LA CONFESIÓN DE UN PARAGUAS

Vivo casi siempre en un rincón oscuro, pero cuando llueve me abro como una flor. Rara vez he visto el sol. Apenas lo recuerdo. Apenas me lo imagino.
Soy un ala redonda a la que no dejan volar.
Me han dicho que en realidad soy un techo que camina, un techo ambulante que aparece cuando llueve.
Me abren y enseguida me inflo como un pavo y siento caer la lluvia sobre mí.
Soy un paraguas para atajar mil lluvias:

chaparrones, aguaceros, garúas
lloviznas... En fin, toda la familia...

Después cuando me cierran, me siento mustio, marchito como una flor o peor... como un fosforo apagado. Menos mal que me llevan abierto cuando hace rato dejó de llover.
Y cuando estoy abierto me siento un ala prisionera, la única ala hecha para mojarse cuando llueve. Y entonces quiero escaparme en serio, escaparme volando... Pero me tienen bien sujeto por ese dichoso mango traidor. Ni los pájaros ni los barriletes vuelan cuando llueve. Yo, en cambio, quiero volar en medio de la lluvia hasta verle la cara al sol.
Ni flor ni pájaros. Flor negra, pájaro negro, me han dicho alguna vez. Y hasta dicen que es de mal agüero llevarme creyendo que va a llover.
Tal vez por eso me olvidan con facilidad. El nuevo dueño siempre me cuida más que el que me perdió. Pero, de todos modos, hace conmigo lo mismo que el otro: abrirme, cerrarme, sujetarme, olvidarme... Y así se va la vida.
Me han hecho para navegar por la lluvia como una canoa al revés.
Somos todo un pueblo que aparece con la lluvia. Brotamos como los hongos cuando comienza a llover.
Pero ya somos creciditos. Es hora de soltarnos y dejarnos volar. Tenemos que esperar un descuido para escaparnos como los globos. ¡Ah! ¡Cuándo seremos paraguas sin mango!

Al final uno se parece al pelo y las uñas, que quieren crecer y seguir creciendo siempre... ¡Y los cortan! Pero éste ya es otro cuento.