Por Fray Sebastián de Ubrique, 1944
Descripción de Ubrique que por doña Francisca Larrea hecha en 1824.
En julio de 1824 vino a Ubrique a veranear la ilustre escritora doña Francisca Larrea. Tanto ella como su marido, D. Nicolás Bolh de Faber, alemán convertido al catolicismo por el beato Diego José de Cádiz, ocupan un lugar eminente en la historia de la literatura española. En la tertulia de doña Francisca Larrea, Bolh de Faber y Hartzenbusc se reunieron los precursores del romanticismo en España, y en ella se inició la revaloración del teatro clásico español, del que habían de hacer una defensa apoteósica los hermanos Schegel en Alemania.
Doña Francisca Larrea pasaba algunos veranos en Bornos. Ardiente realista y patriota, de espíritu observador, muy aficionada a la literatura descriptiva, escribió en sus memorias un cuadro tan poético, tan animado y tan real de Ubrique de principios del siglo XIX, que es una de las páginas más hermosas de la historia de la villa, y más teniendo en cuenta que fue la madre de la gran novelista doña Cecilia Bol de Faber, que, conocida con el seudónimo de Fernán Caballero, ocupa uno de los primeros lugares en la novela española después de Cervantes.
Dona Cecilia debía estar entonces recién casada en la Habana, y dona Francisca debió ir a Ubrique, acompañada de su hija Aurora. Se hospedó en la casa que fue propiedad de D. Manuel Romero, en la plaza de la Santísima Trinidad, y hoy de D. Diego Arenas.
Hemos tenido la fortuna de poseer el manuscrito original, que empieza así:
Julio 1824[1]. — «Muchos días hace que no tomo la pluma en mano. Los últimos que permanecí en Bornos fueron tan tristes, en razón del verdadero sentimiento que me causaba el separarme de ese bonito, de ese buen pueblo, y de los amigos que he tenido la fortuna de adquirir en él, que no me podía ocupar en otra cosa. Ojalá que pueda yo demostrarles alguna vez que mis palabras no han sido un mero sonido, y que mi gratitud conservará para siempre su memoria en mi corazón.
Salimos el día 14, a las 4 y media de la tarde, de Bornos, para llegar a dormir a la Granja Hacienda de los monjes Jerónimos en Pajarete. El caminar en borrico es, a mi gusto, el mejor de todos los modos de viajar, cuando el calor o el frío no son excesivos. La juiciosa pausa de este animal, a cuya discreción se abandona una con toda confianza, cierta de que no solamente no ha de cometer travesura alguna, sino que, con un instinto admirable, sabe advertir y esquivar, muy de antemano, los malos pasos, escogiendo, con vista de lince, los buenos, y así permite que se ocupe una en mirar y examinar los objetos que la rodean con toda seguridad. Acabaré mis observaciones acerca de los borricos con decir (y perdónenme los jinetes y cazadores; que este animal, a mi parecer, tiene más entendimiento que el caballo y el perro) por lo que toca a las prendas del corazón no me atrevo a compararlas, es mucho más fácil juzgar de la extensión de los entendimientos que de las cualidades de los corazones.
Hay una legua y media de Bornos a la Granja. Hasta la mitad del camino el país no ofrece variedad alguna, siendo todo de campiñas bien cultivadas que se extienden hasta llegar a su horizonte de montañas. A una legua de la Granja empieza en terreno a ondear y a formarse en pequeñas colinas. Varios cortijos y muchos ranchos desparramados por todos lados diversifican y animan el paisaje. Al llegar a la Granja, se atraviesa un olivar, por cuyas cuestas corre tortuosa la senda ofreciendo diferentes y hermosos puntos de vista. Pajarete es un pago de viñas, si bien poco conocido, es afamado por toda la Europa. Cada una de estas viñas tiene su casa, y entre ellas sobresalen las ruinas de la del Rosalejo, hermosa posición, que labró, embelleció y habitó la marquesa de las Amarillas, y fue quemada en la guerra de la Independencia, por haberse guarecido en ella una partida de guerrilla española, que se dejó abrasar antes de rendirse. Desde la Granja se disfruta una magnífica perspectiva de sementeras, viñas, olivares, colinas, montes, y la bonita población de Bornos, que siempre y por todos lados se presenta preciosamente. La hacienda de los Jerónimos no es más en efecto que una grandiosa granja, con su lagar, su molino de aceite y sus trojes. A la puerta hay un hermoso manantial de agua limpia, que corre a regar un huerto con algunos árboles.
A las 5 de la mañana del 15 salimos para Ubrique. Ya el país se caracteriza de montañoso. El terreno era desigual y cortado en lomas de viñedos y sementeras, por cuyas hondonadas, embellecidas por grandes manadas de ganado vacuno, corrían ríos y arroyos, emboscados en selvas de adelfas con toda su flor. Algunas veces nos rodean tan de cerca estas colinas, que los montes solo asomaban sobre ellas sus cimas de piedra, semejante a pilones de azúcar, que parecía fácil alcanzar con la mano. Atravesamos montes de robles, encinas, alcornoques y quejigos, y antes de llegar a la venta de Tavizna donde descansamos durante el calor, pasamos por bosques de olivos, cuyo tamaño gigantesco me sorprendió sobremanera; me dijeron que eran injertos en acebuche (olivo silvestre) y que de ese modo se hacían tan grandes, aunque su aceituna no era tan sabrosa. La venta de Tavizna está situada a la orilla del río Majaceite, apoyada en un enorme peñasco. El río tiene ahora poca agua, aunque discurra mucho entre piedras que parecen otras tantas macetas de adelfas en medio de la corriente. Al salir de esta venta, se despide una de las tierras de labor y se mete entre montanas agrestes, siguiendo el curso del río que se desliza perezosamente por márgenes magnificas de adelfas. Entre estos montes no siempre veíamos el San Cristóbal, pero sí siempre el Albarracín, que sube perpendicularmente desde el valle que atravesamos. Antes de llegar a Ubrique, el camino pasa por las faldas de unas lomas de viñedos, que van a acabar en los montes y luego baja a la población, que está en una hondonada al pie de unos peñascos, que suben perpendiculares y altos por la izquierda, mientras que a la derecha se ve la población, colgada de peñas enormes y resbalándose el río, que la separa de una verde y fresca cañada de huertas. Estas lindan con colinas de olivos, que van trepando hasta dar con montes de encinas y riscos de peñascos, dejando este pequeño valle totalmente cerrado, porque
Al horizonte esconde o desfigura lo fragoso de cerros y collados, que componen su bronca arquitectura, unos y otros sin orden barajados.
Conde de la Granja.
A la entrada del pueblo está el convento de capuchinos, hermoseado por una huerta, en la cual descuellan altos y oscuros cipreses, como dando aviso que es el asilo del retiro y meditación. Llegamos cansadas y muy fatigadas del calor a la casa que nos tenían preparada, pero que por demasiada estrecha y calurosa mudamos al día siguiente, proporcionándosenos la que tenemos, que, además de ser más grande, está en la plaza de la Santísima Trinidad, cuya situación elevada, no solo la hace más fresca, sino que por una ventana y galería nos facilita la vista de las huertas, olivares y montes de que he hablado por detrás de la casa, mientras que su fachada da contra enormes peñascos, qué; ocultando el cielo, parecen amenazar con instantánea destrucción del pueblo que se apoya en ellos. Las gentes aquí son buenísimas y muy cariñosas; tienen más semejanza con las de Arcos que con las de Bornos. Se ven todavía por estos pueblos las costumbres rancias españolas, sin que el progreso de las luces, que también aquí hizo grandes esfuerzos para introducirse, haya podido conmover lo que tantos siglos de verdad han arraigado. El pueblo es sensato, sobrio, tranquilo y religioso, como lo fueron sus antepasados; es independiente, robusto, industrioso y valiente como pueblo de montañas. Tiene fábricas de paños, telares y tenerías, en todo lo cual trabajan también las mujeres.
Estas son todas bonitas, y en vez del hormigueo de chiquillos que nos atolondraba en Bornos, se ven bandadas de mozas, morenas, es verdad, pero de facciones preciosas, sentadas en las puertas, bordando o haciendo calceta, cantando y riendo. El pueblo todo parece una gran familia; todos entran y salen de las casas, cuyas puertas están a todas horas abiertas, como si todos fuesen dueños de todas. Ubrique padeció mucho en la guerra de la Independencia y por consiguiente había de padecer mucho también en el sistema constitucional. El mismo sentimiento religioso patriótico que produjo en toda esta Sierra prodigios de valor contra los que venían a destruir su antiguo culto y sus antiguas costumbres, debía precisamente armarla contra las novedades liberales. Zaldívar, hijo de Ubrique, el héroe Zaldívar, que se había distinguido en toda la guerra pasada, cuyo valor, constancia y pericia he oído ponderar a los mismos franceses, ese valiente y generoso partidario, sin haber sido recompensado por sus últimos trabajos y servicios, abandonó su familia y sus cortos bienes para combatir otra vez por su religión y por su rey, y con un puñado de serranos supo aterrar a sus enemigos y conservar en estos pueblos el espíritu religioso y español, que algún día había de volver a triunfar en esta tierra privilegiada.
Bastantes lágrimas he derramado al oír las proezas de este hombre extraordinario, cuyos nobles sentimientos honrarían la cuna de un príncipe. Un carácter inconmovible, una genialidad austera, unas costumbres graves, sobrias y religiosas, un total desprendimiento y una humanidad perfecta, son los rasgos principales que han caracterizado a este héroe. He visto a su anciana madre y a sus hermanas, que aún conservan la esperanza que sanó de las pérfidas heridas, que solo a favor de la más atroz traición pudieron darle en Porcuna, y que está en países extranjeros. Lo fijo es que, después de aquella negra y vil catástrofe, estuvo en estos montes y dicen pasó a Gibraltar.
Antes de ayer tarde, por primera vez, salimos las tres solitas. Entramos en las primeras huertas, que están a la salida del pueblo. El excesivo calor nos impidió ir más allá. Mucho me habían ponderado el que debíamos pasar aquí, comparándome a este pueblo a una sartén. En efecto los peñascos que lo cercan se caldean todo el día con el sol y por la tarde despiden una flama que sofoca. Ni la noche trae consigo algún consuelo. Sin embargo, estas gentes mismas extrañan este calor y decían que es extraordinario. Las huertas no son tan hermosas como las de Bornos. Las murallas de montes que las encierran no permiten que ofrezcan aquellos bellísimos puntos de vista que aquellas presentaban en los huecos de sus arboledas.
Ayer tarde fuimos en compañía de dos o tres de las bonitas vecinas nuestras a la fuente que llaman del Solimán. Por un lado del camino teníamos peñascos altísimos, y por otro declinaba el terreno hasta el río, a cuya opuesta margen llegan al agua las huertas, valladas de hermosas madreselvas y zarzamoras. De trecho en trecho se ven grupos de olmos, altos y esbeltos como los de Inglaterra.
Antes de llegar al Solimán se pasa por la capilla de Jesús o San Sebastián, donde está el cementerio, y por el Algarrobal, otra fuente que brota entre piedras y forma un riachuelo (donde lavan las mujeres debajo de la sombra de hermosos olmos) y luego corre, metiéndose por el arco de un puente, a juntarse con el río. El Solimán es un chorro de agua que cae en piletas, donde beben las bestias. Alaban mucho la calidad y los efectos de esta agua. Aquí es infinito el número de fuentes y la diversidad de sus cualidades.
25.—Estas tardes nos hemos paseado por las huertas, que, si bien no son tan hermosas como las de Bornos, son bonitas y frescas. Ayer tomamos un callejón que serpea entre ellas, y cuyos vallados, cubiertos de la dulce madreselva, despedían un delicioso olor, hasta salir al olivar, que nos condujo al convento de capuchinos. Antes de llegar al monasterio, nos sentamos al pie de un alto peñasco, en cuya cima se hallan[2] vestigios de una población romana, que me propongo ir a ver una de las tardes. Pasado el convento, está un molino por el cual sale, en ruidosa cascada, un grueso manantial, que luego, formándose en río. es el que riega las huertas que, a manera de falbalas, guarnecen las faldas de Ubrique.
26 . —Ayer tarde salimos también por los callejones, y tomamos a la izquierda por el olivar, faldeando sus preciosas y variadas colinas hasta llegar a lo que llaman el puente nuevo, donde nos sentamos a disfrutar de una bella perspectiva y del vientecillo oeste que respirábamos con ansia después de los excesivos calores de estos días pasados, y que oíamos susurrar agradablemente en la hojarasca de un grupo de olivos. Estuvimos admirando un fuego que ardía en los montes lejanos, y manifestando yo mi sorpresa de que no procurasen apagarlo, me dijeron que eran frecuentes, y que muchas veces se hacían a propósito para aclarar los montes. La leña aquí es tan abundante que no cuesta más que el trabajo de traerla. Son innumerables los montes de robles, encinas y hayas por toda la Sierra. La vista era hermosa. Veíamos arder el fuego tan sosegado en la cumbre de los riscos, que parecían ceñidos por una diadema de oro. Este país debe ser hermoso en invierno. Por todas partes brotan fuentes, formándose en cascadas y en riachuelos, que corren en todas direcciones. Ahora solo se ven sus lechos y surcos secos y desamparados. Aun el río que riega las huertas fluye delicioso entre piedras que casi lo ocultan.
27 . —Ayer tarde subimos al Calvario, una ermita en lo alto de los cerros que miran a nuestra calle. Mucho me habían ponderado el trabajo que me costaría llegar a este sitio, que no lo he hallado tan escarpado como parece, mirándolo desde abajo. Un religioso capuchino, de quien estas gentes cuentan prodigios, fue el que de limosna labró esta capilla y cortó el camino de la vía sacra entre las peñas. Es no más que un altar con un crucifijo; y a su lado una celdita para el ermitaño. Ahora no tiene ermitaño, y una buena mujer, que vive en los carriles, es la que todas las noches, que llueva, que truene, va a encender la luz que arde toda la noche en el altar. Este buen capuchino acarreaba él mismo lo que era menester para la obra. A las mujeres y muchachas les decía de subir el agua a los trabajadores que le fuesen a ayudar, nunca le faltó nada. Cuentan entre otros prodigios de este padre Ventura (que así se llamaba) que cuando el temblor de fierra de Lisboa, el peñasco más enorme de esta cordillera, en el cual se recuesta Ubrique, se bamboleó, y que él subió a su cumbre con un crucifijo en la mano, mandándole en el nombre del Señor que se mantuviese firme. Se ve en la punta de esta peña la cruz que luego plantó en ella. Está formada por dos grandísimas vigas, que desde abajo parecen dos alfileres. En el Calvario se domina todo el país de Ubrique, pudiéndose llamar una cañada encerrada entre cordilleras que la secuestran de lo demás del mundo visible. La población parece cortada y formada de los peñascos que la sostienen. La mayor parte de las casas están labradas de piedras, que tienen el mismo color y todas techadas como en el norte. Es muy fantástica su apariencia, y a lo que más se asemeja es a una multitud de nidos de pájaros colgados de los peñascos.
Esta mañana fui acompañando mi hija al baño de la Hedionda, que es un manantial de agua mineral, que está a media legua de aquí. La llaman Hedionda, porque en efecto tiene un hedor semejante al de la Fuente Amarga de Chiclana. Es increíble la variedad de sus cualidades. El facultativo de aquí, que es sujeto sumamente apreciable, me ha referido infinidad de casos con que este agua ha producido diversos y contrarios efectos, según lo han requerido los diferentes males. El camino es muy pintoresco. A un lado tenía el río con sus orillas diversificadas con adelfas, olmos, molinos, huertas, viñas, que contrastan con los peñascos que las coronan y que se elevan ceñidos del otro lado del camino. El manantial está en una hondonada sumamente agreste y solitaria. Dos albercas. una para hombres, otra para las mujeres, reciben el agua que mana continuamente y corre luego en un arroyo hasta juntarse con el río. Eran las cinco de la mañana. El aire venía purísimo de la sierra, cuya altura nos guarecía del sol, que siempre se levanta tarde en este país. Algunos ranchos con sus chozas aparecen en lo alto de las montañas. Una casita divisábamos en la punta de un cerro, que nos pareció solo alcanzadiza al águila. Los borriqueros nos señalaron en la cima de un peñasco altísimo las ruinas de un castillo moruno, que llaman el Castillo de Fátima.
29.—Ayer tarde fuimos por el camino del Solimán, y entramos en la capilla de San Sebastián. Es muy bonita. Tiene algunas buenas Imágenes de bulto: la de Jesús Nazareno y la de la Virgen, ambas de tamaño natural, son muy hermosas. De aquí cruzamos el río, y nos metimos en una huerta donde estuvimos en conversación con el hortelano hasta la noche. Estos serranos tienen un entendimiento natural que debe sorprender a cuantos no han observado al pueblo español. Este buen hombre raciocinaba con un tino y verdad, que ciertamente no ha sacado de los libros, si bien lo ha aprendido en aquel único que lo contiene todo (como dice Bonald) el sencillo y profundo Evangelio. Entre varios dichos y pensamientos que tengo anotados de estas buenas gentes, citaré uno de mi casera. Tenía alojado a un oficial constitucional, quien, entre los argumentos que le hacía para convertirla, uno era que los autores de la Constitución eran los hombres más sabios de la España, y que pegaba muy mal a unos aldeanos ignorantes atreverse a repugnar y censurarla. “Eso bien puede ser verdad—contestó la serrana—pero yo sé que cuando nació nuestro Salvador en Belén, pastores fueron los primeros que lo adoraron, y que en Jerusalén los sabios y los escribas lo crucificaron”.
Esta mañana fui a oír misa a San Antonio, una capilla que está al otro lado del pueblo, en una altura que me costó mucho trabajo trepar, por no haber tomado el buen camino. La capillita es pobrecita, y una mujer nos enseñó sus alturas[3], con aquel agasajo que es natural en dicho pueblo. Enfrente de la puerta, por encima de las casas, descuella el peñasco que tiene la cruz del P. Ventura. Los ojos involuntariamente se arrancan de su vista, pues, más que perpendicular, parece inclinado a desplomarse sobre el pueblo.
De aquí me fui al Nacimiento de que ya he hablado, que está más abajo de capuchinos. El agua brota de las peñas tan caudalosa y cristalina, que no se mueve y parece un espejo embutido en piedras, hasta que, llegando al molino, sale alborotada y espumosa, huyendo hasta juntarse con la del manantial del Benalfí, que unidos forman el río que riega las huertas.
Ayer oí misa en capuchinos. La iglesia es semejante a todas las de esta Orden; pobrecita, aseada y devota. El calor de estos días pasados ha cesado y el aire de estas montañas es no solo fresco y delicioso por las mañanas y por las noches, sino que es puro y ligero aun durante las horas del sol.
50.—Ayer tarde pagamos las visitas de las señoras que nos han favorecido con las suyas. Me ha agradado mucho observar cómo las personas más pudientes de aquí viven con la misma sencillez que las gentes del pueblo. Las casas no se diferencian sino en el tamaño. Las visitas se reciben como en casa de los pobres, en lo que llaman la cocina, y es una habitación que está a la entrada con su gran chimenea, que reúne en su derredor las vecinas en las largas noches de invierno. Vinimos a casa bastante cansadas de las cuestas y mal empedrado de las calles.
51.—Ayer tarde fuimos a Vena Feliz o Benalfí, que es como lo llama el pueblo y por otro nombre el Salto de la Mora. Es una peña altísima que está a la entrada del pueblo. Llevamos dos borricos, pues nos dijeron que no podríamos hacer todo el camino a pie. Sin embargo, Aurora con las demás vecinitas que nos acompañaban anduvo hasta la cumbre, con bastante desazón mía, porque, en efecto, es camino solo para cabras, a pesar de que la senda sube en espiral por los pedrazales y breñas, hasta llegar a la puerta de una viña, plantada en su cima, y que pertenece al padre de una de las jóvenes que iban con nosotros. Yo siempre fui en borrico, que si bien acostumbrado a las escabrosidades de este país, no dejaba de tropezar, con grande susto mío, que a veces me veía tan elevada, que al menor vaivén parecía deberme despenar a lo profundo. Antes de entrar por esta puerta, que abre a un cuadro de tierra cercado de peñascos, vimos una ruina, que ciertamente sería un baño. Es un edificio cuadrilongo, con varios huecos o nichos en la pared. Esta ruina está bastante bien conservada y sirve para ordeñar las cabras. Parte del techo se ha desplomado, y por sus hendiduras entra la luz, que no se adivina bien por donde le entraría antes. La puerta o rastrillo que está a su lado abre a una cuadra o salón natural, cerrado por paredones de peñascos, a cuyos pies se ven piedras sueltas a manera de sofás o sillones. Salimos de este salón por una abertura que nos llevó a la viña que domina una hermosa perspectiva de montes escalados sobre montes; a un lado se divisa la pequeña población de Benaocaz, con sus casas blancas interpoladas de verde, metida en un vallecito semejante a una manada de ovejas pastando tranquilamente en medio de la montaña; al otro se presenta Ubrique, abismado entre peñascos, tan diminuto por la distancia, que parece un juguete de filigrana esculpido en piedra. Las casitas de las viñas y olivares en sus derredores se divisaban como puntitos blancos casi imperceptibles. En el primer viñedo que atravesamos vimos cinco columnas de piedra, en cuyos zócalos se leen inscripciones latinas. La situación me pareció denotar que habrían sido de alguna galería o fachada de edificios. En el suelo vimos rodando un trozo de estatua de Cleopatra, de hermoso mármol blanco. Lo único que se conserva de ella es desde la cintura hasta el pescuezo. Los dos áspides están perfectamente trabajados, aunque me parecen demasiado simétricos. El padre guardián de capuchinos, que ha tenido la curiosidad de examinar estas antigüedades y aun de descifrar con mucho trabajo las inscripciones (que ha mandado a Sevilla) me ha dicho que, cuando primero vio esta estatua conservaba la cabeza y que había otra de Marco Antonio; pero que, habiendo sido abandonadas allí, los muchachos a pedradas las han destruido. Además, se han excavado de este sitio como una fanega de monedas antiguas que también se han enviado a Sevilla. Más alto vimos otro baño y otro grande aljibe, y nos dijeron que a una corta distancia había una sima profunda, que corría subterránea no se sabe hasta donde. Pero el sol se estaba ocultando entre los montes, y yo temía volver de noche por estos despeñaderos. La tarde era deliciosa y respirábamos en esta altura un aire verdaderamente celestial. Volvimos, sintiendo que el tiempo no nos permitiese observar y sobre todo meditar en estas ruinas de tantos siglos. Al pie de este peñasco, que llaman también el Salto de la Mora, (por motivos de una tradición que supone a una mora arrojándose de esa altura huyendo de los cristianos) sale el manantial que surte al pueblo, y que, pasado el convento, fluye por un acueducto, a través de cuyos arcos se ven las huertas. Entre este acueducto y un guardalado, debajo del cual se ven las mujeres lavando en el agua de otro nacimiento, que sale por el molino, corre una calzada hasta entrar en las calles del pueblo. Un grandísimo y frondoso álamo negro sombrea a las lavanderas, y más arriba del molino se ven grupos de olmos y chopos en derredor del manantial, y a su espalda suben peñascos hasta las nubes.
2 de agosto. —Ayer estuvimos convidadas por una de nuestras vecinitas para ir a la viña de su padre, que divisamos desde la ventana de mi cuarto, subida encima de los olivares y al pie de los montes. Mis hijas fueron acompañadas de una docena de muchachas a cuál más bonita. El padre es un buenísimo hombre, que, además de esta viña, tiene su oficio de talabartero y sombrerero, con lo cual mantiene a su familia, que es de cuatro hijos, pues es viudo, y si bien muy aficionado a divertir a su hija, siempre la acompaña él a todas partes. Tenían su merendita preparada, que consistía en un menudo muy bien guisado, uvas, manzanas, moras, almendras y buen vino de su cosecha. Las niñas se divirtieron mucho. Además de la bella situación de la casa, que domina una perspectiva hermosa, comieron, corrieron, jugaron y rieron de todo corazón. Yo me fui a capuchinos por ser el jubileo de Ntra. Sra. de los Ángeles. Ya por la mañana me había edificado la devoción con que multitud de gentes se acercaban al Sagrado Convite. En semejantes días todo el pueblo sin excepción recibe los sacramentos. No era menos su recogimiento rezando el jubileo. Solo se oía en la iglesia el susurro del agua; la tarde era apacible, y a la salida, todo en derredor parecía combinarse para conservar la paz que el corazón había respirado en el santuario.
Cuando llegué a casa me asomé a la ventana de mi cuarto que cae a las huertas y sus vallados de montes, en cuya cima colgaba la media luna a manera de un creciente de brillantes que adornaba su rugosa frente. Poco después se ocultó de una vez, poniéndosela por delante las enormes peñas, cuya línea de ondosas y negras superficies parecían esculpidas en un fondo esplendente de luz que derramaba en el cielo el luminar que ya no se veía. El aire era dulcísimo, y el reposo de la noche solo interrumpido por el trino de algunos grillos y el distante ladrido de un perro, ya estaba en las huertas, en el otero, en los montes, y en la parte de la población de este lado de la casa, mientras que del otro pasaban gentes yendo y viniendo a la feria (que está en la plaza de la iglesia al fin de nuestra calle) con guitarras, cantares y risas.
5. — Ayer no salimos por estar Angela un poco resfriada. Yo me estaba pelando la pava con mis buenas vecinas en el zaguán (que es el lugar de tertulia) cuando me llamaron las niñas para que admirara desde mi ventana una vista que era en efecto magnifica. El cielo de un purísimo azul se veía entretejido con pequeños y numerosos nublados, que, tinturados fuertemente por los rayos del sol en su ocaso, parecían otros tantos vellocinos de oro. Sobre este brillantísimo fondo, alzaban sus negras cumbres los montes, mientras que las colinas, en su falda, reflejaban el dorado esplendor que por grados bajaba desvaneciendo entre los diferentes matices de las huertas.
6. —No hemos salido estos dos días sino para visitar a nuestras buenas vecinas. Todas las casitas se parecen. La primera habitación es siempre la cocina, con su grao chimenea, en cuya cornisa se ven colocados platos, tazas de loza inglesa (la cercanía a Gibraltar facilita los géneros ingleses). A su lado cuelgan de la pared sartenes, peroles brillantísimos de escamondados. En algunas partes vimos las mujeres trabajando en sus telares. Estos son unas máquinas, aunque toscas, que mueven con el pie mientras que con las manos hacen correr el estambre por los hilos tirantes, entretejiéndolos con el movimiento alternativo de la máquina, impulsada por el pie. En un día puede una sola mujer tejer 26 varas de jerga.
Al salir de una de estas visitas antes de ayer tarde nos dijeron que iban a salir los voluntarios realistas, y que están esperando otras tropas para ir hacia Jimena, donde ya sabíamos desde algunos días que algunos insensatos habían levantado el grito de la rebelión. A esta noticia verdadera se añadieron, como siempre sucede, otras mil que aterraban. Sin embargo, de no creerlas, el desasosiego del pueblo, el armamento en masa de toda la Sierra, el clarín que tocó a reunión durante la noche, el paso de las tropas, la salida de estos valientes, al mando del famoso partidario y compañero de Zaldívar, Fernando Clavijo, todo esto asustaba, y hemos pasado dos días con bastante inquietud, si bien creo que la cosa, sea cual fuere, pronto acabará.
7. —Aunque debiera estar sobresaltada por las voces que corren, estoy muy tranquila entre mis buenos y fieles serranos, tanto que ayer me fui a pasear, tomando por algunos callejones de las huertas, que aún no había visto, hasta llegar al pie del Benalfí, al lado de cuya fuente nos sentamos mirando correr el agua y lavar a las mujeres en los limpísimos estanques que forman los montones de piedras, que parece se han desgajado y caído de los altos peñascos para el intento. A la vuelta nos vinimos por algunas bonitas huertas. La situación de una de ellas nos dio golpe. Parecía enterrada en los montes, pues los grandes árboles que la vallaban a la redonda, interceptaban la vista del país que mediaba, y solo se asomaban sobre sus copas las colinas y riscos, formándola un anfiteatro perfecto. El cielo estaba nublado, y a la noche tuvimos una pequeña tempestad de viento, agua y algunos truenos, que retumbaron con prolongados ecos por las montañas. Hoy, sin embargo, hace mucha calor.
Las noticias son todas favorables. Nuestros partidarios llegaron con toda felicidad a Jimena, que está ya en la mayor tranquilidad. Los provinciales de Sevilla llegaron al castillo de Gaucín, que está a tres leguas de aquí. Los constitucionales se han guarecido en la isla Tarifa, donde los dicen cercados o bloqueados por buques franceses, han dicho que Valdés está a su cabeza; que en Ronda se han hecho muchas prisiones; aquí también están en la cárcel los pocos liberales que había en el pueblo. Parece que había una combinación entre todos ellos y que ha sido descubierta (estas son las voces que corren), la verdad en su lugar.
10. —Estos dos días el tiempo ha sido malo. Sin embargo, ayer tarde fuimos a las huertas. Por la mañana hubo una tormenta que duró siete horas, larguísima para un[4] habitante de Cádiz, que está acostumbrada a verlas pasar volando sin que nada las detenga. Aquí los montes no solo las atraen, sino que se complacen en detenerlas, repercutiendo su estruendo con prolongados ecos. Ayer de mañana estuve admirando desde mi ventana los varios efectos de los nubarrones, que, unas veces, cubrían con su espeso velo los montes, otras solo ocultaban su base, dejando un peñón negro suspendido en el aire; de allí a poco todos se desvanecían y pasaba a prisa una nubecilla, cortando los cerros por medio, o se deslizaba de alto abajo, semejante a copos de transparente y blanquísima lana, que se hubiesen soltado de la rueca. Por la tarde se aclaró. El sol doraba los celajes esparcidos por el cielo azul, mientras que algunos nublados de color de púrpura descansaban sobre las puntas de los cerros. Hoy sigue gruñendo la tormenta a lo lejos.
Muchas son las noticias que nos dan. Lo cierto es que los rebeldes están todavía en Tarifa, y que los franceses los cercan por mar y por tierra. Nuestros realistas siguen en Jimena y la Sierra hormiguea de gente armada en defensa de su rey.
A la tarde me acaban de decir que los franceses han entrado en Tarifa y que están refugiados en su isla los rebeldes. Que el general francés ha publicado una proclama, alabando el celo de los serranos y convidándolos a volver a sus casas y a la vigilancia.
12.—Todos los días y a cada momento se divulgan diferentes y contrarias noticias. Antes de ayer se dijo que permanecían en Tarifa los rebeldes, hoy que no estaban. No se sabe qué creer.
Ayer tarde fuimos a ver la madre y hermanas de Zaldívar. Una de estas es hortelana, y nos llevó a su huerta, que está cerca de capuchinos. Venimos cargadas de albérchigos. limones dulces, membrillos. Esta gente de Ubrique es tan amable, que siempre nos está obsequiando, mandándonos finezas, cada cual según sus facultades. Todos aquí tienen qué comer, porque todos trabajan. Además de las tareas campestres, hay telares de paños, rajas, jerga y lienzo, tenerías o fábricas de curtir cordobanes y paños, batanes, tintorerías, que las mujeres tejen, hilan y hacen calceta. El término de Ubrique es casi tan corto como el de Bornos.
Después de la guerra de la Independencia, que quedó este pueblo convertido en ruinas, en razón de su constante e inalterable lealtad, solicitaron una recompensa, cual fue que se le agrandase su término del vasto terreno desperdiciado que pertenece al de Jerez. No fueron escuchados.
15. —Ayer se han oído aquí tiros. No sabemos qué pensar. Los realistas de aquí no han regresado, y aun dicen que han tenido orden de seguir más adelante. Nada sabemos de positivo de Tarifa, pues ya no quiero creer tantas y tan contrarias noticias. Si los rebeldes se hallan perseguidos; quizá alguna partida entrará por este pueblo, que ahora se puede decir indefenso. Todo esto inquieta, y desde ayer tengo una indisposición de bilis que no me permite tomar la pluma en mano.
17. —Los modales de estos serranos son tan honrados, su naturaleza tan sobria, su genialidad tan alegre, su fe religiosa tan firme, su valor tan impertérrito, que continuamente me representan aquellos antiguos españoles que ya no se conocen sino en los romances. Aquí el desorden de las costumbres no se ha introducido. Los matrimonios, no solo están unidos por una perfecta y sencilla confianza recíproca, sino que se quieren de veras, como gentes que ocupan su imaginación en sus obligaciones y nada más. La voz de mi José, mi Josefa, no solo la usan el matrimonio y los hijos mutuamente, sino que hasta la emplean con primos y parientes. Muchas veces, cuando, sentada en el zaguán, oigo las conversaciones de las vecinas de un lado a otro de la plazuela, se me figura ésta el patio de una grande habitación, donde vive reunida una dilatada familia. Es verdaderamente una vida patriarcal la de estas gentes.
Así veo yo las cosas. Otros las ven de otro modo. Prueba de ello son unos versos que me han traído hoy compuestos por un caballerito, creo de Cádiz, que vino a pedir su salud a este pueblo, y que en efecto se la debió. Son harto graciosos, como es fácil lo sea toda sátira. Los copiaré:
Hoy de Ubrique a lo profundo musa mía, te convoco, y hazte cuenta que invoco al infierno de este mundo.
Con aliento sin segundo sopla mi mente confusa; más ya veo que se excusa,
con justa razón su aliento, pues donde no sopla el viento, mal puede soplar la musa.
Aunque tu influjo no quiere mi justo intento ayudar, Hoy a Ubrique he de pintar, y salga como saliere. A cualquiera que leyere y a mis décimas se aplique es fuerza se mortifique. Pero el estilo más llano, más rústico y chabacano no será peor que Ubrique.
Yace Ubrique en el juanete de un peñasco dado a perros, y en la falda de unos cerros zambullido hasta el gollete. Entre seis montes o siete del capricho más bolonio, es un vivo testimonio, pues su fundación penosa quien la hizo, hizo una cosa que no la hiciera un demonio. -
De este peñasco pendiente todo el pueblo se eslabona, y del horror que ocasiona hace dar diente con diente. De abajo arriba la gente es fuerza subir a gatas, y sus casas siempre ingratas, malditas y excomulgadas, se están al cerro pegadas al modo de garrapatas.
Sin duda esta fundación se hizo solo por mostrar a donde pudo llegar una mala inclinación. Ella ha sido, en conclusión, del mundo un atrevimiento, si el cerro llega a temblar, basta él solo a sepultar, como este lugar ¡un ciento!
Bien pudo discurrir quien aquí me ha visto marchar, que viniendo aquí a parar no podía parar en bien. Si en el verano es sartén en el invierno es garrafón, que Ubrique en buena sazón de la Eterna Majestad, no está aquí por voluntad, solo está por permisión.
Estas, pues, bárbaras sierras entre que vive estrujado, le circundan condenado a jamás ver otras fierras. Al cielo levantan guerras con nuevo gigante anhelo, y en sus cumbres con desvelo, sin que sean pataratas, es preciso andar a gatas, por no topar con el cielo.
Dando círculos eternos la luna en sus horizontes, en las puntas de los montes suele romperse los cuernos. De allí baja a los infiernos el pensamiento hecho astillas, y aunque estando de cuclillas el cerro menos adverso hablando está, como en verso, tú por tú con las cabrillas.
El lugar es un rigor, de cabañas un conjunto, de zahúrdas un trasunto, fosco, rudo y sin primor. Enano ha sido el autor de tan tristes huroneras, pues a cabezadas fieras conocimos inhumanas, por puertas tienen ventanas y por ventanas gateras.
De las calles el trabajo no tiene comparación, porque todas ellas son cuesta arriba y cuesta abajo. Cada piedra es como un ajo. Con resbalosas porfías el que pisarlas se atreve, resbala siempre que llueve, y llueve lodos los días.
Tiene este pueblo importuno grandes maestros de cardas, muchos hay también de albardas más de carreta ninguno.
Todos ruedan uno a uno, pero de carros las huellas jamás han llegado a ellas de esta tierra en el desbarro, ni aquí se ha visto más carro que el carro de las estrellas.
Dos vecinos del lugar, según se deja entender, se deben entretener en solo multiplicar. De muchachos sin cesar cada vecino se infesta, y si hay materia dispuesta sobre los multiplicados, maleantes y soldados multiplican lo que resta.
Con estas alegres tretas, de los maternales grillos, nacen aquí los chiquillos tocando las castañetas. Estas, en lugar de tetas les manda dar la comadre y en el campo se está el padre, y la madre en casa hilando, y los muchachos jugando como los parió su madre.
Las mujeres con cuidado del aliño que no estilan, menos todo lo que hilan, lo demás hilan delgado. Raja y paño mal hilado, y esto siempre a troche y moche. Auséntase el rubio coche, cuanto tejieron de día, con presurosa porfía, lo desbaratan de noche.
Hay más décimas, pero aún no las he podido conseguir.
Antes de ayer fuimos a un batán que está en el camino de la Hedionda. Es una máquina de ruedas, impelida por agua, que, bajando del Algarrobal, y rompiendo espumosa por ellas, corre luego a meterse en el río. La situación de este batán es bonita. A la espalda de la casa que habita el batanero descuellan los bellos olmos que guarnecen al Solimán, y a su falda tiene un huerto con agua, árboles y vallados de colinas. El ruido del batán retumba por el silencio de este sitio, y los trabajadores, ocupados en extender los paños, interrumpen su aspecto agreste y solitario.
21.—Seguimos en un estado de incertidumbre respecto a noticias. Se pondera y miente mucho. A pesar de mi determinada incredulidad, algunos sobresaltos paso. Los rebeldes se sostienen en Tarifa. La Sierra toda se sostiene sobre las armas y cada vez hay más entusiasmo a favor del rey.
Ayer tarde dimos un paseo por el camino del Algarrobal y nos sentamos a disfrutar del aire fresco del puente nuevo, mirando cortar, con mucho sentimiento, alguno de los olmos que están allí cerca. Esta es la madera que usan aquí los carpinteros. El país todo está animado. Algunas vacas pastaban a la orilla del río. En los declives de las montañas se veían manadas de cabras de todos los colores. Muchos borricos, cargados de leña, pasaban sin cesar, pues ahora todo el mundo hace su provisión de ella para el invierno. Hombres, mujeres y niños con sus canastas de uvas y todos ofreciéndonos un racimo. A nuestra espalda murmurando el río entre la hojarasca que lo medio ocultaba, y en los árboles cantaban sus últimos tonos mil pajarillos, entre los cuales sobresalía una voz clara y trinadora, semejante a la del ruiseñor. Un cielo purísimo y el dulce aire oeste daban un encanto a este paisaje, que me hizo renegar del autor de las décimas adjuntas y de su fría sátira.
Día 22.— Al estruendo de los repiques, descargas y entusiasmados vivas de este pueblo por excelencia realista, escribo la toma de Tarifa. Es imponderable la alegría de esta gente al recibir la noticia esta mañana. Días había que la impaciencia por la tardanza de esta conquista tenía agitada a toda la Sierra, y, con la imaginación peculiar de estos serranos, se divulgaban mil noticias, que, a pesar de conocer yo su origen, no me dejaban de sobresaltar. Por fin todo se acabó, y no nos queda más que la compasión que deben inspirar unos ciegos fanáticos, que se figuran ser todavía posible resucitar en España la Constitución de las Cortes. El jefe Valdés se escapó, como lo hubiera hecho y tenía preparado en la Isla de León el otro caudillo Quiroga, si los españoles de antaño hubieran tenido la experiencia de los españoles de ogaño, y se hubieran apoderado de aquella plaza. ¿Aprenderán con estos ejemplares los pobres simples que se dejan arrastrar y engañar al precipicio por unos entes viles y cobardes, que solo tienen pericia en fugarse y talento para mentir?
27.—Todos estos días he estado metida en casa, a causa de un resfriado, que no[5] he querido cuidar. Todas mis vecinas me han acompañado, y como su asunto favorito de conversación son los trabajos que pasó este pueblo (como toda la sierra) en la guerra de la Independencia, siempre me interesa y entretiene oírlas.
Veinte y dos veces entraron los franceses en Ubrique hostilmente, pues este pueblo jamás capituló. Nunca en menor número que ocho mil hombres. La población toda huyó a los montes, y desde la punta de estos cerros caían como granizos las balas sobre los enemigos, que pronto se veían forzados a retirarse. Ya estos habitantes se habían convertido en horda errante. A la voz «vienen los franceses» todo se abandonaba, corrían al monte mujeres, que parían en las veredas, hijos que llevaban a hombros a sus padres ancianos, y hasta hubo joven que llevó a su marido a cuestas, muriéndose de una pútrida, de la cual curó entre las breñas, mientras que la joven a quien se le pegó, murió a los ochos días. Sería no acabar contar los heroísmos de estas gentes, que veían desde las alturas arder sus casas y posesiones con la mayor indiferencia, al paso que se pedían unos a otros un puñado de harina para no perecer de hambre toda una familia con sus innumerables chiquillos... Este cuadro es borroso, lo confieso, pues acaban siempre por decir: Y bien señora ¿ve usted todo eso? Pues peor era la Constitución.
30 de agosto. —No habiéndose podido bañar mi Ángela ayer de mañana en razón de la lluvia, y aclarándose el cielo al medio día, determinamos acompañarla por la tarde y al mismo tiempo dar un paseo hasta la venta de la Albufera[6], cuya situación había oído elogiar. En efecto salimos a las 4, y después de caminar una legua, a veces encerradas entre los montes, sin ver más cielo que el que nos techaba, y a veces encaminadas[7] sobre las cumbres de los cerros, dominando otros sin número, y siempre por un país romántico y agreste, llegamos a la venta, que está en la vereda (aquí nunca se dice camino, sino vereda, y en verdad no son ni pueden ser otra cosa en un país todo de cerros y peñascos) que conduce a los Puertos. Una cañadita, que parece estar hecha de propósito, lleva a la casa, que está metida entre árboles frondosos y toda especie de hojarasca. A su espalda tiene un huerto de naranjos y otros frutales con hermosísimas parras que lo sombrean deliciosamente.
Un silencio profundo reinaba en este sitio solitario, interrumpido solo por el viento que a ráfagas alborotaba la hojarasca, los cencerros del ganado oculto en la espesura, los últimos cacareos de las gallinas y arrullos de los palomos que ya venían a recogerse. De muy buena gana me hubiera quedado algún tiempo en este rincón tan verde, tan secuestrado del mundo, registrando sus contornos, subiendo sus montezuelos, admirando la variedad de bellos arbustos que la naturaleza siembra con profusión en este país privilegiado. Pero teníamos que ir al baño y el sol se oculta muy pronto entre los montes. A la vuelta lomamos otra vereda, con el río, sus molinos y sus adelfas (todavía cargadas de flor) a nuestros pies. Junto al baño nos enseñaron un tajo, el cual cayó y mató a uno[8], que, no solo cultivaba su huertecito a su falda, sino que era el Burns[9] o poeta de estas montañas. En mi poder tengo un romance que compuso al providencial descubrimiento de este manantial. Así se versifica el hecho verdadero:
En el reino de Granada, y en el mes de sementera, del año mil seiscientos y ocho, por buena cuenta, se ocupaba una familia en laborear la tierra, compuesta de padre e hijos y una mocita doncella. A esta le acometió cierta noche una dolencia tan grave, que se temieron el que amaneciese muerta. Subiéronla sus hermanos moribunda en una bestia, por ver si viva llegaba a su pueblo, Grazalema. Hicieron el camino alto, por la niña enferma decía casi expirando: «Agua quiero, aunque me muera». Aseguran que su achaque solo de estómago era.
Fue un hermano a buscar agua, quedando el otro con ella. Ignorando aquel paraje, en una albina se entra, hizo un hoyo con las manos, llenó una taza pequeña de agua mezclada con cieno, sin saber si es mala o buena. Y la enferma la bebió con extraña ligereza.
No pasaron tres minutos, cuando una cólica abierta, con abundantes despeños, la ataca con tal violencia, que sus hermanos creyeron que ya su muerte era cierta. Rezáronle muchos credos, lloraron lágrimas tiernas. De allí a poco abrió los ojos, diciendo: «Ya yo estoy buena».
Sigue contando, cómo con este ejemplar, muchos acudieron a este agua, y hallaron efectivamente la salud, y acaba su romance alabando a Dios así como lo empezó, pidiendo su auxilio por intercesión de María.
Y ahora Vallejo suplica y rendidamente ruega, se le perdonen las faltas de haberse entrado a poeta, sin principios y sin numen. (1)
(1) La presente descripción de Ubrique por doña Francisca Larrea se conserva original, en el diario de la misma en poder del M. R. P. Diego de Valencina.
[1] Ubrique, 20 de julio de 1824
[2] Hayan en el texto de fray Sebastián
[3] ¿altares?
[4] En la versión de Orozco dice “una”, en femenino.
[5] Esta negación no está en el otro manuscrito y parece que Fray Sebastián la copió de más.
[6] Albuhera, 2. f. desus. Depósito artificial de agua, como estanque o alberca. RAE
[7] Encaramadas en la otra versión.
[8] “Del cual cayó y se mató uno” en la otra versión
[9] Robert Burns, también conocido como Rabbie Burns o el Bardo de Ayrshire, es probablemente el poeta más famoso e influyente de toda la historia de Escocia. La cultura escocesa, así como algunas de sus tradiciones, están imbuidas del espíritu y de la obra de este brillante autor.