|
Foto de Joan Roca |
Era un tipo misterioso. Ya en la facultad mantenía negocios
extraños para todos nosotros. Estábamos a finales de los ochenta. Hacía viajes
a NY aprovechando que “un familiar cercano” era piloto de Iberia y traía un
enorme maletón atiborrado de vaqueros Levi´s que luego vendía a buen precio o
se iba hasta Alemania un fin de semana para traerse luego un gran BMW de
segunda o tercera mano que lograba vender con rapidez por un precio que a
nosotros nos parecía exorbitante. No presumía de sus hazañas pero al final
acaban sabiéndose. Caía simpático a casi todos por su afición a mantenerse en
el bar durante horas a base de Martinis, hablar en las asambleas para contar
algún chiste y tener coche propio, un enorme y viejo Dodge familiar de color verde que
debía consumir litros y litros de gasolina y en el que alguna vez nos montamos
para volver de una fiesta hasta quince personas.
Yo malvivía el empeño de mi prematura emancipación transcribiendo
entrevistas y vendiendo a cinco mil pesetas los trabajos y críticas de lecturas
a los que obligaban los profesores de muchas asignaturas. Aseguraba el “notable”
pero la regularidad de estos ingresos era mes a mes incierto. Había meses de
una sola crítica y meses de diez o doce lo que me forzaba a dormir poco y
afinar el tecleo de una Olivetti primero y luego de un ordenador
Amstrad que me compré con la pasta de una beca. Logré adquirir así una formación en
sociología teórica de cuyas rentas aún vivo. Cuando él se enteró de mis
enjuagues se comprometió a “ser mi agente” y que pudiera seguir manteniendo un
saludable anonimato. No sólo consiguió que aumentase la cotización de estos
trabajos de redacción hasta las siete mil pesetas sino que unos años después me
enteré de que cobraba por ellos diez mil quedándose con una sustanciosa
comisión por hacer casi nada. La intermediación y el trampeo más o menos legal
eran lo suyo. No éramos amigos pero nos unía nuestra reciente pasión con
Tolkien, la pesca de la trucha y el enamoriscamiento de cierta compañera de
belleza deslumbrante que no nos hacía ni puto caso.
Un sábado de abril que nos fuimos a pescar juntos a cierto tramo
secreto de un garganta de la sierra de Madrid descubrió una mariposa pegada al
radiador de su coche y entendió que allí había otro negocio de los suyos. Sólo dijo “ostras,
una Isabella”. Días después rastreó de noche y por su cuenta los pinares
cercanos hasta que descubrió la mina. Sólo tenía que colocar una sabana vieja
entre dos estacas que alumbraba con una gran linterna y aguardar. Venían a la
luz todo tipo de bichos y polillas. Entre ellos, de cuando en cuando, una gran
mariposa de preciosos colores verdes que el capturaba con mimo y guardaba en
frascos especiales donde cierto veneno invisible acaba con ellas. Desconozco
cómo descubrió la cotización de la Isabella Graellsia entre los pirados coleccionistas
de mariposas de todo el mundo, cómo lograba los compradores y el oscuro proceso
por el que mandaba por correo los especímenes recibiendo a cambio treinta mil
pesetas de las de entonces por cada polilla.
Para mí su único defecto es que no le gustaba perder o, dicho de
otra forma, entendía la pesca o la seducción como un tipo de competición en la
que quería ser a toda costa y por encima de todo ganador. Yo no era buen pescador, sigo sin serlo,
pero de cuando en cuando cogía más truchas que él o alguna más grande, entonces
una furia secreta e irracional le envilecía, no tanto contra mi, su competidor
circunstancial y casi amigo, como contra el mundo o el destino o el azar. Una
furia rabiosa que le volvía silencioso y suicida acelerando a tope su tanque
de vuelta a la ciudad ante mi silencioso asombro primero y espanto después.
Creo que por eso comencé a espaciar nuestra excursiones hasta dejar de
acompañarle poniendo todo tipo de excusas. Fue esa primavera de alejamiento
cuando “la diosa”, utilizo sus palabras, comenzó a hacernos algún caso. Sobra aquí descripciones al uso. Basta
decir que era muy guapa y que su belleza medio oriental medio nórdica estaba
más o menos profesionalizada porque la vimos más de una vez en las páginas de
la revista de fin de semana de El País en reportajes de moda o cosmética. Por lo demás era
una compañera más que no se las daba de nada. A él comenzó a hacerle caso
desde que se encontraron cierta noche en una fiesta de modernos montada por la
agencia de publicidad Contrapunto. En mi caso nos encontramos en una tasca de
caracoles de la calle Toledo, el sitio menos glamuroso del mundo. “Es que me
gustan mucho”, confesó sonriendo. Nuestro affaire duró poco pero si el
suficiente para que él descubriese que “la diosa” me había elegido. Casi
un mes después la casualidad hizo que nos encontrásemos en el río. Nos
saludamos con cordialidad aparente y nos repartimos los tramos con cortesía de antiguos compañeros. Quedamos en compartir la merienda y el vino en determinada poza a cierta hora
de la tarde pero no apareció, sin duda temía que hubiera cogido más o la más
grande aunque ese día no toqué ni una trucha.
Han pasado mucho años. Le veo con frecuencia en alguna foto de la
sección de economía del periódico. Elegante, triunfador, declarando esto o lo
otro sobre el mundo caníbal de las grandes empresas. Me consta que sigue
pescando y que sigue apareciendo su furia cuando pesca poco o cuando pierde en
cualquier negocio. Perder, qué palabra. Lo primero que aprendemos cuando vamos
creciendo es a perder. Salvo en el río, salvo en el amor. Nunca sentí y siento
que haya perdido nada en esos lugares porque me sería inconcebible pensar que
allí compito o hay nada que ganar.
A “la diosa” también la vi muchos años después cuando ya no era
diosa aunque seguía manteniendo una belleza exótica y distante. Volvimos al
bar de los caracoles y nos tomamos unas cervezas y unas risas. "Siempre me
gustaste". Me dice al despedirnos. "Pero te escaqueabas siempre de mi lado". No lo
sabía. Si lo hubiera sabido. Me hace gracia que se llamara Isabella, como aquella
polilla.
Le digo a mi hijo el pescador que en esta historia o en este
recuerdo no hay ninguna moraleja o lección. Bueno, sólo una. Nunca vendas o
quieras seducir a una mariposa. Mejor dejarlas libres, embelleciendo lo que
nos pasa.
|
Foto de Joan Roca |