Queda tan poco del mundo de hace treinta
años. Hasta yo ya soy otro. Sólo la respiración de mis ríos, el tacto de su
piel, el olor del rocío en los brezos camino del cancho la Vená… es el mismo.
El hijo cambia, se hace hombre, descubre
todos los secretos con asombro, comienza a tener en su vida otros
entretenimientos y desafíos a parte de ir con su padre a pescar truchas. Da
vértigo leer el periódico. Contemplamos las noticias de la TV perplejos,
asustados e indignados ante tantos gangsters chuloputas que se sienten, sin
embargo, refrendados por algunos votos de imbéciles, inconscientes o cómplices.
Pero entonces nos vestimos con el hábito del pescador y bajamos al río a jugar
un poco con la caña y la seda, a tocar el agua helada y a descubrir, también
perplejos, asombrados, fascinados que este río por fortuna no cambia, que
recuerdas sus piedras, sus trampas, sus vados, su paisaje de verdes y penumbras.
Los recuerdas y los recuerda tu cuerpo casi con los ojos cerrados.
El hijo se hará pronto un hombre y comenzará
a bajar sólo al río, en su coche, por su cuenta y descubrirá otros secretos
diferentes, los suyos. Todo habrá cambiado, el mundo será de nuevo otro bien
distinto. Sólo espero que no cambien los torrentes y las truchas, el sonido del
agua, su limpieza, el tiempo suspendido, lejano, al margen del equilibrio de
un pescador en medio de la corriente. Sólo espero que la vida dentro de ellos no
se rompa ni tampoco la emoción larga, intensa y dulce del hijo cuando
me cuente dónde y cómo vio el brillo de la trucha ese día.