose, no sólo debe taparse la boca él sino todos los que están cerca, porque salen microbios y agarran para cualquier lado. Ellos pueden tener el veneno en la cabeza, en el cuerpo o en la cola.

-Cuando se cae un pan o un bizcocho al suelo hay que levantarlo rápido, antes que trepe algún microbio.

-Si los microbios fueran alimenticios sería útil comerlos, pero causan enfermedades y por eso debemos repelerlos.


La electricidad

-Es muy peligrosa porque una vez que uno toca un cable pelado muere vivo si no tiene una goma en algún lado.

-Con la electricidad se pueden escuchar muchas cosas: el timbre, el trueno, la radio, el teléfono, el reloj, las antenas, etc.

-¡Bendita sea la ciencia que al igual que el sol da la luz para los automóviles!

-Si no fuera por la electricidad no podríamos comer helados.

-Un sabio uruguayo llamado Edison inventó la electricidad.

-Si uno empieza a meter los dedos adentro de un enchufe, le da tanta electricidad que muere indefinidamente carbonizado.

-Mi papá era peón en una casa de Rocha que cuando se abría la puerta sonaba el timbre y entonces el perro se avivaba y ladraba, y le decían portero eléctrico.

-La electricidad es la base de la educación.

Como es bien sabido, los elefantes, para bajar de los árboles, se suben a una hoja y esperan que llegue el otoño. Ahora que el verano se alarga, los paquidermos deberán aguardar un poco más de la cuenta. Así que si divisan alguno en un árbol de su calle, no dejen de darle charla, facilitarle un poco de maní, cantarle ópera –hacerle, en fin, un poco menos aburrida la espera.

Todo lo que no podes dejar atrás

Hoy toca U2 en la Argentina. Mi hermano fue fan de U2 desde la más tierna infancia. Aunque a mí me gustaban mucho algunos temas, nunca los seguí con demasiada atención. Pero su música se grabó en mi memoria y forma parte de la banda de sonido de mi niñez. En ese sentido, la inconfundible, potente voz de Bono logra, por momentos, conmoverme hasta las lágrimas, mucho más allá de cualquier consideración racional.

What you got, they can't steal it/ No, they can't even feel it / Walk on.


adrian johnson


SIN LORELEI

Como todos los viernes, hice a un lado mis libros y papeles y salí a buscar a Lorelei, una pelirroja incomparable.

¿Han visto alguna vez un dragón púrpura y dorado sobrevolando el mar, cuando el sol, antes de ocultarse, lanza sus últimos destellos?

Si nunca lo hicieron, traten de imaginarlo. Entonces se darán una idea de lo mágica y atractiva que es Lorelei.

Ya no recuerdo hace cuánto ni dónde la conocí. Nuestras miradas se cruzaron durante unos segundos. Ni siquiera conversamos. Y nunca volvimos a vernos. Pero desde entonces sigo electrizado por el rayo verde de sus ojos. No consigo olvidarla, ni logro dormir bien, ni leer ni escribir todo lo que me gustaría. Así que los viernes salgo a buscarla por los cien barrios porteños.

Esta vez me tocaba Villa Urquiza. Aunque lo adecuado para salir a conquistar a esa princesa era un corcel, tomé un colectivo, el 80. Venía lleno y me dejó en la esquina de Triunvirato y Avenida de los Incas.

Inspiré profundo el aire húmedo y fresco de la tarde. Me di ánimos pensando, como siempre, que hallar a Lorelei no podía ser difícil, pues ella destacaba, ¡y cómo!, entre el resto de las mujeres.

Caminé y traté de imaginar su hogar. ¿Tendría plantas? ¿Mascotas? Rechacé de plano semejantes vulgaridades. Lorelei seguramente habitaba un castillo y esperaba mi llegada junto a una ventana, cantando con voz suave y melodiosa.

Doblé una esquina y me detuve en un maxiquiosco. Me atendió un hombre con anteojos y cara de darle lo mismo un día que otro.

–Disculpe –dije–. Busco a una chica pelirroja que se llama Lorelei.

–Ni idea –respondió–. ¿Va a llevar algo?

Un regalo. ¿Cómo no lo pensé antes? Tal vez un ramo de orquídeas. Un diamante indio. Un tigre de Bengala. Un par de zapatos de cristal.

Revisé mis bolsillos. Encontré un billete arrugado de dos pesos y tres moneditas. Dije:

–Deme un chicle. ¡El más rico que tenga!

Me alejé del quiosco y miré el cielo atravesado por lentas nubes de tormenta.

Doblé otra esquina. Un portero barría hojas secas y las amontonaba en el cordón de la vereda. Era un labrador que trabajaba en los campos cercanos al castillo de la princesa.

–Disculpe –dije–. Busco a una chica pelirroja que se llama Lorelei.

–¿Lorelei?

–Así es. ¡La princesa Lorelei!

–En la otra cuadra, en esa casita blanca, vive una pelirroja. No sé cómo se llama.

–Muchas gracias, gentilhombre.

Crucé la calle. El corazón me latía con fuerza. El frente de la casa se veía un poco deteriorado: pintadas con aerosol, rayones, viejas manchas de pis de perros y gatos.

Un hombre pelado, con musculosa, fumaba en la ventana. Tenía los brazos llenos de tatuajes. ¿Sería un guardián del castillo de la bella Lorelei? ¿El jefe de los guerreros que custodiaban su corona? Me acerqué.

–Disculpe –dije–. Busco a una chica pelirroja que se llama Lorelei.

El guerrero me estudió en silencio.

–No conozco a ninguna Lorelei.

Me pregunté si no trataba de engañarme y disuadirme de molestar a su Señora.

–¿Está seguro de que no la conoce? Le traigo un mensaje… personal –dije, guiñando un ojo para darle a entender que yo era un pretendiente, un enamorado de la bella Lorelei.

–Dale, che. Tomatelás –me respondió.

Me quedé mirándolo.

–Te creo –concedí al fin–. Pareces sincero. ¡No mereces el filo de mi espada!

Me despedí con una reverencia y me alejé. Miré el cielo oscurecido. La luna llena se escondía detrás de nubarrones cada vez más densos.

–¡Ah, Luna! –suspiré–. ¡Compañera fiel de los enamorados!

Entonces vi una ventana iluminada en el último piso del edificio más alto de la cuadra. ¿Y si ella estaba ahí, prisionera de algún mago malvado, o de una prima con nariz torcida y granosa, horrible y resentida, que aspiraba al trono?

Me acerqué al castillo, franqueé el puente levadizo y toqué el portero eléctrico del último piso.

–¿Quién es?

–Disculpe –dije–. Busco a una chica pelirroja que se llama Lorelei.

Hablé con decisión y voz grave, para que comprendieran que mis intenciones eran firmes.

-Acá no vive ninguna Lorelei. ¡Fíjese dónde mete el dedo!

–Esa no es forma de responderle a un caballero –protesté, pero colgaron.

¿Y ahora? ¿Qué debía hacer? ¿Intentar trepar?

En eso entró al edificio un anciano. Llevaba paraguas y una bolsa de supermercado. Usaba una barba blanca y frondosa que me hizo sospechar. ¿Sería el hechicero que mantenía a mi amada cautiva en aquel alto calabozo?

De un salto trabé la puerta con el pie. El filo casi me rompe la alpargata, pero logré entrar al edificio detrás del viejo mago. Este se dio vuelta y me miró con inquietud.

-¿A qué piso va? –preguntó–. ¿Usted vive acá?

-Busco a una chica pelirroja que se llama Lorelei.

-Aquí no hay ninguna Lorelei.

-¿Ah, no?

–No señor

–No le creo. ¡No logrará persuadirme con sus trucos!

–¿Trucos? ¿Qué dice..?

–¡Mago perverso! ¡No soy un caballero cualquiera! ¡Has hallado la horma de tu zapato! ¡Un enemigo de tu propia talla! Rescataré a la bella Lorelei y…

El viejo empezó a darme fuertes paraguazos en la cabeza y me obligó a retroceder y salir del edificio.

–¡Váyase y no vuelva! –me soltó antes de cerrar con llave la puerta de entrada.

En ese momento estalló un trueno espeluznante y empezó a llover a cántaros, con gotas gordas como uvas. El aguacero me empapó en pocos segundos y enfrió un poco mis ánimos. Volví a mirar el último piso. Las luces estaban apagadas. Admití que tal vez me había equivocado. Después de todo, no sería la primera vez. Claro que no.

La lluvia me estaba calando los huesos, así que por esa noche decidí retirarme y suspender la búsqueda. Además, recordé que había dejado las ventanas de mi casa abiertas.

Caminé de vuelta hacia la parada del colectivo. Aún no eran las nueve de la noche. Todavía estaba a tiempo de comprar milanesas y fruta. Y también de pasar por la librería y buscar novelas que me ayudaran a tolerar una nueva semana a solas. Más días sin Lorelei.






LAS CIUDADES Y LOS OJOS, Italo Calvino

Después de andar siete días, a través de boscajes, el que va a Baucis no consigue verla y ha llegado. Los finos zancos que se alzan del suelo a gran distancia uno de otro y se pierden entre las nubes, sostienen la ciudad. Se sube por escalerillas.
Los habitantes rara vez se muestran en tierra: tienen arriba todo lo necesario y prefieren no bajar. Nada de la ciudad toca el suelo salvo las largas patas de flamenco en que se apoya, y en los días luminosos, una sombra calada y angulosa que se dibuja en el follaje.
Tres hipótesis circulan sobre los habitantes de Baucis: que odian la tierra; que la respetan al punto de evitar todo contacto; que la aman tal como era antes de ellos, y con catalejos y telescopios apuntando hacia abajo no se cansan de pasarle revista, hoja por hoja, piedra por piedra, hormiga por hormiga, contemplando fascinados su propia ausencia.


En Las ciudades invisibles, Ed. Siruela.


Los Jackson Five.


Vegeta, personaje de Dragon Ball.

La mención de Dragon Ball en el post anterior me trajo a la memoria a un peluquero. O a dos. Me explico:
Como dice Diego en un buen post sobre pelos, “soy un hombre a la moda”. Y como Diego, yo también, durante mucho tiempo, quise tener una melena. ("No hay melena que no mistifique", escribió Macedonio Fernández). Pero mis rulos se enroscan y acumulan unos sobre otros desafiando ese deseo mío, y también la ley de gravedad.
En aquellos años (principios de los 90) llegué a tener una verdadera carpa, un armazón ovoide alrededor del cráneo, un poco más suave y maleable que, por ejemplo, el que ostentaban los Jackson Five, aunque en esa misma tesitura.
Sin ser negro ni buen cantante, durante un buen tiempo sostuve, gallardo, ese andamiaje –“nido de caranchos” al decir de las abuelas. Pero pasaban los meses y no había manera: la melena se negaba a “caer”, y yo recaía en la peluquería. Así que no puedo decir que alguna vez haya tenido el pelo largo. No. Muy crecido, tal vez. Pero largo, era largo hacia abajo. Llevarlo por los hombros, como mínimo. Poder atarlo. Poder practicar mosh en los recitales. Eso era tener el pelo largo. No aquello.
Una tarde mi hermano, estudiando mi cabeza, me soltó: “No sé qué imagen interna te habrás forjado de vos mismo para andar por el mundo con eso”. Cruel, el mocoso. No recuerdo por qué no lo golpeé. Lo cierto es que él sufría su propio drama piloso. Había entablado una lucha encarnizada contra sus rulos, por cierto más hirsutos que los míos (creo que hirsuto es una palabra que se usa únicamente para hablar del cabello). Intentaba aplastarlos con jabón blanco, secarlos… aniquilarlos. Vivía encasquetado a una mugrosa gorra azul que ni siquiera se quitaba para dormir, y terminó apelando a la solución final: rapado al ras. Hasta el día de hoy –casi veinte años después– se pasa la maquinita e impide que su cabello crezca más de dos centímetros.
Por mi parte, resignado, seguí acudiendo a la peluquería, un local chiquito y muy iluminado en la zona de Tribunales. Mi peluquero era un uruguayo bueno, pícaro y mujeriego. Mientras me contaba chistes y andanzas por el Brasil me cortaba el pelo, muy rápido y siempre igual. Era un corte correcto que jamás me conformaba. Yo quería… ¿qué quería?... otra cosa… no sabía qué. Algo un poco menos prolijo, tal vez. Menos convencional. Y sin embargo iba, me sometía al ultraje sin atreverme a discutir nada ni a cambiar de peluquería. Todo lo que lograba balbucear era: “¿No me podrás cortar un poco menos… parejo? Que arriba quede como más… ¿despeinado?... qué se yo.” Apelé incluso a la palabra “entresacar”, que le había oído a alguien. “¿Por qué no me… entresacás… digo… un poquito?”. El peluquero asentía, decía sí sí, pero ni bola. Y yo veía avanzar, implacable, el mismo corte de siempre...
Al terminar, el uruguayo me mostraba mi nuca en un espejito. Yo aprobaba en silencio. Sólo quería que me pasara la brocha entalcada por el cuello y me quitara el ridículo delantal para correr a casa, tomar las tijeras y arruinar un poco ese corte que acababa de pagar.
Una tarde entré a la peluquería. Me lavaron el pelo, me senté en el sillón. Cuando el uruguayo se acercó y me vio la cabeza, me increpó: “Pero ¿qué pasó? ¿Fuiste a cortarte a una carnicería?”. No, le dije, me lo corté yo. “¡Te hiciste un desastre!”, dijo. Entonces me desahogué. Le dije toda la verdad. Que nunca salía conforme de ahí. Que me pegaba tijeretazos en casa. Que quería otra cosa. Otra cosa. Algo menos formal. ¿No había oído él hablar del punk, del rock, del grunge, tan de moda en esos días? ¿En qué mundo vivía?
A mis espaldas, tijera en mano, el uruguayo reflexionó unos instantes mirando hacia la calle. Después me encaró a través del espejo, me miró a los ojos y me dijo: “¿Sabés qué pasa? Me estás pidiendo algo que no puedo hacer. Es como pedirle a un arquitecto que construya un edificio torcido”.
Quedé apabullado, vencido por tamaña respuesta. Desvié la mirada. Dócilmente me dejé cortar por ese profesional maravilloso, intachable. Y nunca más volví.
Unos meses más tarde, cuando los rulos otra vez hacían montonera, cacé las tijeras y me hice uno con la vieja metáfora: me corté solo. Para mi sorpresa, no resulté del todo inepto en la labor. Desde entonces han pasado unos diez años y sigo así. (Con mayor o menor fortuna, claro. El estado de ánimo influye mucho en la tarea. No recomiendo cortarse el pelo si uno está triste o nervioso. A mí se me da mejor por las mañanas. Alguna vez me di a la empresa a altas horas de la noche, con funestos resultados).
Hubo una sola interrupción en estos años míos de coqueta autosuficiencia coiffeur. Fue durante la aparición de las peluquerías cool en Buenos Aires. Esas donde pasan rock, hay paredes de colores, peluqueros jóvenes con apodos raros que dicen “dale”, etc.
Me dejé arrastrar allí por un grupo de compañeros y compañeras de trabajo encantados con el lugar (un conocido local en Caballito), y la promesa de un corte no traumático. A ellos seguramente les funcionaba. Para mí fue un engaño. Me cobraron una fortuna y en el espejo no dejaba de verme como un perfecto participante de "Operación Triunfo".
Cuando terminó la masacre, el joven peluquero (que atendió su teléfono celular dos veces mientras trabajaba en mi cabeza) me tendió la mano y dijo: “Cualquier cosa, mi nombre es Vegeta”. "¿Cómo el personaje de Dragon Ball...?", pregunté. "¡Exacto!"
Al salir me tomé un taxi porque me daba vergüenza andar así por la calle. Durante el viaje me acordé con cierto cariño del peluquero uruguayo. Y cuando llegué a casa, claro, cacé las tijeras.
Un dibujo de Akira Toriyama, creador de “Dragon Ball” y “Dr. Slump”. Sus dos personajes más famosos, Goku y Arare-chan, gritan “Ganbare!!”. Una expresión que, según Alberto Silva, podría traducirse como "¡Dale!" o "¡Ánimo!" o "¡Vamoarriba!".
Más abajo, se lee este mensaje de apoyo a las víctimas del cataclismo:
“Para todos los afectados por el desastre, es realmente muy difícil, pero no se rindan y ganbatte kudasai!”.

(Vía Alberto)

LA OBRA Y EL POETA, Richard F. Burton

El poeta Tulsi Das compuso la gesta de Hanuman y de su ejército de monos. Años después, un rey lo encarceló en una torre de piedra. En la celda se puso a meditar y de la meditación surgió Hanuman con su ejército de monos y conquistaron la ciudad e irrumpieron en la torre y lo libertaron.

(En Antología de la literatura fantástica. Borges, Bioy Casares, Ocampo. Ed. Sudamericana.)


(vía nat)

Dos elefantes se encuentran por la calle.
-Hola, ¿cómo te llamás?
-Me llamo Ele.
-¿Ele qué?
-Ele Fante. ¿Y vos?
-Yo me llamo Oto.
-¿Oto qué?
-Oto elefante.
puño
LOS PERIÓDICOS, Gianni Rodari

Conozco a un señor en el tren. Ha subido en Terontola con seis periódicos bajo el brazo. Comienza a leer.
Lee la primera página del primer periódico, la primera página del segundo periódico, la primera página del tercer periódico, y así sucesivamente hasta el sexto.
Después pasa a leer la segunda página del primer periódico, la segunda página del segundo periódico, la segunda página del tercer periódico, y sigue así.
Después inicia la tercera página del primer periódico, la tercera página del segundo, con método y diligencia, tomando de vez en cuando unas notas en los puños de la camisa.
De repente me asalta un pensamiento espantoso:
–Si todos los periódicos tienen el mismo número de páginas, bien, pero ¿qué sucederá si un periódico tiene dieciséis páginas, otro veinticuatro, otro sólo ocho? Al ver fracasar su método, ¿qué hará este pobre señor?
Por suerte me bajo en Orte y no me da tiempo a asistir a la tragedia.


En Cuentos escritos a máquina (Alfaguara).

"¿Hola? ¿Es a mi a quien buscas?"

Si no le encontrás ninguna gracia a esta foto es porque sos bastante más joven o más viejo que yo. (O porque, siendo de la misma generación, el chiste te parece una soberana tontería). En el primer caso, aquí está la explicación. Era un tema que sonaba mucho en las fiestas ("asaltos"), a la hora de bailar "lentos". Igual que este otro tema, de un señor que HOY anunció su retiro de la música para dedicarse de lleno a criar a sus hijos.
Confieso que la canción de Lionel nunca me movió un pelo (y eso que antes tenía muchos más). Pero la de Phil...




Dos hermanos. La primera foto es de 1979. La segunda fue tomada en 2010 por Irina Werning. Forma parte de su proyecto "Back to the future" (Volver al futuro). Aquí hay más. Recuerda al proyecto Ausencias, de Gustavo Germano.

METAMORFOSIS

Al despertar una mañana tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsung se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso electrodoméstico.

LAS RELACIONES HUMANAS (fragmento), Natalia Ginzburg.

En la infancia, tenemos los ojos fijos, sobre todo, en el mundo de los adultos, oscuro y misterioso para nosotros. Nos parece absurdo porque no comprendemos nada de las palabras que los adultos se cambian entre sí ni el sentido de sus decisiones y acciones, ni las causas de sus cambios de humor, de sus cóleras repentinas. Las palabras que se cambian los adultos entre sí no las comprendemos ni nos interesan; al contrario, nos aburren infinitamente. Nos interesan, sin embargo, sus decisiones, que pueden cambiar el curso de nuestras jornadas, los malhumores, que ensombrecen las comidas y cenas, los portazos imprevistos y el estallido de voces en plena noche. Hemos comprendido que en cualquier momento, de un tranquilo intercambio de palabras puede desencadenarse una tempestad imprevista, con ruidos de puertas y lanzamiento de objetos. Vigilamos, inquietos, el más mínimo matiz violento en las voces que hablan. Ocurre que estamos solos y absortos en un juego, y de improviso se elevan en la casa esas voces de cólera: seguimos jugando mecánicamente, poniendo piedrecitas y hierbas en un montoncito de tierra para hacer una colina; pero, mientras, no nos interesa ya nada aquella colina, sentimos que no podremos ser felices hasta que la paz no haya vuelto a casa; las puertas golpean y nosotros nos sobresaltamos; vuelan palabras rabiosas de una habitación a otra, palabras incomprensibles para nosotros, y no tratamos de comprenderlas ni de descubrir las razones oscuras que las han dictado, pensamos confusamente que deberá tratarse de razones horribles: todo el absurdo misterio de los adultos pesa sobre nosotros. Tantas veces complica nuestras relaciones con el mundo de nuestros semejantes, de los niños; tantas veces tenemos a nuestro lado un amigo que ha venido a jugar, hacemos con él una colina, y un portazo nos dice que se ha acabado la paz; rojos de vergüenza, fingimos interesarnos mucho por la colina, nos esforzamos por distraer la atención de nuestro amigo de aquellas voces salvajes que resuenan por la casa; con las manos, que de pronto se han vuelto blandas y cansadas, ponemos cuidadosamente palitos en el montón de tierra. Estamos absolutamente seguros de que en casa de nuestro amigo no se discute jamás, no se gritan jamás palabras salvajes; en casa de nuestro amigo todos son educados y tranquilos, discutir es una vergüenza especial de nuestra casa; luego, un día, descubriremos con gran alivio que se discute también en casa de nuestro amigo del mismo modo que en nuestra casa, que se discute quizá en todas las casas de la tierra.

Mis primeros recuerdos son del barrio de Saavedra. Vivíamos en una casa grande con jardín, sobre la calle Vilela. En el jardín había una parrilla, una pelopincho, una rosa china que me parecía gigante, a la que solíamos trepar con mi hermano. Después nos mudamos porque la dictadura que gobernó el país entre 1976 y 1983 decidió que por allí pasaría una autopista. Así que demolieron la casa, pero la autopista nunca se hizo. El solar donde estuvo mi casa sigue ahí, baldío, verde. Pasé varias veces por esa cuadra a lo largo de estos años. Hasta no hace mucho, la rosa china se mantenía en pie.

Hoy se estrenó el documental AU3, que cuenta la historia y las historias alrededor de esa autopista inconclusa.


“Un grupo de intelectuales difundió hoy un escrito en el que rechaza la designación del escritor peruano Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura, para inaugurar la próxima edición de la Feria del Libro.

La solicitada está firmada por Vicente Battista, José Pablo Feinmann, Ricardo Forster, Mario Goloboff, Horacio González y Juano Villafañe.

A continuación, el texto difundido:


Los abajo firmantes, escritoras y escritores argentinos, mujeres y hombres de la cultura, manifestamos nuestro profundo desagrado y malestar ante la designación del escritor Mario Vargas Llosa, por parte de la Fundación El Libro, para inaugurar la 37ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.

Convertido desde hace años en vocero de los grupos multinacionales editoriales y mediáticos, de un supuesto “liberalismo” de sometimiento y depredación, y de la oposición a lo que ellos denominan “gobiernos populistas” en América latina, Mario Vargas Llosa se ha ensañado de modo muy particular con nuestro país y nuestra sociedad, en declaraciones vastamente difundidas por esos mismos medios.

En consecuencia, nos parece que dicha designación es no sólo inoportuna sino también agraviante para la cultura nacional y para con las preferencias democráticas y mayoritarias de nuestro pueblo.


(Fuente: diario La voz)


Para hacer llegar adhesiones: arte@cculturalcoop.org.ar y marioba@sion.com

CIUDADES, Meng Jiasheng.

Una ciudad que no conoce, una ciudad
en la que no estuvo, una ciudad en la que estuvo
de paso, en la que pasó una noche, dos días o un año,
una ciudad en la que vivió casi toda su vida
sin conocerla, caminando siempre en círculos,
encontrándose todo el tiempo con sus huellas,
una ciudad que intuyó desde la ventanilla de un micro,
a través de los ventanales de un aeropuerto,
mirando a los aviones despegar en el atardecer
hacia otras ciudades, igualmente desconocidas
(los nombres en el tablero no le dicen nada),
una ciudad imaginaria, una en la que sintió
una especie de deja vu al llegar por primera vez,
y al recorrer sus calles, una ciudad que odia
por las mismas razones por las que ama aquella otra
(ambas desconocidas), una en la que pasó una tarde
conversando con una chica en una lenguaje de signos,
una con playa en la que encontró una piedra
hermosa: la llevó en su mochila durante un viaje
para abandonarla, un día, de golpe, en otra ciudad.

(Traducción: Miguel Ángel Petrecca)

Trabajo recién salido de imprenta. Iba a llamarse "El amor y el espanto", pero... ¡a la editora se le coló una preposición!
Así es esta clase de palabras: a veces se meten donde no les corresponde. (Por ejemplo: "Pienso de que Evelio es un pelafustán").
Recuerdo que en la escuela nos hacían repetir como un cantito la lista de preposiciones del español (a, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, so, sobre, tras).
Hoy, la Real Academia ha quitado algunas y agregado otras.
Yo nunca fui un as de las preposiciones, ni mucho menos. Seguramente, en el libro incurrí en varios errores gramaticales que espero hayan corregido.
El original comenzaba así:

"Estaba sentado en el Parque Lezama, leyendo, cuando sonó mi teléfono celular. En general no me gusta hablar por teléfono en la calle. Me da vergüenza. No entiendo a la gente que cuenta sus intimidades a los gritos en un colectivo, por ejemplo, o en el supermercado.

Esta vez atendí porque vi que era un número desconocido y pensé que podía ser Ana.

–¿Nicolás Schuff?

–Sí –dije, decepcionado de oír una voz masculina.

–¿Qué tal? Mi nombre es Juan Monti, le hablo de la editorial Estrada.

–Ah... Mucho gusto.

–Igualmente. Lo llamo para saber si podemos arreglar una reunión. Le adelanto el tema: queremos que escriba un libro para la colección Azulejos.

Esa era una buena noticia. En las últimas semanas yo estaba un tanto desanimado y con poco trabajo. Leía mucho, salía poco y tenía sueños muy vívidos que de a ratos se me confundían con la realidad. Así que un trabajo por encargo me venía bien para mantenerme ocupado y de paso ganar algo de plata. Porque no sólo andaba escaso de ideas, sino también de dinero. Michum, mi gato, se quejaba todas las noches de su comida barata y pretendía hincarle el diente a mi propia cena, que tampoco era gran cosa. (En realidad, Michum siempre pide más. Yo abro las ventanas para que salga a cazar ratones y de paso haga un poco de ejercicio, pero es inútil. Su aventura más audaz consiste en pelearse con mis zapatos, que para él son el enemigo número uno).

–¿Entonces podrá pasar por la editorial? –preguntó la voz al otro lado del teléfono.

–Mañana a las nueve de la mañana puedo estar allá.

–Me parece perfecto, lo esperamos.

Cuando corté tuve ganas de escribirle un mensaje a Ana y compartir la noticia, pero mi teléfono no tenía crédito. Además, ella no respondía ni uno de mis llamados. ¿Por qué? No lo sabía. Era un misterio que empezaba a inquietarme.

Miré a las palomas. Estaban reunidas a los pies de una viejita que les arrojaba migas de pan seco.

No sé si conocen el Parque Lezama, en el barrio de San Telmo. Algunos historiadores dicen que este fue el punto que eligió Pedro de Mendoza, en el año 1536, para fundar la ciudad de Buenos Aires. Otros opinan que eso es un mito y que no hay pruebas concretas de que haya sido así.

Traté de imaginar cómo, en el lugar donde ahora estaba la viejita alimentando palomas, casi quinientos años atrás se habían enfrentado querandíes y españoles; los primeros semidesnudos, con flechas y boleadoras, los segundos con escudos y armas de fuego.

Es raro pensar que esta ciudad fascinante y monstruosa nació de unos pocos ranchos a la vera del río.

Un pelotazo en la cabeza me sacudió los pensamientos. Levanté la vista y vi a tres chicos de unos diez u once años. El accidente les había dado risa. Uno de ellos, morocho y flaquito como un grisín, se acercó con una mano en alto.

–¡Disculpe, don!

–No hay problema –dije–. Soy un cabeza dura.

Antes de devolverle la pelota hice algunos jueguitos. Me salieron siete al hilo y me entusiasmé.

–¿Hacemos un partidito? –propuse.

–Nosotros ya nos íbamos... –me respondió el chico.

–No tengas miedo que soy de madera, ¿eh?

–No, no es eso... Pero no queremos estar mucho acá... Hoy es primero de mes.

No entendí. ¿Estaba prohibido jugar el primero del mes? ¿Sería una nueva disposición municipal?

–¿No oyó hablar de Andrei? –preguntó el chico señalando la iglesia rusa que hay frente al parque.

Es un edificio muy lindo, llamativo, con cinco cúpulas de color turquesa.

–¿Andrei? ¿Quién es?

–Era un nene que vino de Rusia con sus padres, a los nueve años –me explicó el chico–. Su papá trabajaba en la construcción de la iglesia y un día lo trajo a conocer el lugar. Mientras paseaban por ahí se desprendió una viga y golpeó a Andrei en la cabeza y lo mató. Eso pasó un primero de mes. Desde entonces dicen que el fantasma del chico vive en una cúpula de la iglesia, y los días primero de cada mes provoca una desgracia.

Miré las cúpulas, con su rara forma de cebolla bajo el cielo.

–Qué historia triste... –dije.

El chico alzó los hombros.

–Si quiere venir mañana a la mañana, vamos a jugar un partido –me invitó mientras volvía con sus amigos.

–Mañana no puedo, pero gracias igual.

Mientras volvía a mi casa me acordé de mi abuela María, cuya familia también vino de Rusia a comienzos del siglo XX. ¿Conocería la historia de Andrei? ¿O se trataba nomás de un invento un poco ingenuo para asustar a los chicos?

Cuando abrí la puerta de casa Michum me recibió con un maullido corto. Lo alcé y nos dimos unos besos. Me gusta mucho sentir su aliento horripilante. Como siempre, él había desparramado todos mis papeles por el suelo. Es una de sus rutinas favoritas: subirse al escritorio y tirar lo que encuentra. Después elige una hoja y se acuesta encima un buen rato.

Junté las cosas, regué el potus y llamé a Ana, pero no estaba, o no quiso atender.

Decidí no preocuparme. Preparé unos mates y me senté frente a la computadora. La historia del tal Andrei me dio curiosidad y busqué información en Internet. No encontré nada sobre el fantasma, pero sí algo sobre la iglesia rusa. Se inauguró en 1901 y desde 2001 es patrimonio histórico nacional. Vi que al día siguiente, a las cuatro de la tarde, había una visita guiada por la iglesia.

Después revisé los mails. Mi amigo Gaznápiro me había escrito para saber cómo andaba. Gaznápiro tiene doce años, le gusta escribir cuentos y tocar la batería. Tiene la cabeza llena de rulos y la cara llena de granos. Nos conocimos en una escuela de Floresta, una vez que fui a dar una charla sobre uno de mis libros. Él se acercó y me contó que quería ser músico y escritor. Intercambiamos mails y nos hicimos amigos. A veces viene a casa, escuchamos discos o charlamos de libros. A él le gustan Los Beatles y a mí también. Cada tanto, Gaznápiro me manda un cuento y yo le mando uno mío. Yo lo ayudo con mis ideas y él con las suyas. Lo llamo Gaznápiro porque se llama Gabriel Aznar Piro. Él me llama Chufo, y a veces Enchufe, porque es un irrespetuoso. Les aseguro que escribe muy bien; algún día van a oír hablar de él.

Después de responderle el mail a mi amigo cociné un plato de arroz, comí y me fui a acostar. Michum había trepado a la cama antes que yo, como siempre, y se lamía la panza con gran concentración.

–¡Abajo, o te llevo a vivir con el fantasma ruso! –lo amenacé.

Él hizo una pausa en su limpieza, levantó la cabeza y me miró como diciendo: 'No seas tonto. Los dos sabemos que jamás harías algo así'.

Tiene razón."