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Mi loja no es un establecimiento muy concurrido, solo recibe visitas esporádicas de mercaderes de poca monta, anticuarios de segunda, chatarreros y demás petimetres dispuestos a hacer negocio a mi costa. Por lo general tan “distinguida” clientela luego malvende en el mercado de abastos los juguetes de madera, chapa y mayólica recién remozados haciéndolos pasar por nuevos y yo hago la vista gorda. Así es la vida de un carpintero remendón y no me quejo, por un desafortunado incidente el gremio de ebanistas me dio la espalda y desde aquello me limito a regentar el Hospital de Bonecas en la Praça da Figueira sin más responsabilidad que comer cada día y pasar por la vida sin mayor revuelo. No estoy para reproches, corren tiempos oscuros y sobrevivir en la clandestinidad me temo nunca fue tarea fácil.
Volviendo a aquella tarde, no se presentó ni mejor ni peor que otras. Me comprometí a arreglar un triciclo sin cadena, un acordeón con el fuelle rasgado, un coche de hojalata desmaltado y una muñeca de porcelana calva y desnuda. Ya, no eran precisamente reliquias pero su reparación me permitiría cenar por lo menos tres noches seguidas. Un lujo, dadas las circunstancias. Y en esas estaba, relamiéndome con la visión de un pollo en salsa cuando unos pasos descompasados resonaron en el umbral dando al traste con mi banquete. Me pudo la curiosidad, ojeé por la mirilla, bajo el portalón se personaba un insólito huésped que quedose ahí plantado, expectante como el cartero. No sé quién le dio razón de este taller ni cómo diantres consiguió llegar hasta aquí en su deplorable estado pero lo hizo. Intenté ignorarle, pensé que desistiría… Había escuchado historias sobre criaturas errantes y me consta que no presagian nada bueno. Pero no se separó de la portezuela, permaneció ahí callado y aterido de frío un tiempo que se me hizo eterno. ¡Pobre diablo! Prudente, perdido y tan mancillado en su pundonor que no se atrevió ni tan siquiera a hacer sonar la campanilla.
El desgraciado solo llevaba un pantalón de peto rojo con parches, camisa blanca, lazada negra y un gorrito bastante estúpido. No sé, quizás fuera esa oreja colgando lo que me conmovió o la pierna enclenque de madera de pino que arrastraba clavando el zapato de hebilla en la tierra como un rastrillo… No, lo cierto es que fueron sus pupilas dilatadas las que me partieron el alma, pude ver a través de ellas y vislumbré un miedo atroz. Huía de la penumbra, llevaba oculto demasiado tiempo y el viento del norte arreciaba ahí fuera de modo que flaqueé, no soy de piedra y le dejé pasar acarreando consigo su tremenda desazón. Un gesto fue suficiente, ladeé la cabeza y comprendió: Entraría con su pequeña maleta que dejó apoyada sobre el mostrador para luego dejarse caer frente a la salamandra al abrigo de la lumbre. Apenas mediamos palabra. ¿Para qué? Sabía de dónde venía, quienes le acecharían tan pronto amaneciera e incluso a qué me exponía yo proporcionándole cobijo. También que cuando llegara su hora me encogería como un ovillo y les dejaría hacer sin oponer resistencia. No soy ningún héroe, me falta madera.
Al rato me puse en faena, no podía dejarle así. Atornillé su rodilla desvencijada, le acoplé un ojo de vidrio reluciente, le cambié un par de clavijas del hombro y lijé dos de sus dedos desportillados. Trabajé contrarreloj, tanto la luz de gas como el martilleo continuo nos delataban. Y como cabía esperar, por más que le supliqué, el odioso reloj de cuco no perdonó ni un tic-tac y se hizo la medianoche. Apenas quedaba tiempo, la tensión me podía. Yo, cada vez me hallaba más febril en contraste con la calma de mi paciente frío y sesudo. Ni un gemido, ni un sollozo, si le dolió algún ajuste de tornillos ni se inmutó tragándose el sufrimiento.
“Pinsiete - dijo llamarse – Pero todos mis nombres se esfuman y éste no me pertenecerá por mucho tiempo” - puntualizó. Definitivamente, era un títere errante por siglos fugitivo que presumiblemente ya había pasado lo suyo y para quien el mañana no pintaba mucho mejor. Rebusqué en mi memoria marchita: “Ocho vidas tienen los títeres, solo una más que los gatos y seis menos que las mariposas” – tras lo que, incómodo por mi poco tacto, maticé enseguida – “Claro que solo son habladurías…” Añadiendo así una perfecta mentira a mis demás deshonras pues el Tratado de las Especies era muy claro al respecto. Así es como morían los de su naturaleza, estaba escrito de modo que Pinsiete tenía los días contados y languidecería sin excepción.
Le ofrecí un lecho, las virutas de serrín parecían lo bastante mullidas como para recostarse y simulando estar agusto intentó descansar en vísperas del día horribilis. La madera se deteriora, es lo que tiene y allí tendido, tras toda suerte de peripecias, mi diminuto invitado semejaba un niño viejo. Durmió. Soñó, supongo, hasta que de nuevo estalló el chirriante reloj de cuco sin el menor escrúpulo dando la bienvenida al alba. Y surgió el sol y al astro le siguieron las irritantes sombras que se arrimaron a las ventanas empañando el vidrio de vaho caliente. Osadas, arrogantes, nos rondaban divertidas. El taller permanecía cerrado, sumido en silencio si bien solo era cuestión de tiempo que los escurridizos esbirros del museo de marionetas consiguieran colarse por alguna rendija. Son ellos, no es ningún secreto. Así es como el Museu da marioneta reacciona de acuerdo con el protocolo ante cada caso de evasión. Activa sus mórbidos tentáculos desde su sede en Rua da Esperança por toda Lisboa para dar captura a sus huéspedes para luego complacerse en servir de residencia obligada a todos esos títeres olvidados, mecidos por la lluvia hasta enmohecer.
Los intrusos terminaron por acceder al sótano y al percatarse Pinsiete de su desagradable presencia, le urgió entregarme la maleta con sus pocas pertenencias: “Tome, confio en que hará buen uso de ella”. Con esas crípticas palabras me la dejó en custodia y eso que solo contenía un diario escrito de su puño y letra y un desgastado ejemplar de Moby Dick. Cruzamos una mirada fugaz y nos despedimos, le neutralizarían por momentos. Entonces Pinsiete clavó sus iris en la llama titilante y en medio de una serenidad pasmosa se preparó para morir recluyéndose en una esquina, era algo que debía hacer solo. Fue entonces que las sombras le envolvieron borrando su mente en un torbellino de recuerdos mientras yo callaba y falto de aplomo me mantenía al margen.
Me maldije apretando sendas encuadernaciones contra mi pecho en un ataque de rabia contenida siendo justo ante esa proximidad que el diario me tocó el corazón y reparé en tantas historias que guardaba escondidas… “¿Habría sitio para otra más?”- me cuestioné, nunca una pregunta retórica resultó tan efectiva y es que en ese instante se me hizo la luz embarcándome a ciegas en un plan de lo más absurdo: De inmediato me vi arrancando como un vándalo un grabado de la célebre novela de Herman Neville con la ballena en primer plano para, en otro impulso sinsentido, introducirla al azar entre las páginas en blanco del cuadernillo junto con el botón que se le cayó al títere errante en plena trifulca. No contento con aquella sarta de despropósitos continué, estaba en trance. Movido por un ansia descomunal tanteé el tablero de la mesa hasta hacerme con un punzón: “¡Servirá!”– me dije entusiasmado. Y abrumado por mi repentina determinación hundí su punta afilada sobre la tapa del diario rasgando el cuero. “P-I-N…” Marqué con saña, solo que para entonces Pinsiete yacía inerte en el suelo y esos malnacidos se disponían a llevárselo a rastras.
En mi impotencia grité a la bruma: “Pinsiete, ¡renace! Si contabas con ocho vidas, aún te queda una.” Y fue in extremis, en medio de un último repunte de disparatada euforia, que logré clavar una vez más el punzón sobre la cubierta con mis manos temblorosas forjando así para mi leñoso amigo un nuevo nombre que estimé de lo más adecuado. “Te deseo una vida de cuento.” – susurré mientras el diario incompleto engullía de buen grado tanto a títere como a ballena. “En adelante, te llamarás Pinocho”. Y el modesto papel a rayas se hizo leyenda…