lunes

"En 1921 o en 2021" CUENTO DE NAVIDAD

 


(dedicado a Javier Reverte).

Tras dos horas de camino por una senda perdida, apenas adivinada entre los brezos, los tomillos y las jaras, llegamos al chozo grande. Me contaste que era antiguo. Lo habían reconstruido tus abuelos y antes los suyos y antes quien sabe, junto al arroyo Torvisco, aprovechando un pequeño hueco que en invierno tocaba la solana y en verano era un sestil fresco. En las piedras grandes de la entrada tocaste con tus dedos palabras latinas desgastadas o símbolos iberos, apenas sombras de letras cubiertas de liquen gris que no supe leer. Semanas antes subiste sola a restaurar la techumbre con nuevas retamas verdes, limpiado el interior y preparado fuera una buena carga de leña junto a la zahúrda y la majada desmoronada, ahora totalmente llenas de robles grandes, zarzas y helechos secos. Habían parado por allí nómadas de antes de inventarse la historia, peregrinos del norte, ganados trashumantes a los que pillaba la primera ventisca, contrabandistas de café con Portugal, maquis perdidos y huidos de cualquier guerra o de cualquier paz. Encendiste el fuego y las velas. Extendiste el gran saco americano de plumas sobre las pieles de cabra. Ordenaste sobre la mesa tocinera, taraceada por mil cicatrices, las mismas viandas del festín de hace 100 años: queso de oveja de Trujillo, pimientos encurtidos, tasajo de montés, una ensalada de corujas que habías recolectado en el arroyo y que aliñaste en un viejo cucharro, pan del Guijo, el mejor vino que encontraste, licor de café casero, perrunillas, higos secos preñados con nueces y el diario. El diario de tu abuela Ángela. Un buen Panamá de Smythson con un 1920 grabado en oro sobre el cuero. Bebimos, casi de un trago, un vaso de vino, tapaste la entrada con las mantas muleras, se templó el habitáculo y comenzaste a leer:
 
"Encendí yo el fuego, tú aún no sabías. Aulló no muy lejos un lobo joven, sonreíste, no sabría decir si por timidez o con un poco de temor. Un chico de ciudad. Una chica de pueblo. Aunque yo sabía hacer una hoguera con yesca y pedernal, había vivido sola en París tres años, sabía tirar con rifle y leía a Keats o a Chéjov en sus idiomas y tú apenas habías salido de Tetuán de las Victorias. Luego aprendiste todo en el otro Tetuán, pero entonces, allí, en ese confín remoto de Gredos, todo era nuevo y distinto para ti. Nos habíamos amado ya otras veces, las suficientes para saber cómo rozar, donde morder o en que momento esperar, pero siempre sobre las civilizadas camas del Hotel Inglés, tras delicadas cenas en Lhardy o el Alberto hablando del inútil de Dato o de la última de Martínez Sierra o del baile en el Bellas Artes en donde nos conocimos, nunca de la guerra de Europa o del polvorín del Rif a punto de estallar o los disturbios de Barcelona en los que había estado con mi padre o de la extraña gripe que se había llevado en unas pocas semanas a los nuestros. Nunca del todo desnudos como esa última noche del año mil novecientos veinte al veintiuno. Esa noche fue muy diferente".
 
Dejaste de leer. Te desnudaste. Nos metimos en el saco. El fuego aún ahumaba el habitáculo. Tuve que hacer un esfuerzo para recordar que íbamos a entrar en el año dos mil veintiuno, y que allí, hace un siglo, otros se estaban escondiendo en este mismo viejo saco dejando fuera el pudor y el miedo, todo lo manso y previsible con lo que engaña el futuro. Te olía el aliento a vino. Sonreías dentro de mi beso. Metí los dedos dentro para luego chuparlos y guardar tu sabor en algún lugar a salvo. También nosotros, hasta entonces, habíamos follado en habitaciones con calefacción, conectados al mundo por mil chismes y viviendo la incertidumbre de una nueva pandemia de la que por ahora nos habíamos salvado. Tenías la piel de la espalda muy caliente y me agarraba a los huesos de tus caderas. Empujabas tú. Vi un chispa volar sobre el fuego y desaparecer antes de llegar a la techumbre. Volvimos a beber los vasos hasta el fondo sin saborear el vino y me pediste que siguiera leyendo:
 
"Me gustaba tu delgadez de niño malcomido aunque el trabajo y tu apetito habían escondido la tristeza y ahora tenías un cuerpo fuerte y seco. Te muerdo aquí o allá como imagino que muerden las lobas no muy lejos, en la oscuridad nevada de estas sierras. Deseaba beberte, celebrar otra vez que estábamos a salvo, agotarte sólo para saborear entonces tus risas y tu leche, las palabras nuevas, una forma de explicarnos la historia que hasta ese momento habíamos ocultado. Salí a orinar. Me alejé del chozo bastantes metros, me metí en la oscuridad, disfrutando de las agujas de nieve en los pies, la helada cubriendo el monte, una libertad que no volvería a sentir. También aullé, tras coger mucho aire, casi dolía el frío en entrar en el pecho. El viento había alejado las nubes de la tarde y la Vía Láctea tenía una nitidez que jamás había visto. Luego pegabas gritos cuando te abrazaba fuerte para entrar en calor y querías o no querías ablandar con tu aliento mis pezones. Aunque no lo sabías, yo estaba acostumbrada a la intemperie. Mi abuelo había sido alimañero, vendedor de pieles, emigrante a Cuba, maestro rural, anarquista buscado, pero su hijo, mi padre, convirtió parte de esa forma de vida en un buen negocio en Madrid. Con él tuve el privilegio de recorrer desde la adolescencia las ciudades más perdidas de Europa. He ido a Joensuu, al norte de Finlandia, a comprar pieles de zorro. Allí el invierno congela el propio orín según cae al suelo, a Tomsk donde los soviets han montado una eficiente industria de cría de visones, a Estambul para pujar en el mercado por las mejores partidas de pieles de astracán, incluso acompañado a mi padre a Dawson Creek en Canadá para comprar castor y después hicimos un largo viaje hasta Manaos para comprar pieles de anaconda y de nutria gigante".
 
Ahora, por un instante, duermes. Me has pedido que escriba en las páginas que hay intactas en la mitad de este Panamá cómo es esta noche, nuestra noche de lobos y pandemia, de fin de época y porvenir dudoso. Como si quisieras dejar en el fino papel marfil un nuevo rastro de migas para otros amantes del futuro. Escribo y describo el camino hasta aquí y cómo hemos seguido el diario, no tanto al pie de la letra como al pie del deseo y el instinto que también los encendió a ellos esa noche de hace casi treinta y seis mil quinientas noches. También escuchamos los aullidos de las fieras que han vuelto aquí tras estar extintas, el crepitar del fuego o la sensación de estar por encima de los siglos y las máquinas, a salvo de esa forma de tiempo que siempre agota el amor y derrota la belleza de la piel. Respiras tranquila refugiada en mi abrazo o en el sueño, en este antiguo saco de ir al ártico que tu abuela compró en Dawson, seda salvaje de doble hilada en verde kaki y plumón de ganso gris. Podrías dormir al raso y a veinte bajo cero sin sentir frío, me has dicho antes. Me entierro en él o nado o bajo a buscarte, a meter mi nariz entre tus tetas y oler el sueño. Salgo con cuidado. Pongo más leña. El humo se va por las toberas que tiene el chozo más arriba, antes del engarce de las piedras con las vigas finas y rectas de tronco de castaño. Te despierta la luz de la llama, mis movimientos, las ganas de seguir tocando la piel, sus pliegues y penumbras. Me preguntas qué he escrito y te lo leo ¿Cenamos ya? Vuelves a llenar los vasos. Ordenas en dos platos de loza el queso y la cecina, la ensalada de berros salvajes que aliñas con aceite y el vinagre de los pimientos. Sacas de alguna parte unos tenedores tallados en madera de tejo. También eran suyos ¿Has escuchado al lobo? Ha sido muy lejos. Nada queda de ellos salvo el diario y el chozo. Dices. Y vuelves al diario:
 
"Mi abuelo, que de adolescente cepeaba zorros por estos montes, no se parecía en nada a aquel viejo masón, librepensador, rico, amante de la poesía y del oporto que supo huir a Londres a tiempo tras cierto magnicidio, aunque luego volvió con otra identidad. En su juventud acompañó nada menos que a Anselmo Lorenzo a Londres en el 1871 a la conferencia de la A.I.T. y allí conoció a Carlos Marx en persona, aquel año de la Comuna de París y sus quince mil muertos. Un año después coincidió la escisión entre marxistas y bakuninistas en la I Internacional. Pero con su muerte repentina por el cólera, mi padre se vio obligado a convertirse de la noche a la mañana en pequeño empresario, con tres oficiales cortadores, dos sastres, cinco aprendices, un contable, y en tutor de sus dos hermanos pequeños ya que su madre había muerto también de fiebres durante el último parto. Todavía el joven idealista, en el 1886, ya convertido en gran burgués, financiará en secreto los folletos de Anselmo “Acracia o República” y “Fuera política”, justo el mismo año en el que nace el infausto Alfonso XIII, el mismo año que comienza desde Estados Unidos la campaña universal por las ocho horas y se firma la abolición de la esclavitud en Cuba. En sus talleres hace ya mucho tiempo que se trabaja esa jornada y se reparte entre todos la mitad de los beneficios, pero en secreto y bajo juramento, si se supiera sus queridos amigos del casino le quemarían el taller. En 1903, justo el año en que los hermanos Wright fabrican su aeroplano, financiará la aventura de la Editorial de la Escuela Moderna del viejo compañero Anselmo y de Ferrer y por último, seis años después, el año de la semana trágica, del fusilamiento del pobre Ferrer, ayudará a Lorenzo en su destierro en Alcañiz. Yo le acompañé para llevarle algo de dinero. Pero ¿toda esta pequeña historia de mi gente a quien importará en el futuro? Vuelvo a tu cuerpo. Ya no soy la señorita elegante que desnudabas con timidez".
 
Dejas de leer. Joder con tu abuela. Te digo. Sonríes. Buscas en tu mochila una fotografía. No vivieron la guerra. Les pilló de viaje y no volvieron. Aunque sí la otra, la grande. No sé cómo acabaron en Berlín o por qué se fueron luego a Finlandia. Mi abuelo había estudiado gracias a la Junta de Ampliación de Estudios, se hizo profesor, físico. inventó un sistema para regular las ópticas de los telescopios que aún se utiliza. Apoyó la construcción de un centro de investigación de auroras boreales en 1913 en Sodankylä, 67 grados norte. Iremos. La abuela le enseño a cazar y con ella hizo su particular guerra, contra los soviéticos primero, luego contra los nazis y después otra vez contra los rusos, ajenos a los pactos, acuerdos y negociaciones que hubo durante la guerra mundial. Perseguidos por todos, nadie pudo atrapar a la pequeña guerrilla de aquel español raro y aquella señora elegante. Me enseñas la fotografía. Deben tener entonces cincuenta años. Ella tiene un aire a ti. El año pasado apareció en el desván de la casa familiar un petate militar con este saco, una navaja grande y este cuaderno Panamá. A mi padre lo crió su hermano pequeño y apenas sabía casi nada de su madre. La familia siguió con la peletería hasta los años ochenta y luego vendieron el negocio. También tengo este recorte. Junio del cuarenta y nueve. He rastreado la noticia hasta un periódico canadiense. Dos excursionistas desaparecidos por una crecida repentina del río Klondike. Ellos. Vivieron guerras, epidemias y todos los desastres del siglo XX para morir ahogados en un río helado. Nos quedamos en silencio mucho rato. Luego te incorporas y bebes un trago de licor café de la cantimplora y muerdes una perrunilla y me pides que siga leyendo un poco más. O escribiendo:
 
"Tal vez construyera este chozo confortable un pastor con imaginación, un suevo arrogante, un soldado bereber, un legionario que llegó de Tracia, un visigodo perdido o un topógrafo aburrido o cazadores íberos, arrieros duros, vagabundos de otros siglos que desearon por unos días un hogar. Y luego los míos. Y ahora yo. Me gusta cómo amas y como abrazas y cómo dejas que nos arrope el silencio. Sentirte otra vez dentro. Probar de nuevo el sabor del vino en tu boca. Saborear esta sorpresa de sentirte por fin salvaje. Tal vez ha sido la maldita gripe que llaman española y la tristeza de estar solos, que nos nos quede nadie, de tener que comenzar, de resistir. Conmigo. Contigo. Quiero llevarte a mis viajes. Llenar este cuaderno con nuestros días. Escribir cada navidad nuestro propio cuento. Volver todos los años al chozo. Mantener esta costumbre. No perder jamás este deseo. Poder aullar como una loba cuando me corro y que respondan las fieras y que sonrías. Sierra de Gredos. 31 de enero de 1920".
 

IBOR y VIEJAS


Asusta sin querer un desayuno de buitres, veinte o treinta animales, ante un ciervo muerto. Se levantan pesados, perezosos, casi torpes, pero luego remontan y su vuelo se llena de la soberbia belleza de quien domina el viento y lo invisible. Ya ve agua a lo lejos. Casi desde el instinto planifica el serpenteante camino de bajada que aún queda para evitar una rocas pero enseguida se da cuenta que la senda que toma está encima de una pequeña calzada romana. “No es en el camino recto, sino en los rodeos donde se encuentra la vida”. Por eso sólo caminar le salva. No tanto como un amuleto o fármaco o puente que cruza el abismo sino como un “hacer” que le descubre el valor incalculable del cuerpo, la salud, las fuerzas que sigue teniendo, el saber que allí están los resortes de muchos otros placeres y también el lugar en el que sus palabras nacen.

 

 

Leer el paisaje. Es un buen libro. Más de mil páginas, más de un millón. Sólo hace falta saber mirar con curiosidad y asombro. Dicen que hay que dominar varios idiomas, el de la estratigrafía y la botánica, también algo de historia y climatología, zoología, mitología, geografía… o chapurrear más o menos una “lingua franca” en la que se mezclan todos, como hacían los periodistas viajeros de entreguerras, coger al vuelo el fraseo aquí o allá e inventar o deducir el sentido de los huecos que faltan.

Enseñé al hijo pescador lo poco que sabía de leer el paisaje. También el agua. Un pescador que no sepa leer el agua es un mequetrefe con caña, un bobo con botas, un arrogante analfabeto. Y si no sabes leer el paisaje sólo verás un decorado o un trampantojo para selfies

En el regazo de alguno de estos anticilinales con crestas de cuarcitas ordovíticas nace uno de los ríos que más amo, pequeño y poco conocido, frágil y precioso. Antes había un mar somero lleno de cloudinas y algas extrañas, y unos millones de años después había hombres que arrancaban calizas, y dolomías, cocían los pedruscos en hornos alimentados con leña de estos montes, los machacaban en molinos de agua y hacían cal para asegurar los puentes de los imperios o las humildes casuchas. También construyeron caminos en unos tiempos en lo que había osos y lobos y casi nadie. Hoy quedan aún bosques maduros de robles gigantes en zonas umbrías y húmedas donde no llegó la avaricia de madera en los tiempos de las armadas y las guerras. Tocamos el agua helada del río. La bebemos. Admiramos los delicados helechos antiquísimos. Luego seguimos la ruta y la lectura.

 

 

(Ayer, en la ruta hacia el nacimiento del pequeñísimo río Viejas, afluente del Ibor, afluente del Tajo, que corría salvaje y limpio, como el nacimiento de cualquier río del mundo)

HUEVOS FRITOS II


 La sala del museo de Edimburgo donde se expone este Velázquez estaba medio vacía. Poca gente se paraba a contemplar a la vieja cocinera, los huevos friéndose en manteca de cerdo, en esa “cocina-infiernillo” que he visto todavía en África y América…el chaval que viene con el melón de invierno, la multitud de chismes brillantes que componen el bodegón... Velázquez pinta este cuadro con 19 añitos. David Wilkie lo comprará en Sevilla por cuatro perras y lo venderá en Londres por 40 libras en 1863. Pasará de mano en mano por la historia hasta que la National Gallery pague por él 57.000 libras de las de 1955. En ese año, en la mayoría de las cocinas de posguerra de España, sigue usándose el fuego vivo, la chimenea y la trébede o la “cocina económica” de hierro los más pudientes. Aún faltan algunos años para que comience a popularizaste esta otra de gas. Si “el amor comienza por el estómago” mal empezamos. Hoy desayuno unos huevos trufados, bacon ahumado, pan sufí y me acuerdo de aquel viaje a Edinburgo a ver a la vieja cocinera que nadie miraba. “Los hombres, especialmente los que han pasado ya la primera juventud, aprecian la buena mesa como una de las principales virtudes femeninas que hacen amar a una mujer”, dice el anuncio. Ese bigotito facha, es barriga de oficinista, esa cristalería como de un Drácula de Paul Naschy… Me quedo con el melón encordado y los huevos fritos de 1618, que me parecen más frescos.


 

martes

MONSTRUOS

Va a pescar monstruos. O los suyos. Nueve pies línea ocho y un señuelo con apariencia de cruce entre fregona vieja y árbol de Navidad desahuciado. Camina río abajo despacio, evitando hacer ruido para sorprender a los corzos y a los zorros. Saboreando esa pequeña libertad. Nunca la hubo grande ni de ningún otro tamaño o precio más allá de unos pasos y de algunas horas malrobadas al capitalismo. Pero disfruta mucho de esos minutos largos que van rozando las vueltas y revueltas de la senda perdida. Los pedruscos graníticos y los espinos secos. Las encinas dormidas y los brezos con flor. El grito del arrendajo al llegar a la poza.

Antes se hizo en casa también un bocadillo de monstruo por hacer la gracia completa. Algunos monstruos despreciados suelen estar exquisitos. El hígado de rape, rosado y blancuzco en crudo, parece la lengua de algún marciano accidentado y conservado en bourbon en cualquier área 51 de Nevada junto con los dientes de Kennedy y el tupé lacado de Reagan. Quitó las pequeñas venas metiendo los dedos y el cuchillo, operando sin miedo. Luego puso la pequeña víscera en agua de mar y zumo de reineta un buen rato. Secó, salpimentó, empaquetó el hígado en film y lo hirvió al vapor unos pocos minutos. Más tarde, ya frío, cortó filetitos mientras se cocinaba el puré de manzanas, bulbo de hinojo y jerez. Metió unas cuantas lonchitas entre dos rebanadas de pan challah, embadurnó su interior con el puré y añadió pequeñas medallas de rábano picante. Bocadillo de monstruo. Es lo que ahora almuerza tras el premio de haber luchado con otros. Propios o del río. Refresca el hambre con una cerveza bien cargada de lúpulo leonés. No hay mejor amargura. La otra mejor dejarla en casa. Ya lo decía Vázquez Montalbán “La comida, destruye el cuerpo y puede matar el alma a través de sus agentes, como el colesterol y… la nostalgia es la censura de la memoria” Pero el bocadillo de hígado de rape sólo tiene colesterol del bueno y la memoria, refrescada por los rabanitos y la cerveza helada no le duele, ahí sentado, en el terciopelo húmedo de un cancho alto. En los huecos de la rocas hay pinturas de otras eras. En el agua oscura de este río ve el brillo de los ojos de los amigos que no están. Alonso Quijano peleaba con aspas y odres. Él con peces y zarzales. Porque solo hay monstruos dentro. Solo ahí hay peligro.