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jueves, 2 de octubre de 2008

Lisboa

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De Lisboa me traigo ceniceros, un salvamantel con un tranvía, la barriga llena y una dieta intermitente y mil balbuceos en portugués. He visto corales fluorescentes, pingüinos y una nutria juguetona, peces de mil colores maravillosos, un grupo de hombres con la cruz y la espada buscando los caminos del mar, las olas del Atlántico... y he sentido esa brisa que se te mete en los huesos y te lega una luz blanca cegadora... He vuelto a caminar por una ciudad que desconozco y que siempre es nueva. Era el primer viaje con mi madre, que nunca había estado en Lisboa y que riñe a quienes molestan a los peces con las cámaras de fotos a pesar de que ellos hablen inglés y no la entiendan. La misma que prueba el carpaccio para descubrir que la carne cruda no le gusta y la misma que se da cuenta de dónde hay momias aunque yo sólo vea una biblioteca. Nos hemos reído mucho, tenemos agujetas y me he tomado el lunes con calma. En la retina, mil imágenes: grupos de folclore, un camarero cariñoso que te tocaba en el hombro casi rozándote, las escaleras interminables, las calles que siempre son cuesta arriba, azulejos, estatuas, jóvenes encima de un monopatín, besos en la Estación de Oriente, una charla política con un taxista que va a Benidorm por los niños, la ternura.

Lisboa y el Tejo, un cuaderno con Pessoa, un gallo, mucha calma y dos días y medio que parecen años.


Imagen de rabataller.