RECUERDOS
DE LA FIESTA
De
repente todos los pies me eran ajenos. Me hallaba inmóvil en mitad de la
escalera, de noche y atrapada en un bosque de piernas de todos los tamaños y
texturas, que no de todos los colores puesto que aquel era el día de la fiesta mayor,
y donde yo vivo la fiesta se celebra en rojo y blanco. Aunque a mí me habían
puesto el vestido de los domingos, que era rosa, de falda fruncida y con una
abotonadura de florecitas de tela en la pechera. Y unos zapatos blancos con
calcetines tejidos a mano y rematados por dos bolitas en la parte superior. Una
princesita perdida entre el barullo de la muchedumbre, asustada y temerosa de
aquella marabunta de voces lejanas y rodillas próximas, de rostros que no
alcanzaba a vislumbrar, de gentes que pasaban a mi lado sin siquiera verme, que
marchaban casi sobre mí, sobre mis pies, sin reparar en mi presencia.
No
sabría deciros cuánto tiempo estuve allí, clavada y silenciosa, mirando hacia
arriba todo el tiempo y sin que nadie me viera, buscando entre la masa arbórea
de las copas de esos troncos un rostro conocido, una sonrisa, un rasgo
familiar… Jamás en la vida he llegado a sentirme tan pequeña. Mi presencia, mi
angustia, mis ardientes lágrimas no eran perceptibles sino para mí.
Rompí a
llorar en un momento dado y alguien se acuclilló. Me preguntaron cuál era mi
nombre pero yo no podía articular palabra. Era como si todo el desamparo que
atenazaba mi alma se hubiera abierto paso desde mis pulmones en forma de
torrente de gemidos y hubiese humedecido mis cuerdas vocales de tal forma que
lo único que podían producir eran lamentos. Llegaron dos policías, me tomaron
de la mano, me llevaron al cuartel y me compraron un helado que no quise
probar. ¡Pobres! Ellos no sabían sin duda que lo que calma la angustia de una
niña de cuatro años perdida entre el gentío no son dos agentes, ni un helado,
ni la mesa del despacho de una comisaría. Lo que calmó mi angustia fueron las
gafas de pasta y la camisa color mostaza de mi padre apareciendo por la puerta,
arrojándose sobre mí, estrechándome en sus brazos y haciéndome, por fin, visible
para el mundo.