He visto caer la tarde (literalmente) con una piedra atada al cuello desde lo alto del puente. Cayó y salpicó a un barco que llegaba desde Indochina cargado de vainilla y en ese revuelo de aire humedecido me llegó el olor a goma de borrar, flanes, natillas... las natillas que nunca me hizo ninguna abuela. Pero estábamos en que la tarde se precipitó y yo lo ví sentado en una de las terrazas del viejo puerto rehabilitado como zona de ocio. Luego estuve pensando si había sido un suicidio, un asesinato o es que esta precisamente es la forma que tienen las tardes de desaparecer y yo no me había dado cuenta hasta ahora. Un hombre con un traje de terciopelo amarillo me sonrió y me dijo "es usted muy observador, muy observador, muy observador" y luego se rió y se fue saltando hasta un grupo de turistas, probablemente holandeses, que le dieron unas monedas para que les dejaran en paz. El hombre se enfadó, tiró las monedas al suelo y se fue con la cabeza muy alta. Eran las nueve ¿de la mañana o de la tarde? (habíamos quedado en que la tarde se estaba ahogando en el agua) y yo me había quitado, por primera vez el jersey. Se me erizaba el vello de los brazos al contacto con la brisa templada y salitrosa del mar. El camarero que me había servido anteriormente transitaba sin descanso las tres mesas de la terraza. "¿Le falta algo al señor?" "Sí, alguien que me comprenda" pensé en decirle, pero luego pensé "eso de ir de víctima no va contigo, demasiado orgulloso para decirle a un desconocido algo tan íntimo. Demasiada intimidad a cambio de una copa". Pagué, me levanté y fui hacia el barrio viejo pensando aún en si era suicidio, asesinato o simplemente, penalty. En el barrio viejo hacía tiempo que se habían encendido las farolas y el aire que había subido desde el puerto con las callejas estrechas se había ido emponzoñando con el olor a cloaca y basura de los rincones. Era como si hubieran concentrado la sal en el aire, como si el calor hubiera ido evaporando el agua hacia las nubes y se hubiera quedado un resto de almíbar pulverizado que te impregnara hasta los huesos. Cuando cae la noche en el barrio viejo los rateros y las putas salen de sus escondrijos como las cucarachas de una cocina infecta al apagar la luz. Hablo con propiedad, yo he sido uno de ellos, este es mi barrio, en el que me criaron a partes iguales, la miseria y las putas. Ahora es distinto, he venido de turista, nadie me reconocerá porque nadie de los que fueron mis compañeros sigue aquí. Los más listos se fueron como yo, los otros no habrán sobrevivido a la mala vida. Hay leyes inexorables, leyes como la gravedad, inalterables e implacables, nada que ver con las leyes que dictan los hombres. Si estás demasiado tiempo en un lugar peligroso acabas por morir, esa es la ley. Se me acerca un niño de unos once años jugando al fútbol con otros críos de su misma edad, tropieza, se disculpa, le cojo la mano y le quito mi cartera. Él me sonríe, me recuerda a mí con su misma edad. "Es mejor que no te confíes. Nunca sabes quien puede ser un policía" le digo. Se asusta. La palabra "policía" sigue significando lo mismo: corrupción, brutalidad, torturas y cosas peores. "Tranquilo, no soy de la pasma pero debes tener más cuidado". El crío retuerce el brazo como una anguila y lo suelto, lo suficientemente tarde como para que sus compañeros no vean que lo estoy dejando escapar, lo suficientemente tarde como para que él pueda decir luego "hice así y me solté y corrí como el viento". El barrio tiene mejor aspecto que cuando era niño. Las calles son peatonales, hay bares de gente joven, peluquerías, tiendas de souvenirs, algún que otro restarurante, y bares. Antes sólo había bares, sólo había locales con olor a ceniza requemada, a humo y fritanga de aceite aprovechado más de la cuenta. Cambia el mundo y cambia mi barrio al que se han visto empujados los jóvenes desde los otros barrios en busca de alquileres más baratos y en los que sobrevivir. Esa es la táctica de las ciudades, encarecerse hasta engullir los territorios que no quiere nadie, empujados desde otros barrios, empujando a los que no tienen nada, como ratas, al mar para que se ahoguen.
Una puta joven y delgada, despeinada como una escoba del revés y con la piel mustia, me dice algo cuando paso por su lado. Le dijo que no y le deseo suerte. Se queda callada y sé que, a mis espaldas, me mira perpleja. Por lo visto se perdieron también las buenas costumbres en el barrio, como la de desear suerte a quien, es evidente, que la necesita. Al embocar la calle M..., la nuestra, me he acordado de tí. Me ha venido de repente, la idea de que este volver es sólo por tí, de que ha sido como una especie de viaje que te había prometido hacer y no pude ofrecértelo a tiempo. Nuestra casa aún sigue en pie y, aunque pueda parecer imposible, tiene peor aspecto que entonces. Me acuerdo de tí, del olor de la tortilla de patatas cuando subía de jugar en la calle, de tu bata desgastada, de tu obsesión por que hiciera las cartillas de ortografía (ya ves de qué poco me sirvieron), de tu lucha diaria con el casero, de tu miedo a salir a la calle y verte entre tanta pobreza, como si dentro del piso hubieras imaginado un reino aislado del resto del barrio, un lugar en el que éramos moderadamente felices, tú y yo, a la espera de que papá volviera y deseando que se fuera cuando estaba más de dos días en casa. Me acordé de tí y de que te prometí volver a buscarte y no lo hice. Demasiado tarde.
Paso por debajo del balcón de casa y no me atrevo a mirar hacia arriba, doblo la esquina y me pierdo calle abajo. Necesito respirar, necesito aire, el mar... necesito el mar.