EL DON DE CASIMIRA
Érase
una vez una oveja que no sabía balar. Eso fue desde el principio un problema,
porque cuando nació ni su madre ni el veterinario sabían si estaba viva o
muerta. Y es que la oveja no se movía, no abría los ojos y no decía ni mú.
Perdón,
ni bé.
Sólo
cuando llegó la hora del almuerzo y todas las crías se arremolinaron alrededor
de las ubres de la recién parida, la pequeña se desperezó y se arrimó a sus
hermanas, ingirió su ración y se tendió nuevamente sobre el suelo del establo,
sola en un rincón.
Fue
pasando el tiempo y nada cambiaba. Comía, dormía y caminaba, siempre un tanto
alejada del rebaño, silenciosa y taciturna. Siempre pensativa. Siempre
cabizbaja. Y es que Casimira (que así es como se llamaba) era, por alguna razón
incomprensible, incapaz de comprender el lenguaje bovino. O sí. Pero no podía
hablarlo. De hecho, su dificultad para comunicarse la acabó haciendo
desarrollar la capacidad de leer en los labios, no sólo de las bestias, sino
también de los humanos. Pero nadie lo supo nunca.
Porque
era incapaz de hablar.
Sabía,
por tanto, cuál era el destino de las bestias que cada cierto tiempo eran
retiradas del rebaño y metidas en un camión, y que partían encantadas rumbo a
lo que ellas imaginaban un destino idílico. Sobre todo teniendo en cuenta que
ese viaje no tenían que realizarlo a pie. Y es a que las ovejas, por mucho que
nos extrañe, lo que realmente les gusta es tumbarse a la bartola y pastar
tranquilamente dentro de un cercado, y no andar todo el año de aquí para allá, pateando
caminos y comiéndose las sobras de las cosechas.
Aquella
tarde se le heló la sangre a Casimira cuando vio al pastor hablar con el chófer
del camión, diciéndole que eran las ovejas marcadas, como ella, con la figura
de un triángulo, las que debía llevarse al día siguiente. Casimira no sabía qué
hacer para alertar al resto del rebaño. Le hubiera gustado hablar, pero no le
salían las palabras. De modo que se subió a lo alto de un tronco, empezó a hacer
aspavientos y al final le brotó de las entrañas un sonido melodioso y triste,
una especie de canto hipnótico, como el que dicen que entonan las sirenas, y
todas las ovejas se arremolinaron en torno a ella. Después llegaron los perros,
y las cabras, y hasta el chivo, que andaba siempre por libre, rumiando en
silencio, meneando su cencerro y sin obedecer a nadie.
Fue
entonces cuando Casimira se bajó del poste y se fue alejando lentamente, lanudo
flautista de Hamelín, sin dejar de cantar, llevando tras de sí, inocentes y
hechizados, a todos los animales de la granja y dejando atrás al pastor con su
zurrón y su cayado, al alegre camionero pelirrojo aficionado al tinto con sifón
y a su horrible, siniestro y ruidoso camión anaranjado.