Tarzán y Maciste. Era lo que había. El cine de barrio valía menos de 10 pesetas y el otro, el de los mayores, donde ponían las pelis de Disney, más de 25.
Así que nos consolábamos pensando que Blancanieves, la Bella Durmiente y compañía no eran más que mariconadas para niños pijos.
Y allá que nos íbamos a pasar la tarde, con ese pedazo del bolsa de pipas que te aguantaba un Ben Hur con intermedio y aún te sobraban para el recreo del Lunes. Las pipas, el chicle y los regalices, que entonces no existían ni los Jumpers, ni las Ruffles de Matutano ni sofisticaciones como el Kinder Bueno. Allí, o te llevabas el chocolate de casa, o si tenías suerte y tu familia tenía pasta y erais pocos hermanos (y en consecuencia te daban una paga rockefelleresca), podías comprarte un Toblerone, que lo anunciaban en la tele unos hippies con melena y una cinta alrededor de la cabeza… Que porque yo era muy pequeña, pero con el paso de los años he entendido que el chocolate que estaban tomando los chavales aquellos no era precisamente Toblerone.
Pero a lo que iba. Tú te metías a las cinco en el cine, te tragabas el Nodo con su ración de generalísimo inaugurando pantanos y repartiendo premios a la natalidad y, al cabo de media hora y con más rayas que una cebra y más cortes que una carretera en obras, empezaban a proyectar la película, que siempre se iniciaba con un rótulo gordo escrito con caracteres de aire histórico y a continuación aparecía esa palabra que a mí me gustaba tanto: starring.
Y siempre terminaban ganando los buenos, y salía el The End, lo cual estaba muy bien porque sabías exactamente dónde de estaba el final, no como ahora, que empiezan a salir letras sobre la pantalla y dices: “Vaya, pues debe haberse terminado”, y te levantas de la butaca con cara de gilipollas, todavía esperando a que aparezca el starring o, mejor aún, a que pase algo.
Porque en esas películas siempre pasaba algo.
Así que nos consolábamos pensando que Blancanieves, la Bella Durmiente y compañía no eran más que mariconadas para niños pijos.
Y allá que nos íbamos a pasar la tarde, con ese pedazo del bolsa de pipas que te aguantaba un Ben Hur con intermedio y aún te sobraban para el recreo del Lunes. Las pipas, el chicle y los regalices, que entonces no existían ni los Jumpers, ni las Ruffles de Matutano ni sofisticaciones como el Kinder Bueno. Allí, o te llevabas el chocolate de casa, o si tenías suerte y tu familia tenía pasta y erais pocos hermanos (y en consecuencia te daban una paga rockefelleresca), podías comprarte un Toblerone, que lo anunciaban en la tele unos hippies con melena y una cinta alrededor de la cabeza… Que porque yo era muy pequeña, pero con el paso de los años he entendido que el chocolate que estaban tomando los chavales aquellos no era precisamente Toblerone.
Pero a lo que iba. Tú te metías a las cinco en el cine, te tragabas el Nodo con su ración de generalísimo inaugurando pantanos y repartiendo premios a la natalidad y, al cabo de media hora y con más rayas que una cebra y más cortes que una carretera en obras, empezaban a proyectar la película, que siempre se iniciaba con un rótulo gordo escrito con caracteres de aire histórico y a continuación aparecía esa palabra que a mí me gustaba tanto: starring.
Y siempre terminaban ganando los buenos, y salía el The End, lo cual estaba muy bien porque sabías exactamente dónde de estaba el final, no como ahora, que empiezan a salir letras sobre la pantalla y dices: “Vaya, pues debe haberse terminado”, y te levantas de la butaca con cara de gilipollas, todavía esperando a que aparezca el starring o, mejor aún, a que pase algo.
Porque en esas películas siempre pasaba algo.
Tenían, como toda historia que se precie, planteamiento, nudo y desenlace: el planteamiento era casi siempre el secuestro de alguien por alguien, ejecutado con mucha profusión de mamporros, o incluso tiros, dependiendo del género del film. El nudo relataba la odisea del héroe a la búsqueda del desaparecido, repartiendo más leña (o disparando a más gente), para llegar así al desenlace, que consistía en entrar en la guarida del villano como un elefante en una cacharrería, cargarse a toda la banda, rescatar a la víctima y devolvérsela a su atribulada familia.
Y nosotros ahí, comiendo pipas y viendo al malo acercarse por detrás, y diciéndole a Maciste “¡¡¡¡Date la vueltaaaaaaa!!!!”, y sufriendo porque no nos hacía caso, hasta que en el último momento (200 críos chillando como hienas tenían que oírse desde los anillos de Saturno), el héroe se daba la vuelta, y... ¡¡¡Toma!!!, noqueaba al enemigo de un derechazo en el mentón. Y nosotros aplaudíamos como si fuera una final de la Champions y el Barça acabase de encajarle al Liverpool el gol de la victoria en el último segundo, y pataleábamos, y saltábamos encima de las butacas, y al son de la música de trompetas y el The End desfilábamos, aún comiendo pipas, camino de casa, comentando las mejores secuencias y soñando con que un héroe como ese entrase un día en el colegio y le atizase a don Vicente la paliza que se merecía…