EL
BAILARÍN
Nos
encontramos por primera vez en alguno de los actos que menudeaban a lo largo
del inicio de los ochenta, la década prodigiosa en que veníamos de inventar la
libertad y las viejas prohibiciones habían caído sin dar aún lugar a que se
dictasen las que las sucedieron.
Me
sorprendieron su simpatía, su abertura de mente y esa mal disimulada pluma que
su raza había tenido a bien admitirle un tanto a medias debido sobre todo a su
genialidad. Dicen que su timidez se fundía al subir al escenario, que era un bailarín de una
sensibilidad extraordinaria al tiempo que un modestísimo y excelente profesor
de flamenco.
Hablábamos
en aquellas tertulias de medio artistas de los sueños de cada cual: todos
queríamos irnos al Sur, que hacía más calor y estaban el Mediterráneo, la
Alhambra y el teatro de Mérida. Y toda la magia de un pasado más romántico que
el del adusto Norte.
Se fueron esos tiempos de quimeras y nos sumergimos todos en la triste y prosaica realidad; algunos de aquellos lunáticos tertulianos partieron en busca de sus sueños, otros nos mantuvimos unidos por un tiempo y los más se sumergieron en la vorágine de sus carreras, sus familias y sus segundas viviendas en la playa.
Hace
algún tiempo lo vi. Lo hacía lejos; pensé que había sido de los afortunados que
escaparon al marasmo de este pueblo con ínfulas de cuidad, de aquellos a
quienes sus ilusiones nunca abandonaron. Nos cruzamos cara a cara en una calle
estrecha. Lo saludé tímidamente y él me respondió con una triste sonrisa
desvaída. Caminaba apoyado en dos muletas, pegado a la pared, calculando
trabajosamente cada paso, un pie y el otro y a un tiempo los bastones… los
brazos… el cuerpo basculando torpemente.
Y me
cagué un millón de veces en el destino, o en la providencia, o en el todopoderoso,
o en aquél o aquéllo que había rellenado de plomo las suelas de ese hombre que
un día tuvo alas en los pies.