Hay dos edades con connotaciones particularmente imbéciles en la vida. Cuando eres joven e intentas acapararlo todo, ópera, country y death metal, y estás al día, radicalmente al día, y no hay novedades musicales suficientes en tus orejas, y pontificas sobre cuál es el puto mejor disco del año. Ah, la potencia absoluta de la juventud nos conduce a las idioteces, pero qué potencia, que jodida energía, y qué placer saber que el mundo és torpe y viejo, y que nadie llora ni ríe como tu.
Después pueden llegar un par de décadas de cierta estabilidad, la vida te pone en tu sitio y todo eso. Pero partir de los cuarenta te vuelves a crecer, de repente recuerdas que nadie sabía como tu, y vuelves a acaparar discos y novedades como si no hubiera un mañana. Montas la banda que deberías haber montado veinte años atrás y tocas el cielo. Te ves más atractivo y capaz que nunca. Sexualmente te rescatas de la papelera y, a ratos, vuelves a querer comerte el mundo otra vez.
De todo esto, y de nada, pienso y escribo mientras escucho un disco que tantos de vosotros no entenderéis.
Bob Weir y este
Blue mountain te conmueve desde el primer tema, con un sonido de aire y tierra; mierda, estas canciones no se las prestaría al mejor de mis amigos. No quiero que las maltraten, que no las entiendan, no quiero otra cosa que silencio, silencio, silencio, escuchar los doce temas mientras busco en el rostro de la vejez perfecta de
Bob las respuestas y las preguntas. Mientras vuelven recuerdos y renacen deseos. Mientras los dos imbéciles, el de 20 y el de 40, dejan de reclamarme su lugar en mi historia.
La vida que vivo empieza y acaba cada día, sin mucho ruido; el dolor persiste, pero mi hija duerme, y las cosas están bien.
Bob Weir ha grabado un disco que es una totalidad, un estado de ánimo y un sonido, desde ya, inolvidable.