PAPA NOEL
Laura, Damián y yo conversábamos en el patio, sentados alrededor de la mesa. Ya habíamos terminado de cenar, pero todavía nos quedaba lo más rico: el pan dulce, el turrón y el helado. Hacía calor, pero no tanto. Soplaba un viento suave que traía, entreveradas, risas y músicas de casas vecinas. Aunque faltaba un rato para las doce de la noche, cada tanto se oía a lo lejos el estruendo de un petardo.
Me acordé de las navidades de mi infancia. Mientras mi papá y mi tío contaban chistes malísimos y mi hermana le quitaba las frutas abrillantadas al pan dulce, mi primo y yo trepábamos al gomero del jardín. Nos gustaba sentarnos en esas ramas gruesas y ver desde ahí los fuegos artificiales que inundaban el cielo del barrio.
–Qué suerte que a la tarde llovió, ¿no? –dijo Laura, ahora–. Se puso lindo.
Era cierto. No había ni una nube y las estrellas brillaban como si las hubieran lavado con agua y jabón.
–¿Qué hora es, Dami? –le pregunté a mi hijo.
–Las doce menos cuarto –dijo él, sin levantar la vista de su teléfono celular. Se estaba mandando mensajes con algún amigo.
–¡Uh, falta muy poco para que llegue Papá Noel! –dije, guiñándole un ojo a mi esposa–. Voy al baño y vuelvo.
Fui hasta mi dormitorio, abrí el ropero y saqué el brillante traje rojo, el gorro con el pompón, las botas y la barba postiza. Uso el mismo traje desde que Damián tenía dos años. Lo compré en oferta en una antigua tienda de disfraces de Villa Luro, cerca de mi trabajo. Desde entonces ya pasaron varios años y la barba se ha puesto un poco amarillenta, pero el traje se conserva muy bien. Después de todo lo uso apenas un ratito en nochebuena.
Me vestí con cuidado y me puse un almohadón sobre la panza, debajo del saco, para parecer más gordo. Después busqué los regalos que había escondido debajo de la cama y los metí en una bolsa. Me miré en el espejo del ropero, me enderecé la barba, y salí a la calle por la ventana del dormitorio.
La vereda estaba casi desierta. Un gato negro se lamía la panza con gran concentración, sin sospechar la batería de ruidos y colores que estallaría unos minutos más tarde.
Entré a casa por la puerta principal. Sabía que Damián, como todos los años, estaría espiando a la distancia, esperando ese momento con una mezcla de fascinación, temor y sorpresa.
Avancé por el pasillo, entré al living en puntas de pie. Las luces parpadeantes del arbolito pintaban las paredes de tonos suaves y cambiantes. Me acerqué y empecé a dejar los regalos al pie del árbol que Laura, Damián y yo decoramos con serpentina, estrellas plateadas, bolas de brillante plástico rojo y dorado.
Entonces, como suponía, vi a mi hijo con el rabillo del ojo. Me espiaba desde la puerta que daba al patio, unos metros más allá.
–Papá –dijo de pronto–, no hace falta que te disfraces más. ¡Ya sé que sos vos!
Eso me tomó por sorpresa, pero decidí continuar y terminar mi misión en silencio. No pensaba hacerle las cosas tan fáciles. ¡Que le quedara la duda, al menos!
Acomodé los regalos. A Laura le compré zapatos con taco, para bailar tango. A Damián una remera, y también un pedal de guitarra eléctrica que él me pidió un montón de veces, porque ahora formó una banda de rock con sus amigos. (La banda se llama Los Enanos Zombis. Aún no tuve el gusto de escucharla). El último regalo era el mío: un libro de Charles Dickens, uno de mis autores favoritos.
Cuando terminé, dije con la voz más grave que pude:
–¡JO JO JO! ¡Feliz navidad!
Después me incliné, saludé a Damián con una reverencia, y volví a salir a la calle por la puerta principal.
¡Qué cosa, cómo pasa el tiempo!, pensé. ¡Como cambia todo! ¡Mi hijo ya es grande! ¡Ya no cree en Papá Noel!
En la vereda, antes de entrar otra vez a mi cuarto por la ventana, oí campanitas y como una risa que arrastraba el viento. Levanté la vista. Un majestuoso trineo tirado por renos surcaba el cielo. Iba cargado de regalos y lo conducía un señor gordo con una barba muy blanca. Llevaba un traje parecido al mío, pero mucho, mucho, mucho más hermoso.
Publicado en la revista Billiken, diciembre 2010.