El fumador, aterrado al ver
que sus dientes se iban pareciendo a los de la foto de la cajetilla, decidió,
al fin, usar la pasta dental.
Por esa llamada de teléfono
fue premiado con un viaje para solteros, un avión estrellado en el mar y un
naufragio con ella en una isla desierta.
Cuando comenzó a salir vapor
de la cazuela, la langosta gigante me miró con sus enormes ojos y exclamó: “¡Qué rico,
el humano casi está en su punto!”
El jugador de futbolín cobró
vida. Al moverse se sintió fuerte. Al pensar se sintió importante. Al crecerle
la tercera pierna se sintió invencible.
El teléfono sonaba
doblemente en su cabeza. El insistente timbre de llamada era de su amante; los
golpes con el aparato, de su mujer.
—El zoo nunca me pareció lógico
—pensaba el hombre en su jaula mientras los monos, desde fuera, le daban de
comer.
—Esta bandeja de oro ya no
me sirve —se lamentó el antiguo rico en la tienda de empeños después de
despedir a la criada.
Apretujadas entre los
cuerpos las dos sombras se apareaban. Al cabo de unos meses otra sombra
pequeñita vería la luz.
El aborigen sopla la caña y
expele un dardo que me envenena, induciéndome a un sueño eterno sobre un
aborigen que sopla una caña…
¡Otra! ¡Otra!, le gritan
todos. No se resignan a creer que el telón de su vida ha bajado
definitivamente.
Le gusta la fruta sin
pesticidas. Ayer se comió una manzana, para matar el gusanito.