El bar estaba a reventar de gente; era Sábado por la noche, hacía un calor espantoso y todo el personal parecía haberse refugiado bajo el chorro del aire acondicionado, del que yo andaba huyendo como de la peste.
Había quedado con una amiga de esas que, por mucho que tú puedas retrasarte, llega siempre un par de horas más tarde. De esas personas que parece que te han colocado un Gps en el cogote con el fin de controlar tus movimientos, saber cuándo has llegado al lugar de la cita y, justo en ese momento, llenar la bañera, meterse entre la espuma con una caja de bombones y el mp3, salir, colocarse una mascarilla en el pelo, otra en el cuerpo y otra en la cara, envolverse en toallitas desechables, cortarse y pintarse las uñas de los pies, hacerse la manicura francesa, quitarse las mascarillas, darse una ducha, secarse el cabello, alisarse la melena, untarse el cuerpo de aceite hidratante, elegir la ropa interior, la exterior, la bisutería y los zapatos, vaciar el contenido del bolso que han llevado por la mañana en el que van a ponerse por la noche, maquillarse como para una boda real, llamar a su mejor amiga por teléfono, recorrer todo el piso para asegurarse de haber cerrado puertas y ventanas, mandar un par de mails urgentes y, finalmente, plantarse ante el espejo y decidir que el bolso no hace juego con el vestido y los zapatos y que el peinado es demasiado formal como para salir a tomar unas cañas con una amiga un tanto zarrapastrosa, quitarse todo y empezar de nuevo...
Pues en esas estaba yo, esperando a mi amiga, cuando lo vi entrar. Eché una rápida ojeada a mi alrededor para comprobar, horrorizada, que era la única mujer sola de menos de 60 años y 100 kilos que había en el bar. De modo que me acerqué disimuladamente a un grupo de chicas que había por allí para descubrir, al cabo de un par de minutos, que eran unas lesbianas de despedida de soltera de boda gay en busca de la muñeca de la tarta. Así que puse tierra de por medio y me situé en la más oscura esquina del bar, agazapada como un cervatillo indefenso que ve acercarse al cazador con un rifle en una mano, un bastón de campo en la otra, dos sabuesos a su zaga y una canana repleta de munición de todos los tamaños.
Intenté tapar mi generoso escote con la copa de globo del gintonic y rogué a la diosa Afrodita que asistiera a mi amiga para que acabase de embellecerse cuanto antes y acudiese en mi ayuda.
Pero de nada sirvieron mis súplicas.
La rapaz había hecho ya su ronda de reconocimiento y había reparado en mi canalillo.
Y se acercaba...
“Diosssss”- me dije -"quenoseayo, quenoseayo, quenoseayo, quenoseayo, quenoseayo,..."
Pero el avechucho se aproximaba con toda la parafernalia cortejil en marcha: llevaba una camiseta custo con las mangas arrancadas que dejaba al descubierto unos bíceps de gimnasio y un pequeño tatuaje en chino en el que seguro que ponía "soy un capullo impresentable", pero el tío era tan inculto que el tatuador le había dicho que era un mantra tibetano y el muy tontolaba ni siquiera se había molestado en comprobarlo. Los pantalones, apoyados en la cadera, dejaban a la vista los Calvin Klein y una barriga mal disimulada; la melena recogida en una coleta arrancaba de bien entrado el cráneo, y en lo alto de la cabeza una leve pelusilla rígida, mitad casco de romano, mitad cepillo de dientes, mostraba los inequívocos signos de un implante capilar.
En fin... uno de esos tipos a punto de entrar en la cincuentena a los que su madre había dicho desde pequeño que era el más guapo del mundo y el muy incauto se lo había creído… De esos tipos que se te ponen delante, te miran de arriba abajo y te dicen, como Loquillo pero con la mirada, eso de “hastenidosuertedellegarmeaconocer”, en plan “mira nena, soy la reencarnación de Cary Grant y esta noche he bajado a la Tierra sólo para hacerte mía… ¿No te embargan la emoción y el júbilo?”
Pues uno de ésos
Y lo peor, es que, pese a mis esfuerzos por hacerme invisible, el tipo seguía acercándose...
Se sentó en la mesa de al lado con un vaso de wisky, dejando caer ruidosamente sobre el cristal un llavero Mercedes y colocando la abultada cartera junto al mismo. De cerca era todavía peor; tenía la sonrisa de Jocker, se debía de haber dado bótox hasta en las encías.
Sorbió un trago de wisky… sacó un carísimo tarjet e hizo como que leía las cotizaciones de la bolsa. Llamó a alguien para hablar de negocios, de grandes cantidades de dinero, todo en voz lo suficientemente alta como para que yo escuchara las escandalosas cifras incluso por encima del soniquete de la insufrible Lady Gaga. Y todo ello al tiempo que iba desplazando su silla hasta colocarla justo al lado de la mía, sus preciados objetos personales cuidadosamente custodiados por el rabillo del ojo. Yo me iba retirando conforme él se acercaba hasta que el respaldo de mi silla alcanzó la pared, y el tipo se fue aproximando, lenta, lasciva, patéticamente….
“¿Te apetece otro gintónic, bonita?”-babeó a mi oído.
Miré a mi alrededor en busca ya no de mi amiga (daba por sentado que no iba a aparecer), sino de cualquier espécimen del sexo masculino, conocido o no, que se hallase en soledad y lo bastante borracho como para soportar el abordaje repentino de una mujer desesperada.
Porque tenía muy claro que el fulano de marras era de los que te siguen cuando te das a la fuga.
Pero el horizonte nocturno no tuvo piedad de mí: parejitas acarameladas, pandillas de adolescentes acnéicos, jovencitas con tops ajustados…
De pronto lo vi claro:
“¡¡Eureka!!”- me dije.
De modo que me levanté rápidamente de la silla (seguida muy de cerca por el mamarracho, que no estaba dispuesto a dormir solo esa noche), atravesé el bar en dos zancadas, me coloqué frente a la lesbiana de la despedida gay y le estampé un beso de tornillo que hizo que mi pretendiente pusiera pies en polvorosa y el camarero nos invitase a todas a otra ronda. Acabamos bañándonos desnudas en la fuente de un parque. Les pareció estupendo haber contribuido a espantar al impresentable casanova y, pese a sus esfuerzos por convencerme de que debía abandonar la heterosexualidad y pasarme a su bando, finalmente comprendieron que yo no tenía remedio y me dejaron en casa, ya de día, después de haberme invitado a desayunar a su apartamento.
Hasta me invitaron a la boda.