El mago efectúa el pase especial sobre la baraja, imbuyéndola de su poder maravilloso. Cuando levanta y muestra la primera carta, los chavales estallan en risas y alabanzas:
-¡Lo ha hecho, la ha encontrado, tío! -grita uno de ellos, casi zarandeando a uno de sus amigos- ¿Has visto? ¡Qué cabrón!
El mago permanece a la espera, disfrutando de la primera oleada de reacciones. Aún no ha terminado. La gente que pasa por la calle los mira, curiosa, y los más jóvenes se detienen a ver qué pasa. Cuando tiene de nuevo la atención del grupo, el hombre continúa con su rutina. Un corte, un pase aún más complejo que el primero, un chasquido. Mientras pasea sus ojos por los de los chavales, gira lentamente a baraja. Todas las cartas se han transformado en copias de la que el voluntario había elegido. Hay más risas y gritos de admiración y sorpresa, y empieza a escucharse una petición a nivel general:
-¿Cómo lo haces? ¡Cuéntanos el truco!
-¡Dínoslo, por favor!
-¡Que lo explíque!
El mago los mira, sin entender. Trata de explicarse, pero es muy difícil:
-Yo... por telepatía, he sabido cuál era tu carta... luego... he pedido a la baraja que coloque esa carta encima, y al final... al final, creo que es la propia baraja la que pide a todas las cartas que se disfracen...
-Pfff... No nos lo va a contar, los magos nunca dicen cómo hacen sus trucos -comenta uno de los muchachos- Venga, vámonos.
-¡Pero es verdad! -replica el mago- ¿Cómo si no iba a poder hacer algo así?
-Si no nos lo quieres contar, vale. Pero tampoco te rías de nosotros, tío. -contesta otro de los chavales- No mola nada.
El mago está confuso. ¿Qué esperan de él? Ya les ha contado cómo hace su rutina de la Carta Ambiciosa, pero siguen insatisfechos. Los chavales, con gesto de decepción, se van alejando de él en dirección a la tienda de videojuegos. Sólo uno de ellos, de unos 5 ó 6 años, se gira para despedirse. Su cara luce una radiante sonrisa: está deseando llegar a casa y hacerse con una baraja de cartas.
El mago se queda allí parado, a medio camino entre perplejo y entristecido. No entiende qué ha pasado. No entiende qué está pasando. Sólo sabe que cada vez le pasa más a menudo.
jueves, 23 de septiembre de 2010
martes, 21 de septiembre de 2010
Hay que comer
-Estoy hasta las pelotas de este puto psicópata. Cualquier día de estos le voy a partir la cara de anormal que tiene, es verlo llegar y me entran ganas de...
-Te faltan cojones.
-¿Qué? - Néstor se calla, en seco. A veces es la única manera de que cierre esa estúpida bocaza suya, que le pierde. No va a hacer nada de lo que está diciendo, toda su iniciativa escapa de él pegada a las palabras. Jodido imbécil...
-Que te faltan cojones. Huevos, tío. Todos los putos días es la misma canción: que si le voy a hacer esto, que si voy a hacerle lo otro -finjo la voz más estúpida que puedo; sé cuanto molesta, e intento no sonreir mientras tanto- ¡No vas a hacer nada, así que deja de farfullar y trabaja un poco, joder!
No sabe qué hacer. Su cara ha cambiado de color, yo diría que a un apropiado tono "te-partiría-la-cara", con el toque justo de "pero-me-faltan-cojones". Mira las carpetas que el supervisor acaba de dejarle sobre la mesa, y alarga la mano. Entonces, estallo en carcajadas. Me mira.
-¡Deberías haberte visto la cara! -sigo riendo mientras le apunto con un dedo- ¡Te lo has creído, reconócelo!
Su expresión se relaja cuando entiende que sólo era una broma. Frunce el ceño y amaga con lanzarme la grapadora a la cabeza. Me río otra vez: no va a hacerlo, realmente le faltan cojones. No bromeaba cuando se lo echaba en cara, el tío es un auténtico payaso. Llega tarde, trabaja poco y mal, y la carga de trabajo que él no saca cada día me la tengo que tragar yo, como buen gilipollas. Créeme, es una mierda ser el compañero de cubículo del hijo del jefe. Pero hay que comer...
Sigo riendo como un idiota. Cualquier día de estos le voy a partir la cara de anormal que tiene. Caigo en la cuenta de que llevo demasiado tiempo fantaseando con ello...
-Néstor, tío... -me mira, sonriendo- a mí sí que me faltan cojones.
-Te faltan cojones.
-¿Qué? - Néstor se calla, en seco. A veces es la única manera de que cierre esa estúpida bocaza suya, que le pierde. No va a hacer nada de lo que está diciendo, toda su iniciativa escapa de él pegada a las palabras. Jodido imbécil...
-Que te faltan cojones. Huevos, tío. Todos los putos días es la misma canción: que si le voy a hacer esto, que si voy a hacerle lo otro -finjo la voz más estúpida que puedo; sé cuanto molesta, e intento no sonreir mientras tanto- ¡No vas a hacer nada, así que deja de farfullar y trabaja un poco, joder!
No sabe qué hacer. Su cara ha cambiado de color, yo diría que a un apropiado tono "te-partiría-la-cara", con el toque justo de "pero-me-faltan-cojones". Mira las carpetas que el supervisor acaba de dejarle sobre la mesa, y alarga la mano. Entonces, estallo en carcajadas. Me mira.
-¡Deberías haberte visto la cara! -sigo riendo mientras le apunto con un dedo- ¡Te lo has creído, reconócelo!
Su expresión se relaja cuando entiende que sólo era una broma. Frunce el ceño y amaga con lanzarme la grapadora a la cabeza. Me río otra vez: no va a hacerlo, realmente le faltan cojones. No bromeaba cuando se lo echaba en cara, el tío es un auténtico payaso. Llega tarde, trabaja poco y mal, y la carga de trabajo que él no saca cada día me la tengo que tragar yo, como buen gilipollas. Créeme, es una mierda ser el compañero de cubículo del hijo del jefe. Pero hay que comer...
Sigo riendo como un idiota. Cualquier día de estos le voy a partir la cara de anormal que tiene. Caigo en la cuenta de que llevo demasiado tiempo fantaseando con ello...
-Néstor, tío... -me mira, sonriendo- a mí sí que me faltan cojones.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)