Es una continuación del relato publicado el 05 de noviembre. No sé si le daré más continuidad, pero aquí va una segunda parte:
Delante de ella y asombrado, mostraba incredulidad ante tanto sollozo. Sacó de su bolsillo un pañuelo blanco bordado con hilo azul y se acomodó en el canto de la enorme cama; suavemente lo pasó por los ojos y las mejillas de Beatrice, humedeciéndolo de lágrimas de desesperación y angustia. Se acercó el pañuelo a su boca y frotó sus labios con él, sintiendo su aroma salado, relamiéndose. Pero un alarido estremecedor le interrumpió en su deleite.
- No me gusta que grites –le reprochó mientras se levantaba de la cama- Sabes que me molesta. Y mucho –esto último lo manifestó en un tono más alto-. Creo que te cortaré la lengua –y con pasos lentos se dirigió hacia la puerta.
- No, no, por favor le ruego –le imploraba Beatrice-. No volveré a gritar, se lo prometo –continuó con un sollozo silencioso- . Se lo juro –concluyó con voz temblorosa.
Arthur ignoró sus súplicas y cruzó el amplio vestíbulo que le separaba de una habitación oscura. Bajó los dieciocho peldaños que le conducían a su cuarto de herramientas. Cogió una caja de madera, la apoyó en la mesa y frenando sus movimientos en seco dirigió su mirada hacia ninguna parte en concreto, volviendo a retomar su movilidad y devolviendo la caja a su lugar.
Regresó a la habitación de Beatrice. Se acercó a ella. Permaneció contemplándola unos instantes y seguidamente se arrodilló frente a ella. Le acarició la mano derecha, sus labios besaron las llagas producidas por las cadenas que la inmovilizaban. En esos momentos Beatrice no gritaba, no lloraba, casi ni respiraba para no enojarle.
- Te pido disculpas – le dijo Arthur entristecido y mirándole a los ojos. Si te portas bien y no gritas no volveré a taparte la boca – y se marchó cerrando la puerta tras él.
En el palacio de Arthur reinaba el silencio absoluto interrumpido únicamente por el alboroto que algunos pájaros mostraban ante el gozo de tantos árboles frutales por los que podían revolotear a sus anchas sin amenaza alguna para sus vidas. A pocos metros de la casa que en otra época hizo construir su abuelo Robert, edificada en exclusiva para los invitados que tenían tres veces al año, se encontraban las cuadras con los caballos. El suyo era un ejemplar árabe único, de una belleza salvaje, con resistencia suficiente para cabalgar durante horas sin mostrar signo alguno de agotamiento. Esas horas que Arthur dedicaba a reflexionar, a buscar una razón para su extraño comportamiento, a encontrar una respuesta a tanta confusión alojada en su cabeza, a luchar contra los fantasmas que ocupaban el espacio de su corazón. En alguna ocasión volvía al anochecer con el semblante desencajado, con un aspecto derrotado y repleto de ira por dentro.