cenizas a las cenizas, funk al funky.
les deseo un excelente 2017, amigas y amigos que visitan cada tanto este rincón.
¡salud!
Un cuentito escrito de una sentada y dibujado de igual modo por Mariana Ruiz Johnson
LA ZANAHORIA MISTERIOSA
En una casa ni muy grande ni muy
chica ni muy linda ni muy fea vivía una zanahoria misteriosa.
¿Por qué era misteriosa?
Porque nunca salía de la casa y nadie
sabía lo que hacía.
¿De qué trabajaba?
¿Cómo se llamaba?
¿Cuántos años tenía?
¿Para qué equipo hinchaba?
A veces los vecinos la veían de noche
asomada a una ventana.
Pero nada más.
Empezaron a sospechar de ella y a
tenerle miedo.
Algunos hacen así: piensan mucho
en las vidas de los otros, sospechan y se asustan.
Entonces decidieron contratar un
detective para investigar a la zanahoria misteriosa.
El detective se llamaba Rogelio
Elio.
Era un conejo.
Rogelio Elio llegó, se puso al tanto
de todo (que era poco, casi nada).
Luego toco el timbre en la casa ni
muy grande ni muy chica ni muy linda ni muy fea.
La zanahoria abrió la puerta, lo hizo
entrar.
¡Qué fácil!
Claro: a ninguno de los vecinos se
les había ocurrido tocar timbre.
Pasó un rato.
Rogelio Elio volvió a salir.
-¿Y?
-Era una zanahoria.
-¡Eso ya lo sabíamos!
-No tengan miedo, no va a
molestarlos.
Sonrió. Tenía restos de color
naranja entre los dientes.
Los vecinos le pagaron y se fue,
agitando el rabo.
Al día siguiente vieron que en la
casa ni muy grande ni muy chica ni muy linda ni muy fea había un nuevo
inquilino.
Era un tomate.
¿Qué hacía ahí?
¿Sería pariente de la
zanahoria?
¿De qué trabajaba?
¿Cómo se llamaba?
¿Cuántos años tenía?
¿Para qué equipo hinchaba?
El tomate no salía nunca de la
casa.
A veces lo veían de noche asomado a
una ventana.
Pero nada más.
"Cuando una relación va a ser duradera, el encuentro toma los visos de una fatalidad y uno no se resiste porque sabe que a esa persona la ha conocido en el futuro".
Adolfo Couve, El picadero
Un criado trajo piña.
La fruta humedeció los labios.
En la oscuridad, sus dientes brillaron como hielo.
-¿Usted no baila?
No, yo no bailo. Cuando era joevn, no estaba de moda. Cuando se puso de moda, ya no era joven. Además escribía poemas, ¿cómo me iban a creer que me doliera el corazón por el mundo si me veían lascivamente pegado a una mujer? Tengo una manía, la de ser yo el alma, la conciencia de la humanidad. Yo no puedo bailar, aunque me gustaría. Al sacerdote también le gustaría, pero igualmente tiene que renunciar a hacerlo. Y además hubo una guerra, no debo olvidarlo. Si bailara, sería como dar patadas en la frente de los caídos. Ríase de mí, puede hacerlo.
–Qué va, lo comprendo.
Y también tuve que explicar por qué no jugaba al bridge (ella sí juega). No tengo tiempo. Tampoco tendría paciencia. Cuando jugaba a las cartas, jugaba al bacará y al macao. Me arrepiento de ello. Cuánto amor, cuánta lectura y cuánto trabajo me perdí. La baraja es una experiencia estéril, no deja recuerdos. Lástima, lástima por aquellas horas ciegas. La vida ya me está empezando a parecer valiosa.
–Pero uno necesita ese narcótico –dice, como una mártir.
Yo no lo necesito. Yo no esquivo el sufrimiento ni el aburrimiento. Es más, lo necesito. Menuda carta de presentación ante una mujer, ¿verdad?
Acababa de apartar la cucharita de los labios. Agitó la cabeza y soltó una suave risa; la lengua, como una llama, recorrió el labio, lo lamió. Extendí la mano para coger su platito de cristal porque se había acabado la piña, lo puse ante mis pies. Mi mano izquierda descansaba sobre mi muslo. Ella dejó caer la mano, apenas rozó la mía. Y con una voz tan suave como aquella caricia dijo:
–Estoy encantada con usted.
Fragmento de La manzana de Adán, de Erno Szep
EL HOMBRE EN LA ARAUCARIA
Sara GallardoUn hombre pasó veinte años haciéndose un par de alas. En 1924 las estrenó, de madrugada. Su temor principal era la policía. Anduvieron, con un vaivén bastante lento.
No lo subían más de doce metros, la altura de una araucaria de la plaza San Martín.
El hombre abandonó a su mujer y sus hijos para pasar más horas sobre el árbol. Era empleado en una compañía de seguros. Se instaló en una pensión. Cada medianoche ponía aceite para máquinas de coser en las alas, y marchaba a la plaza. Las llevaba en un estuche de violoncello.
Bastante cómodo, tenía un nido sobre el árbol. Hasta con almohadones.
De noche la vida en la plaza es extraordinariamente compleja, pero él nunca se molestó en enterarse. Le bastaban los follajes, las casas oscuras, y sobre todo las estrellas. Las noches de luna eran las mejores.
Nuestro mal es no aceptar el límite. Se le puso pasar un día entero en el nido. Fue en un feriado de la compañía.
Salió el sol. Nada como el amanecer entre las copas de los árboles. Muy alta, una banda de pájaros pasó dejando la ciudad a sus pies. Los contempló con una especie de mareo, con lágrimas.
Eso había soñado los veinte años que puso en fabricar sus alas. No en una araucaria.
Los bendijo. Se le fue el corazón tras ellos.
Una sirvienta abrió los postigos en casa de una vieja insomne. Vio al hombre en su nido. La vieja llamó a la policía y a los bomberos.
Con altavoces, con escaleras, lo rodearon.
Tardó en notarlo, se calzó las alas, se puso de pie.
Los autos frenaron. La gente se juntó. Se abrieron las ventanas. Vio a sus hijos, con delantales de colegio. A su mujer, con la bolsa del mercado. A la sirvienta y a la vieja abrazadas.
Las alas funcionaron, despacio. Rozó ramas.
Pero perdió altura. Bajó hasta el monumento. Saltó. Se enhorquetó en ancas del caballo. Tomó de la cintura al general San Martín. Sonreía.
Un policía disparó un tiro.
Quedó sobre el caballo un zapato enganchado.
Pero pudo volar. Lento, avanzó, apenas más alto que las cabezas de los que estaban en la plaza, y nadie respiró observándolo.
Llegó a la torre de los ingleses, el viento lo ayudó hacia el sur.
Vive entre las chimeneas de una fábrica. Es viejo y come chocolate.
este señor tiene pésimo aliento, es ladrón e inventor, y protagoniza un libro que escribí e ilustró maría victoria rodríguez. en marzo/abril de 2016 estará en librerias.
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