Hace algunos años mi amigo Esteban consiguió trabajo en un geriátrico que quedaba a tres cuadras de mi casa. Lo habían contratado para cuidar a los ancianos durante la noche. Él estaba feliz y no era para menos: su primer trabajo en blanco, con un día franco cada dos semanas y un sueldo pequeño pero que iba a ser cobrado puntualmente todos los meses. A mí me alegró la noticia del empleo, pero no pude disimular un rictus de desagrado cuando escuché dónde era.
El geriátrico se llamaba “Buena Vida”, un nombre puesto quizás a propósito en tono de parodia. El lugar, visto desde afuera, era una casona antigua con reja verde y un jardín lleno de malezas. El frente abandonado, con la pared hendida y rotosa, había sido pintado de un llamativo y obsceno amarillo. Parecía una prostituta vieja que usaba mucho maquillaje. En la reja, atado con alambre, estaba el cartel anunciando que allí vivían muchos viejos y que tenían una “buena vida”. Yo pasaba por ese lugar dos o tres veces al día, de camino a la universidad. A veces me detenía un momento porque, sobre el paredón, se sentaban tres gatos grises en fila y me miraban.
Esteban trabajó allí dos meses. Luego renunció y al poco tiempo el geriátrico cerró. Durante algunos años, la casona estuvo deshabitada y más tarde la demolieron para construir un edificio. Esteban se fue a vivir a España y no lo he vuelto a ver.
Hace poco, por mail, Esteban me contó lo que había ocurrido en esos dos meses en el geriátrico. Resumo sus palabras, pero conservo la esencia del asombrado horror que me provocó su extenso relato:
“ No sé si vos te acordás, pero durante esos dos meses, no hubo un solo día con sol. No llovía pero en esos dos meses, nunca dejó de estar nublado. Era otoño, había viento. Yo salía del geriátrico a las seis o siete de la mañana habiéndome enfrentado a todos los achaques que puede tener un ser humano en la vejez. Y la llegada del día sin sol parecía decirme: todo es horrible. Pero yo no estaba deprimido. Las noches con los viejos transcurrían sin pesares, y a la mañana volvía a casa con alegría.
"El lugar tenía unas pocas habitaciones sin pintura, con humedad y goteras. Lo único que tenía una apariencia más o menos digna era una salita de recepción, donde atendían a los parientes (que jamás venían a ver a los viejos) y les cobraban. Pero nada más. En la cocina había una mancha de humedad negra y añeja, que parecía un fantasma de agua con un solo ojo (Me acuerdo de eso, porque esta historia tiene que ver con fantasmas). Toda la casona estaba impregnada de un hedor al que la nariz tardaba en acostumbrarse; hedor de humedad, de caldos recocidos y de cuerpos amontonados. No era, sin embargo, un olor totalmente desagradable: me traía buenos recuerdos de mi infancia en la casa de unas tías solteronas. En el patio del fondo había toboganes, hamacas y calesitas de hierro que con el viento se movían solas y chirriaban como bichos desesperados.
“Aunque mi única función en el geriátrico era la de sereno, muchas veces tuve que hacer de enfermero porque algún viejo se descomponía. Era común que tuvieran hemorragias, que se despertaran en la noche llorando, o que se tropezaran para ir al baño. En el poco tiempo en que estuve, se murieron unos veinte. El que moría, al otro día era reemplazado por otro.
“Y aquí comienza el macabro desenlace. Si moría un viejo, traían a otro aun más viejo. No sé de dónde los sacaban, pero parecían milenarios. Algunos ya no tenían rostro; de tan viejos, no tenían arrugas. Sus piernas y sus brazos estaban cubiertos con una fina película de piel estirada hasta el infinito. Cuando esos viejos ultra viejos morían, traían a otro aun más viejo.
“En el geriátrico tenían unas pocas habitaciones. Los doce abuelos dormían juntos, en una misma pieza. Algunos no salían de allí ni para comer. Otros, literalmente, no comían ni hacían necesidades. Estos últimos entraban, eran arrojados a la cama sin mayores atenciones y un día dejaban de respirar.
“El viejo pasa por varias etapas. Al principio, es el abuelito social, el que aparece en las revistas y los libros de escuela, con cabello blanco y mirada tierna. Pero después de ese, vienen otros viejos. El abuelito que pasea con sus nietos, que tiene contacto con el mundo, deja paso a otro muy parecido (la segunda vejez), pero que se esconde en su habitación, tiene dolores, habla poco y sus huesos son frágiles. Y después de esa vejez, si se sobrevive, viene otra más cruel y absurda. En la tercera vejez, el abuelo es llevado en sillas de ruedas; ya no puede valerse por sí mismo ni comunicarse. No habla ni reconoce las voces. Su mirada está ausente y su piel es más blanca que la luna. Si tuviera saliva, babearía por la boca siempre abierta. A veces murmura algo, mueve los brazos, parece buscar a alguien con la mirada; pero nada de lo que hace es inteligible.
“Llegó un momento en el geriátrico en el cual todos los viejos pertenecían a esta tercera etapa.
“Pero hay una cuarta vejez. Una vejez oscura, agazapada detrás de esa tercera. Una vejez que (descubrí después) algunos llaman “post senilidad”. En esa etapa el viejo escucha a los demás. Les habla; resuelve problemas domésticos. Comienza a interesarse nuevamente por el mundo; está al día con las noticias. Su cuerpo es de una fragilidad absoluta. Y adquiere poderes.
“Sí, como leíste. El viejo en la post senilidad tiene poderes. Puede leer el pensamiento. Puede resolver acertijos matemáticos. Puede entender el estado de ánimo de una persona. Pero no puede hacerlo despierto: todo esto lo hace mientras duerme y en la oscuridad de la noche. Porque cuando está despierto (si es que puede despertar), sigue siendo el viejo achacoso de la tercera fase.
“Por la noche, yo me quedaba sentado cerca de la puerta, con la luz de la habitación apagada. Sólo me iluminaban el foco de un pasillo y del baño, que estaban siempre encendidos. Lo único que se escuchaba era el viento y la respiración resonante de los ancianos. Una noche tenía una ligera preocupación que me daba vueltas en la cabeza: por algún motivo que ahora no recuerdo, yo estaba solo con los viejos (el otro guardia no estaba). Había escuchado unos ruidos en el fondo del patio y no podía distinguir si era el viento, o si alguien venía saltando paredones para entrar a robar.
“Entonces escucho una voz inoportuna, débil y sin resonancia, que me dice: ‘no pasa nada, es el viento, no hay ladrones’.
“Tuve un segundo de inmovilidad glacial y luego creí entender lo que pasaba: uno de los viejos me había hablado. Uno de los ancianos inmóviles y milenarios, me había dirigido la palabra. Se había despertado, me había visto temeroso y solitario, y había dicho las palabras justas para acallar mi temor. Le contesté algo, pero el viejo no se dio por aludido. Al rato, esa misma noche, mientras yo cabeceaba sobre la silla y pensaba que el amanecer se estaba demorando mucho, una voz (no la misma) me dijo: “paciencia, falta poco para que te vayas a dormir”. Descubrí entonces, con un poco de inquietud, que no se habían despertado; que hablaban desde un inexplicable sonambulismo senil. Luego (poniendo a prueba una hipótesis absurda) pregunté para mis adentros: “¿Cuál es la raíz cuadrada de tres?”. Dos voces ancianas dijeron, a dúo, “uno coma setenta y tres doscientos cinco cero ocho cero siete periódico”
“Esa misma mañana, antes de que me fuera, le comenté todo esto al enfermero y él, sin darle importancia, me dijo: ‘están muertos’. Yo le expliqué que no, que hasta hacía un rato estábamos conversando. ‘La clarividencia es la característica de la muerte’, me dijo. Pensé que me estaba tomando el pelo. Cuando le investigó los signos vitales a los ancianos más ancianos (más post ancianos), descubrió que no los tenían. Era verdad, estaban muertos.
“El enfermero me explicó lo que había pasado, pero en términos que yo jamás compartí: después de la tercera fase, el anciano muere. Pero por unas horas se comunica con el mundo. El alma sigue atada a ese cuerpo y conversar con él es como hacer una sesión de espiritismo. Si yo hubiera tomado nota de sus signos vitales, me habría dado cuenta de que estaban muertos. “Lo mejor que se puede hacer, cuando te leen el pensamiento, es ir a llamar a la morgue. Nunca los escuches.”
“Al día siguiente, después de esa horrible revelación, usaron las camas de los viejos muertos para alojar a unos niños. Yo estoy seguro de que no eran ancianos. Eran niños de unos siete años. ‘Son post post ancianos’, me dijo el enfermero.
“Ese mismo día renuncié.
El geriátrico se llamaba “Buena Vida”, un nombre puesto quizás a propósito en tono de parodia. El lugar, visto desde afuera, era una casona antigua con reja verde y un jardín lleno de malezas. El frente abandonado, con la pared hendida y rotosa, había sido pintado de un llamativo y obsceno amarillo. Parecía una prostituta vieja que usaba mucho maquillaje. En la reja, atado con alambre, estaba el cartel anunciando que allí vivían muchos viejos y que tenían una “buena vida”. Yo pasaba por ese lugar dos o tres veces al día, de camino a la universidad. A veces me detenía un momento porque, sobre el paredón, se sentaban tres gatos grises en fila y me miraban.
Esteban trabajó allí dos meses. Luego renunció y al poco tiempo el geriátrico cerró. Durante algunos años, la casona estuvo deshabitada y más tarde la demolieron para construir un edificio. Esteban se fue a vivir a España y no lo he vuelto a ver.
Hace poco, por mail, Esteban me contó lo que había ocurrido en esos dos meses en el geriátrico. Resumo sus palabras, pero conservo la esencia del asombrado horror que me provocó su extenso relato:
“ No sé si vos te acordás, pero durante esos dos meses, no hubo un solo día con sol. No llovía pero en esos dos meses, nunca dejó de estar nublado. Era otoño, había viento. Yo salía del geriátrico a las seis o siete de la mañana habiéndome enfrentado a todos los achaques que puede tener un ser humano en la vejez. Y la llegada del día sin sol parecía decirme: todo es horrible. Pero yo no estaba deprimido. Las noches con los viejos transcurrían sin pesares, y a la mañana volvía a casa con alegría.
"El lugar tenía unas pocas habitaciones sin pintura, con humedad y goteras. Lo único que tenía una apariencia más o menos digna era una salita de recepción, donde atendían a los parientes (que jamás venían a ver a los viejos) y les cobraban. Pero nada más. En la cocina había una mancha de humedad negra y añeja, que parecía un fantasma de agua con un solo ojo (Me acuerdo de eso, porque esta historia tiene que ver con fantasmas). Toda la casona estaba impregnada de un hedor al que la nariz tardaba en acostumbrarse; hedor de humedad, de caldos recocidos y de cuerpos amontonados. No era, sin embargo, un olor totalmente desagradable: me traía buenos recuerdos de mi infancia en la casa de unas tías solteronas. En el patio del fondo había toboganes, hamacas y calesitas de hierro que con el viento se movían solas y chirriaban como bichos desesperados.
“Aunque mi única función en el geriátrico era la de sereno, muchas veces tuve que hacer de enfermero porque algún viejo se descomponía. Era común que tuvieran hemorragias, que se despertaran en la noche llorando, o que se tropezaran para ir al baño. En el poco tiempo en que estuve, se murieron unos veinte. El que moría, al otro día era reemplazado por otro.
“Y aquí comienza el macabro desenlace. Si moría un viejo, traían a otro aun más viejo. No sé de dónde los sacaban, pero parecían milenarios. Algunos ya no tenían rostro; de tan viejos, no tenían arrugas. Sus piernas y sus brazos estaban cubiertos con una fina película de piel estirada hasta el infinito. Cuando esos viejos ultra viejos morían, traían a otro aun más viejo.
“En el geriátrico tenían unas pocas habitaciones. Los doce abuelos dormían juntos, en una misma pieza. Algunos no salían de allí ni para comer. Otros, literalmente, no comían ni hacían necesidades. Estos últimos entraban, eran arrojados a la cama sin mayores atenciones y un día dejaban de respirar.
“El viejo pasa por varias etapas. Al principio, es el abuelito social, el que aparece en las revistas y los libros de escuela, con cabello blanco y mirada tierna. Pero después de ese, vienen otros viejos. El abuelito que pasea con sus nietos, que tiene contacto con el mundo, deja paso a otro muy parecido (la segunda vejez), pero que se esconde en su habitación, tiene dolores, habla poco y sus huesos son frágiles. Y después de esa vejez, si se sobrevive, viene otra más cruel y absurda. En la tercera vejez, el abuelo es llevado en sillas de ruedas; ya no puede valerse por sí mismo ni comunicarse. No habla ni reconoce las voces. Su mirada está ausente y su piel es más blanca que la luna. Si tuviera saliva, babearía por la boca siempre abierta. A veces murmura algo, mueve los brazos, parece buscar a alguien con la mirada; pero nada de lo que hace es inteligible.
“Llegó un momento en el geriátrico en el cual todos los viejos pertenecían a esta tercera etapa.
“Pero hay una cuarta vejez. Una vejez oscura, agazapada detrás de esa tercera. Una vejez que (descubrí después) algunos llaman “post senilidad”. En esa etapa el viejo escucha a los demás. Les habla; resuelve problemas domésticos. Comienza a interesarse nuevamente por el mundo; está al día con las noticias. Su cuerpo es de una fragilidad absoluta. Y adquiere poderes.
“Sí, como leíste. El viejo en la post senilidad tiene poderes. Puede leer el pensamiento. Puede resolver acertijos matemáticos. Puede entender el estado de ánimo de una persona. Pero no puede hacerlo despierto: todo esto lo hace mientras duerme y en la oscuridad de la noche. Porque cuando está despierto (si es que puede despertar), sigue siendo el viejo achacoso de la tercera fase.
“Por la noche, yo me quedaba sentado cerca de la puerta, con la luz de la habitación apagada. Sólo me iluminaban el foco de un pasillo y del baño, que estaban siempre encendidos. Lo único que se escuchaba era el viento y la respiración resonante de los ancianos. Una noche tenía una ligera preocupación que me daba vueltas en la cabeza: por algún motivo que ahora no recuerdo, yo estaba solo con los viejos (el otro guardia no estaba). Había escuchado unos ruidos en el fondo del patio y no podía distinguir si era el viento, o si alguien venía saltando paredones para entrar a robar.
“Entonces escucho una voz inoportuna, débil y sin resonancia, que me dice: ‘no pasa nada, es el viento, no hay ladrones’.
“Tuve un segundo de inmovilidad glacial y luego creí entender lo que pasaba: uno de los viejos me había hablado. Uno de los ancianos inmóviles y milenarios, me había dirigido la palabra. Se había despertado, me había visto temeroso y solitario, y había dicho las palabras justas para acallar mi temor. Le contesté algo, pero el viejo no se dio por aludido. Al rato, esa misma noche, mientras yo cabeceaba sobre la silla y pensaba que el amanecer se estaba demorando mucho, una voz (no la misma) me dijo: “paciencia, falta poco para que te vayas a dormir”. Descubrí entonces, con un poco de inquietud, que no se habían despertado; que hablaban desde un inexplicable sonambulismo senil. Luego (poniendo a prueba una hipótesis absurda) pregunté para mis adentros: “¿Cuál es la raíz cuadrada de tres?”. Dos voces ancianas dijeron, a dúo, “uno coma setenta y tres doscientos cinco cero ocho cero siete periódico”
“Esa misma mañana, antes de que me fuera, le comenté todo esto al enfermero y él, sin darle importancia, me dijo: ‘están muertos’. Yo le expliqué que no, que hasta hacía un rato estábamos conversando. ‘La clarividencia es la característica de la muerte’, me dijo. Pensé que me estaba tomando el pelo. Cuando le investigó los signos vitales a los ancianos más ancianos (más post ancianos), descubrió que no los tenían. Era verdad, estaban muertos.
“El enfermero me explicó lo que había pasado, pero en términos que yo jamás compartí: después de la tercera fase, el anciano muere. Pero por unas horas se comunica con el mundo. El alma sigue atada a ese cuerpo y conversar con él es como hacer una sesión de espiritismo. Si yo hubiera tomado nota de sus signos vitales, me habría dado cuenta de que estaban muertos. “Lo mejor que se puede hacer, cuando te leen el pensamiento, es ir a llamar a la morgue. Nunca los escuches.”
“Al día siguiente, después de esa horrible revelación, usaron las camas de los viejos muertos para alojar a unos niños. Yo estoy seguro de que no eran ancianos. Eran niños de unos siete años. ‘Son post post ancianos’, me dijo el enfermero.
“Ese mismo día renuncié.