lunes, 27 de abril de 2009

CAPÍTULO 28 (Y ÚLTIMO): PUNK NOT DEAD


BSO: Adiós, reina mía (Eskorbuto)



-Hay una cosa que no entiendo, Beni- dije cuando se acercó a servirme otra "San Miguel"-.Estamos ya en invierno pero aquí sigue habiendo moscas.

Al dejar el botellín sobre la barra varias habían salido volando, algunas follando en el aire. Eso tampoco lo entendía, pero nadie conseguiría explicármelo nunca.

-Este es un bar punk, Felisín, mientras haya basura sobreviviremos- dijo, y luego puso un disco de “Eskorbuto”.

La música me trajo recuerdos, era como si aquella situación ya la hubiera vivido antes, y antes de antes mil veces antes. Pero algo había cambiado, y también para recordármelo en ese momento se abrió la puerta y entró al bar un viejo enemigo.

-Felisín, ¿todavía estás vivo?- dijo el Comisario Pedernal.

-No será gracias a usted.

Se sentó a mi lado y pidió un gin-tonic.

-En momentos como éste es en los que me arrepiento de no tener reservado el derecho de admisión- dijo Beni al servírselo.

-Pero si en el fondo te gusta- se dirigió a mí -Todas esas heridas, la nariz partida... Eres un tío duro ¿verdad?

Habían pasado unos días desde la paliza pero todavía me quedaban marcas.

-No, soy muy frágil, los huesos se me rompen con mucha facilidad- dije señalándome la nariz con la muñeca fracturada-. ¿No cree?

-Pues sí, es verdad- arrugó el entrecejo al tragar un sorbo del gin-tonic-. Eres un mierda. Peruchena te ha dado más importancia de la que tienes.

-¿Por qué?- pregunté, intentando aparentar indiferencia.

No me apetecía levantarme de mi rincón y volver a pelear. Creía que el combate había terminado.

-Ha volado de Jamerdana- dijo.

Aliviado, no pude disimular una sonrisa.

-La chica se ha ido con él- intentó borrarla Pedernal-. Para ella eras sólo un juguete- añadió después, sin embargo, sin darse cuenta de que aquello me ayudaba.

Era verdad, no tenía por qué echarla de menos. Lorea me había puesto de pie, me había dado cuerda, pero una vez que había echado a andar era yo quien caminaba, yo solo, fuerte, sin miedo. No había motivos para dejar de sonreír.

-Crees que has ganado ¿eh?- dijo Pedernal.

-Lo único que creo es que hace unos días que no se cargan a ningún vagabundo.

El Comisario volvió a beber. La ginebra, su aspereza, le hacía pasarlo mal al tragar, pero le gustaba, le entonaba, le ponía caliente. Yo también era un mal trago para él.
-En el fondo todo ese asunto a mí tampoco me gustaba. Sólo cumplía con mi trabajo- dijo.

-Su trabajo es no morder la mano que le da de comer ¿no?- le interrumpí.

-La que nos da de comer a todos.

Sí, definitivamente los maderos no tenían una pizca de imaginación, para ellos la sociedad perfecta se estructuraba sobre la ley y el orden, no importaba que éstos tuvieran nombres y apellidos, y todo el que no comulgaba con eso era un inadaptado, un terrorista, un delincuente, alguien a quien eliminar.

-Su trabajo es proteger a todos esos peces gordos- continué-. Aunque les llegue la mierda al cuello.

-Pobrecito Felisín, la víctima- ironizó Pedernal-. ¿Vas a poner todo eso en tu revistucha? Bueno, eso si llega a publicarse algún día.

El Comisario no se había dejado caer por el bar de Beni por casualidad, venía a declarar la guerra, como en los viejos tiempos.

-Va a ser divertido joderte la manta otra vez ¿Te acuerdas de "Pabellón pirata"?

Así se llamaba la radio libre que el comisario nos chapó. Pero a mí no me asustaba.

-Un fanzine no es lo mismo que una emisora, Perdernal. Lo único que necesito es una grapadora. Esta vez no va a ser tan fácil- le advertí.

-Lo veremos, Felisín- me retó, y tras dar el último trago a su gin-tonic, se levantó y enfiló la puerta.

-Un momento- le echó el alto Beni-. Me debe cincuenta duros.

-Será mejor que vayas pensándote eso del derecho de admisión, chaval- contestó Pedernal, y salió a la calle.

Aquellos cabrones siempre ganaban, siempre se cubrían las espaldas. Peruchena, por ejemplo, había intentado matarme y a la vez me había enviado su historieta para la revista. En el fondo era un artista fracasado y despechado. Por eso tanta crueldad y menosprecio por el resto de la humanidad.

-Bah, que le den por culo- cortó Beni mis pensamientos, y me sacó otra "San Miguel".

-Yo tampoco voy a pagarte, Beni- le avisé.

El chasqueó la lengua.

-Sí vas a hacerlo. Ya he vendido unas cuantas- dijo, señalando un revistero al otro lado de la barra.

Lo había olvidado. Pedernal había llegado tarde. El último número de "Borraska" ya estaba en la calle.

Miré la portada. Era una de las fotos de Picio, aquel enano desgarrando con sus dientes una pantorrilla humana. "Entrevista póstuma con el Tiñoso", decía uno de los titulares. Y otro: "Comic: Lorenzo Peruchena". Y, por fin, encabezando todo ello el título que había dado al reportaje principal: "LA VIRGEN PUTA".

-Sácate otra para ti, te invito- le dije a Beni.

Tenía la impresión de que aquella historieta me iba a dar para muchas birras.


FIN

Patxi Irurzun. Pamplona, febrero-marzo de 1996

domingo, 19 de abril de 2009

CAPITULO 27: EL DUELO


BSO: Shena is a punk rocker (Ramones)




-¿Todavía sigues usando aquella colonia tan fuerte, Felisín?- dijo la madre de Picio, asomándose a la habitación al tiempo que intentaba disipar las nubes de humo agitando la mano-. ¿Cómo se llamaba?

-Cannabis- le contesté, y miré a Picio, que apagaba la colilla del enésimo canuto en el cenicero y me sonreía con complicidad.

Eran las mismas palabras, los mismos gestos de hacía diez años. Había pasado todo ese tiempo y para nosotros no había cambiado nada. Continuábamos encerrados en nuestros cuartos mientras fuera llovía, sin pelas para ir a ningún sitio, viendo serpentear y deshacerse en la ventana las gotas de lluvia, lo mismo que nuestros contratos basura, los sellos en la oficina de empleo, los miles de colocones y borracheras... Ahora, por fin, teníamos la oportunidad de romper el cristal, aunque sólo fuera para destriparnos los nudillos y comprobar que no brotaba horchata.

Eran las cuatro y media de la tarde. Picio y yo habíamos pasado todo el día en su habitación, fumando petas, bebiendo cervezas, escuchando viejos discos... Hacíamos tiempo, intentábamos acorazarnos para el último asalto, el funeral, una hora más tarde.

-¿Qué quieres, mamá?- preguntó Picio.

-Alguien pregunta por Felisín ahí fuera.

Tal vez la hora de pelear se hubiera adelantado Me levanté y salí de la habitación dispuesto a lo que fuera. Cuando no hay algo que perder, una de dos, o tienes miedo de todo o no te asusta nada, dependía del número de cervezas que te hubieras tomado. Y yo iba bien servido.

-¿Quién es?- pregunté, de todas maneras, a la madre de Picio.

-Una chica muy guapa.

Tenía razón. Lorea estaba guapa, más incluso que primer día que la vi. Llevaba un gorrito de lana negra, vaqueros y una chupa de cuero y se había perforado el labio inferior, del cual colgaba un arito. De todas maneras no me alegré demasiado de verla. Tal vez no fuera culpa suya, pero tenía la impresión de que sus ojos ya no podían disparar orquídeas.

-¿Dónde te has metido? Me he vuelto loca para buscarte ¿Y qué te ha pasado?- señaló mi brazo en cabestrillo.

-Un accidente- intenté contarle atropelladamente lo que pude mientras nos dirigíamos al cuarto de Picio.

Este había pinchado a los “Ramones” y estaba de espaldas, rasgueando en una raqueta una imaginaria guitarra. Las cosas no habían sido fáciles para nosotros, pero también nos habíamos divertido todo lo que habíamos podido.

Al volverse y vernos, ver a Lorea, Picio se cortó un poco, pero nosotros nos reímos, y luego yo también empecé a cantar, y Lorea arrugó la nariz, se dejó embriagar por la colonia Cannabis y se olvidó de las preguntas, y también ella cantó. Sa-la-la-laá, sa-la-la-la-laá.

Cerré los ojos y miré hacia dentro, y no vií, como las otras veces el color amarillento de nicotina y cerveza, ni tampoco columnas de humo negro, desencanto, pesimismo, autodestrucción, también había rayos de luz en mi interior, había alegría, y valor... Dentro de una hora nos íbamos a jugar el pellejo y allá estábamos, cantando. Me entraron ganas de llorar. Cuando las botas te pisan la garganta y aún quedan fuerzas para sacarle la lengua al mundo las lágrimas duelen pero son dulces.
Yo nunca bailaba, pero entonces lo hice, con Lorea. Me gustaba sentir la curva de su cintura en mi mano, sus pechos apretados contra mí, su cuello largo recostado en mi hombro... Quería recordarla siempre así y no pensar en nada más.

Picio se había sentado y me miraba con la paz que proporciona en ocasiones el hachís. Lorea seguramente no lo entendería, pero él sabía por qué había aquel brillo en mis ojos.

-Bueno- dije cuando terminó la canción-. Tenemos que irnos.

-¿A dónde?- preguntó Lorea.

-Tú lo mejor será que vuelvas a casa y tengas todo preparado. Esta misma noche hay que empezar a currarse el fanzine.

-Yo también voy- insistió ella.

Miré hacia el compact-disc de Picio. Era la última canción. Luego el reloj. No quedaba tiempo. Que fuera lo que dios, o el que sea, quisiera.

-Vale, vamos.

En el autobús apenas hablamos.

Llegamos al funeral a la mitad, en esa parte en la que el cura habla de lo bueno que era el muerto. Menudo pájaro el cura. El y todos los que estaban allí.

-Oremos, pues, en silencio, por el alma de nuestro difunto hermano... -trató de recordar en vano el nombre del tipo de la tirita, y también en vano, buscó entre los presentes una ayuda-... de nuestro difunto hermano... como se llame- concluyó, pero a nadie pareció importarle, incluso se rieron.

Apenas había gente en la sala, diez o doce personas, contándonos a nosotros, que nos habíamos colocado en un banco al fondo, al cura y hasta al propio muerto. El resto eran matones, del mismo corte que el fallecido, tíos altos, fuertes, con el pelo muy corto, a algunos de los cuales yo los había visto en mis visitas a la comisaría. Y en el centro de todos ellos un hombre de unos cuarenta o cincuenta años, vestido con ropa vaquera y dando cabezadas.

Golpeé con el codo a Picio y éste comenzó a sacarle fotos. Los flases lo espabilaron y se volvió, como accionado por un resorte, hacia la cámara. En efecto era él, era el capo de las cloacas, era el tipo que había ordenado las ejecuciones de Gloria y los demás y había servido sus vísceras en una bandeja de plata a los caciques de Jamerdana, era...

-¡MI PADRE!- exclamó Lorea, y casi simultáneamente, se lanzó por el pasillo central.

Algunos de los matones salieron a cortarles el paso. Otros venían directos a por nosotros, con intenciones nada amigables. Picio, al que ya le habían chafado unas fotos en un descuido, metió su cámara en el bolso y corrió hacia la puerta de la iglesia. Yo me quedé quieto, esperando. Todavía había algo más, aún no había llegado al final de aquel asunto.

Entretanto el cura había enmudecido y cada movimiento, cada sonido en la iglesia -los crujidos del suelo de madera, las voces haciendo eco...- eran tensos, parecían las secuencias culminantes de una película de serie B.

-¿Por qué la has traído a ella?- dijo Lorenzo Peruchena, el padre de Lorea, que se dirigía hacia mí caminando muy resuelto, convirtiendo todos los síntomas del alcoholismo y la cocainomanía crónicos en ira -la nariz devorada por gusanos de sangre, los ojos, aquellos ojos como recortadas, hundidos en unas bolsas hinchadas de humor, malhumor...-.

-¿POR QUÉ LA HAS TRAÍDO?- repitió.
Evidentemente me esperaban. De hecho el primero de los matones que llegó hasta donde me encontraba me dio la bienvenida hundiéndome el puño hasta los sótanos del estómago. A quien no esperaban era a Lorea, que había comenzado a gritar y patalear como una loca.

-¡Dejadle, dejadle!

Le hicieron caso. A mí, la verdad, me daba igual, el puñetazo me había cortado la respiración y en ese momento hubiera asimilado cualquier otro golpe.

Mientras, doblado sobre mí mismo, boqueaba intentando recuperar aire, oí a Lorea y su papá hablar. No sé si porque yo estaba fuera de combate, casi sin sentido, sus palabras me resultaron de lo más extrañas, las de dos personas ajenas a otro mundo que no fuera el que ambas habitaban, despreocupadas del resto, del amor o el dolor que pudieran provocar en ellos.

-¿Qué significaba todo ésto, papá?- dijo Lorea -. Me has mentido.

-Yo no quería- balbuceó él. Parecía un niño-. Las mentiras pequeñas se descubren por sí mismas, las grandes cuanto más grandes cuelan mejor- sentenció ya más entero.

-Frases. Estoy harto de tus frases. Me has mentido. Toda tu vida.

-Yo sólo quería lo mejor para tí. ¿Qué pensabas, que pintando monigotes podía haberte pagado todos esos caprichos, los cursos de teatro, los ordenadores?

-Tú lo que querías era que fuera perfecta-Lorea se echó a llorar. No era tan dura-. Todas mis depresiones, mis miedos, venían de ahí. Yo no podía ser perfecta. Y ahora tú...

-Yo tampoco soy perfecto, cariño, por eso he fallado. Lo siento, hija mía, lo siento.

También su padre lloraba. En el fondo eran iguales y no pudieron evitar caer uno en los brazos del otro. Qué drama. Qué farsa. Lorea ni era tan dura ni era nada. Una puta mierda. Allá estábamos todos mirándoles con la boca abierta, como si fuéramos los espectadores de esa película de serie B. Pero no lo éramos, habían muerto personas (joder, estábamos en el funeral de una de ellas), habían muerto por culpa de esos dos lloricas, para que pudieran hacerse daño y después abrazarse, y a ellos no les importaba. Tal interés por quitarme de en medio en realidad no tenía que ver tanto con el daño que yo pudiera hacer a los caciques de Jamerdana (a fin de cuentas yo era un don nadie al que sólo iban a creer otros don nadies) como con el que pudiera hacer a Lorea si le descubría el verdadero rostro de su papá.

Sí señor, una puta mierda, el mundo era una puta mierda, estaba en manos de tíos como Lorenzo Peruchena, como Jaime Ignacio, que hablaban mucho por la boquita pequeña pero a los que los demás no les importábamos un huevo, éramos fichas de dominó sin alma, sin sentimientos, sin necesidad de vivir bien, sólo ellos tenían derecho a todo eso y para conseguirlo nos movían de manera que pudieran ganar la partida. Y luego estaban los que tragaban con todo ese juego. Como Lorea. Tenía que decidir entre su padre y yo y ya lo había hecho. Al final quedábamos cuatro gatos, no éramos héroes, también nos olía la boca a sardinas, pero por lo menos nos importaba el resto del mundo. A mí me importaba, me importaba Lorea, incluso ahora que me confirmaba que no era de verdad, que sólo era una niña pija, y me dolía perderla... Casi tanto como haberla conocido. Pero lo bueno de los gatos callejeros era que cuando algo nos dolía también sabíamos sacar las uñas.

Me habían inmovilizado otros dos de aquellos matones. Ahora que había recuperado la respiración volvía a sentir el dolor de la muñeca rota.

-¡Soltadme, soltadme!- intenté zafarme, y sobre mi cayó una lluvia de golpes, uno muy cerca de la nariz.

Me revolví frenéticamente y volvieron a pegarme. Pero yo no podía parar, estaba fuera de control, y cuanto más me movía más golpes recibía. No sé que hubiera sucedido de no ser porque el cura dejó de intentar recordar el nombre del tipo de la tirita y ejerció su caridad cristiana conmigo, puede que porque mi aspecto ensangrentado, demacrado, le recordara a Jesús crucificado.

-Ya está bien, por dios, deténganse, deténganse.

El cura era un testigo, así que los matones se dieron a la fuga y me abandonaron allá, medio muerto, sobre uno de los bancos. No sé cuánto tiempo estuve allí. Únicamente recuerdo el dolor, que me mantenía vivo, aquel charco de sangre chapoteando en mi cabeza, y las burbujitas que yo hacía efervescer a su superficie, "no te duermas, no te duermas", y también los padrenuestros, los diotesalves del cura, agachado junto a mí, y finalmente otra voz, ésta cálida, conocida, reconfortante.

-Quite, quite, padre, eso no vale para nada.

Era Picio, mi buen colega Picio. Uno de los cuatro gatos que aguantábamos.

-Toma Felisín, te he traído colonia Cannabis, ya verás cómo te pones mejor- dijo, y me acercó un canuto a los labios. Para ser sincero no me ayudó mucho, el humo me revolvió las tripas y me hizo toser, pero a mí me bastaba con tenerle allá a mi lado, con escuchar su voz.

-Tranquilo, Felisín, pronto vendrá la ambulancia.

Y sobre todo aquello otro:

-Todo ha terminado, todo ha terminado

domingo, 5 de abril de 2009

CAPÍTULO 26: DIOSES, HOMBRES Y ANIMALES



BSO: Salve (La Polla)


Compré un periódico y lo hojeé en el autobús que me llevó a la clínica San Andrada. No decía nada sobre profanaciones en el cementerio, pero sí respecto a la muerte del tipo de la tirita. Hablaba de un accidente y citaban las iniciales del fallecido. En la sección de esquelas busqué la de alguien que se correspondiera con ellas. El funeral se celebraría al día siguiente. Memoricé la dirección de la iglesia. No pensaba faltar. Tenía la impresión de que allí se iba a solucionar todo.

Pero ahora mi principal preocupación consistía en saber cómo conseguiría hablar con el doctor Balaguer. Todavía no tenía ni idea de que otra de las noticias de aquel día me facilitaría las cosas.

"Su Majestad el Rey visitará hoy Jamerdana para someterse a un chequeo médico", decía un titular, y aparecía una foto que le había sido tomada recientemente en una cacería en la cual se había cobrado una pieza, un macho cabrío de unos quince años de edad.

-Que pedazo de cabrón- me dije.

Había muchos policías en los alrededores y también en la propia clínica, pero a mí el plastón en la nariz me permitía moverme sin ningún tipo de problemas. Eso sí, del doctor Balaguer ni rastro. Todos los bedeles o enfermeras a los que preguntaba me miraban estupefactos, o sonreían sin contestarme nada. Al parecer el doctor Balaguer era inaccesible, innombrable, una especie de dios. Alguien como él sólo trataba con personajes de su estatura y por eso cuando vi arremolinarse en una ventana a un grupo de gente y exclamar "¡El rey, el rey"! comprendí que inevitablemente tendría que salir a recibirle.

Me lancé escaleras abajo, hacia la entrada. No me costó reconocerle. El doctor Balaguer era un hombre mayor. Quizás sesenta años. Quizás setenta. Llevaba una barba cenicienta y algo desgreñada, sin bigote. Parecía un chivo; o un genio loco. El pelo, también ceniciento, le caía en un flequillo deslavazado sobre la frente y se sublevaba reseco, por detrás, en mil gallos que se erguían quiquireando cada vez que meneaba la cabeza. Sus ojitos, allá al fondo, tras los cristales de sus gruesas gafas, eran sólo dos puntitos que los libros, el trabajo, habían ido desgastando como el último caramelo en la boca de un niño goloso, y eran sus cejas despeinadas las que expresaban, arqueándose, retorciéndose, todo cuanto a aquellos resultaba imposible. El mohín despectivo de sus labios y sus mejillas desencajadas, tal vez venidas abajo por el peso de infinitas sonrisas echadas a perder, le concedían a su rostro un aspecto solemne, distante... En suma, el doctor Balaguer era una de esas peligrosas personas que no parecen haber sido niños jamás.

Estuve observándole, siguiendo todos sus movimientos allá hasta donde los guardaespaldas del monarca me permitieron. No pensaba perderle de vista. Si los dos hombre-dios se dirigían a una planta yo aguardaba en el extremo del pasillo mezclado con el resto de los mortales. Era algo tedioso y sin embargo la gente sonreía, y comentaba que el rey estaba muy guapo, o que su mirada despedía un brillo de inteligencia. Así transcurrieron un par de horas, al cabo de las cuales Su Majestad finalizó el reconocimiento médico y salió a la puerta de la clínica para dirigirse a otro sitio, a inaugurar una feria de maquinaria, a que lo invistieran doctor "honoris causa", a cazar machos cabrío de quince años de edad u osos borrachos.

En ese momento los cientos de policías se esfumaron, y lo mismo los curiosos, pero fue cuando yo realmente entré en acción, y al cruzarse en mi camino de regreso a su despacho abordé al doctor Balaguer.

-Lo sé todo- le dije.

El me miró con cierta perplejidad por encima del hombro, pero no se paró. Vi también como inmediatamente dos matones surgían no sabía muy bien de donde y se abalanzaban hacia mí.

-Todo sobre los trasplantes, el tráfico de órganos- grité muy deprisa, y entonces el doctor se giró, hizo un gesto a los guardaespaldas y me pidió que lo acompañara a su despacho.
Era un despacho elegante pero a la vez austero, con muebles de madera oscura y olor a capilla. Sobre el sillón del sillón Balaguer había una foto del rey y un gran crucifijo. Eso me daba mal rollo, era lo mismo que en las comisarías.

-Siéntese- dijo y sonó como una orden.

-Estoy bien de pie- dije, por lo tanto.

-¿Quién es usted? ¿Qué quiere? ¿Qué sabe?- él continuaba hablándome en aquel tono.

Lo odiaba. Odiaba a todos esos cerdos para quienes no significábamos nada, sólo un número, un voto, un riñón...

-Sé que usted está operando bajo manga a gentuza como Jaime Ignacio, sé que está procurándose lo órganos de vagabundos asesinados. Lo sé todo; o casi todo. Todavía tengo que averiguar quién le está haciendo el trabajo sucio. Eso es lo que quiero y usted me lo va a contar.

-¿Por qué?- preguntó muy seguro de sí mismo.

-Porque todavía no le he contestado a la primera pregunta. Yo soy alguien a quien SÍ le importan esos vagabundos muertos. Me importan tanto que estaría dispuesto a arrojarle a usted por esa ventana si no llego hasta el final de este asunto- le amenacé cercándole con mi cuerpo contra la susodicha ventana. Por una vez las cosas sucedían al revés que en las comisarías.

El doctor Balaguer cabeceó buscando la puerta, pero yo seguí sus movimientos, a sólo unos centímetros de su cara, regodeándome en su miedo y la rabia que le daba haber cometido el error de dejar a sus matones en el pasillo.

-Está bien, le daré lo que me pida.

Hablaba de dinero. Aquella gente siempre hablaba de dinero.

-Ya le he dicho lo que quiero.

Me acerqué un poquito más a él.

-Está bien, está bien. Tranquilícese.

La vida daba muchas vueltas. En un momento estabas contando chistes con el rey y al siguiente un terrorista te echaba su aliento a tabaco negro y cerveza caliente a la cara. Eso te hacía comprender lo pequeño que eras.

-Yo solo soy un pobre doctor- decía, por ejemplo, aquel mierda-. Me ocupo sólo de la parte médica, las operaciones, y no me intereso demasiado por la procedencia de los órganos. Puede que ese haya sido mi error.

Era evidente que mentía. ¿Cómo podía operar un tipo con semejantes gafotas de culo de vaso?

-¿Quién se ocupaba del trabajo sucio? ¿La policía?

-No, no.

-¿Quién? Deme nombres. ¿Para quién trabajaba el hombre que murió ayer?

Aquello de avasallar a la gente no era mi estilo, pero avasallar a los gorrinos era distinto y ya me había dado resultados positivos, por ejemplo con el follamuertas.

Esta vez tampoco falló.

El doctor Balaguer dijo aquel nombre. Me quedé de piedra. Hasta tal punto que consiguió zafarse y correr hacia la puerta gritando "¡socorro, socorro!".

Entonces reaccioné, me di cuenta del peligro que corría y yo también me lancé hacia la puerta, bloqueándola apoyado sobre ella.

-Es usted hombre muerto- me amenazó, pero tal vez aquellas palabras fueron las que me dieron fuerzas para soportar las violentas acometidas desde el exterior y guardarme las espaldas de sus guardaespaldas.

-Si esos gorilas me tocan un pelo tengo unos cuantos informes preparados para enviar a todos los medios de comunicación- inventé, jadeando.

No iba a aguantar mucho más. La puerta se había abierto ya unos centímetros y una manaza asomaba intentando agarrarme de los pelos.

-Todos los medios de comunicación son nuestros- dijo el doctor Balaguer.

-Casi todos- conseguí articular al tiempo que mi cuerpo era impulsado hacia delante, y mientras intentaba inútilmente no perder el equilibrio añadí: -Y dentro de poco hay elecciones.

La muñeca se me dobló al caer contra el suelo, la oí crujir, y después sentí una especie de latigazo subiéndome por el brazo. Pero los matones no se apiadaron de mí.

Me pusieron de pie retorciéndomelo.

-¿Qué hacemos con este quinqui?- preguntaron a su amo, no obstante, antes de darme de hostias.

Aguarde la respuesta con la misma ansiedad que ellos.

-Acompañadlo a la salida. Ya nos ocuparemos de él más adelante- ordenó el doctor Balaguer.

Tenía que pensárselo. En una situación así un escándalo no le convenía, necesitaba tiempo para prepararse el camino, la manera de eliminarme sin dejar huellas.

Los orangutanes me sacaron del despacho en volandas. Por los pasillos me llevaban emparedado, todavía en volandas, pero intentando disimular, como si fueran dos celadores acompañando a un pobre enfermito.

-¡Soltadme, soltadme, hijoputas!- comencé a berrear, en parte porque me repelía semejante prepotencia, en parte porque la muñeca me dolía horrores.

El caso es que terminaron por soltarme, o más bien por arrojarme al cuarto de la ropa sucia. En una clínica como aquella los mecagüendioses que yo profería eran más devastadores que la goma 2.

Me quedé allí, a oscuras, recostado sobre un mullido montón de sábanas sucias, hasta que ya no pude soportar el olor a mierda y sudor. Entonces me incorporé, salí del cuartucho y luego de la clínica, volviendo la cabeza cada dos por tres, por si alguien me seguía. Había mucha gente en la calle y no estaba seguro.

Entré a una cabina. Si alguien me seguía eso le inquietaría. Marqué el número de Angelita. Sólo sabía de memoria dos números de teléfono. Aquel en concreto porque hasta hacía unos días había sido un poco el mío.

-¿Si?

-Angelita, soy Felisín. Oye ¿está Picio por ahí?

-Hola, Felisín. No, majo, ha ido a su casa, a cambiarse.

-Gracias, Angelita.

-¿Te pasa algo, Felisín? Te noto la voz rara.

Era por lo de la nariz.

-No, tranquila, no pasa nada- le mentí, y tras colgar marqué el número de Picio. Aquel era el otro número.

Mientras sonaba el teléfono pensé que había tenido suerte. La casa de Angelita estaba quemada, allí podían encontrarme, o seguir a Picio.

-¿Dígame?

-Picio, soy Felisín.

-Uy, uy que miedo, un eskinjí- bromeó.

-No te rías, que te llamo para algo muy serio. Por fin he descubierto todo, por qué mataban a Gloria y... y los demás, por qué la policía protege a los asesinos y quién está al mando de todo ésto.

-¿Al mando? Joder, eso suena, muy fuerte.

-Pues espérate, el que se ocupaba de seleccionar las víctimas, de dar las órdenes a nuestro amigo de la tirita, de que éste llevara los fiambres de un lado para otro (ya te contaré para qué)... ¿Sabes quién es?

Le dije el nombre.

-Hostia- exclamó. A él también le dejaba patidifuso la noticia.

-Y ahora ¿qué vamos a hacer?- preguntó al cabo de un rato.

-Seguir adelante, tío, hasta el final, con todas las consecuencias.

Picio resopló.

-Intentar sacar la revista cuanto antes. Sobre todo porque es la mejor forma de protegernos. En todo este rollo hay implicados muchos peces gordos y no se va a andar con chiquitas. Por cierto, Picio, tengo que pedirte un favor.

-¿Cuál?

-Tienes que dejarme pasar la noche en tu keli.

-Vaya mierda de favor, hombre, eso está hecho. Además hace mucho que no se te ve por el barrio el pelo, je, je.

Convenimos, pues, en vernos esta tarde, dentro de un par de horas. Entretanto yo tenía en primer lugar que asegurarme de que no me seguía nadie y en segundo solucionar lo de mi muñeca. Cada vez me dolía más.

Nos despedimos, colgué y me dirigí de nuevo a Urgencias. Confiaba en que al día siguiente toda aquella pesadilla terminara. El final iba a ser complicado, pero debía afrontarlo, antes de que no quedara en mi cuerpo un solo hueso sin fracturar.

domingo, 29 de marzo de 2009

CAPÍTULO 25: ENEMAS




BSO: Tu corazón (Extremoduro)




La enfermera era una chica normal, más bien tirando a fea, pero yo no podía dejar de imaginar qué había debajo de su bata blanca cada vez que se abría la puerta y me decía:

-El doctor Tadeo le atenderá enseguida.

Nunca conseguiremos alisar los pliegues del alma humana. Tampoco reprimir la tentación de pasar la mano sobre ellos, pero al tacto siempre serán ásperos, transmitirán un hormigueo desazonador... ¿Por qué un asesino a sueldo, un tipo que aparentemente no siente ningún respeto por la vida ajena sacrifica la suya a cambio de la de dos niños desconocidos? ¿Por qué una enfermera, alguien que trata a diario con el dolor y la muerte, que te pone un enema o te vacía la vacinilla también consigue que se te atraviesen las hormonas más vivificantes en la garganta? ¿Quizás porque en el fondo todos éramos un poco necrófilos y antropófagos y los asesinos eran un poco como todos? Y si se trataba de eso ¿con que derecho juzgar algo que era, nunca dejaría de ser un misterio para nosotros? Bien, en cualquier caso lo que estaba claro era que tal vez aprenderíamos algo cuando las clases de filosofía se impartieran en los hospitales.

Yo llevaba en aquel, haciéndome preguntas de ese tipo mientras esperaba a que el doctor Tadeo me recibiera, un buen rato.

Odiaba los hospitales. Toda aquella gente diciendo "tiedes bueda cara" pero tratando de no respirar el aire cargado, el olor a muerto de las habitaciones... Y eso que en esta ocasión, con la venda, el esparadrapo, cubriéndome la nariz y las ojeras azuladas incluso sentía cierta comodidad en un lugar como ese.

Desde la tarde anterior tenía la impresión de que todo el mundo me miraba y se reía de mí. Incluida Lorea, que me había acompañado a Urgencias.
-Tiene gracia- dijo-. Mi padre me ha dado recuerdos para ti. Ha dicho que te cuidaras.

Pero yo no le veía la gracia.

Seguro que a la enfermera no le daría tanta risa mi aspecto.

-El doctor Tadeo le espera- me hizo saber, al fin.

El doctor Tadeo era el hermano de Angelita. Trabajaba en la unidad de trasplantes del servicio de salud pública de Jamerdana.

La sanidad era el negocio de la ciudad. Una de las clínicas más prestigiosas, la clínica San Andrada, se encontraba en ella y el sector público se esforzaba por estar a su altura, en una aparente y sana competencia. Por ejemplo, dicha clínica tenía desviadas ciertas especialidades y concertado un número de camas con la Seguridad Social. Lo cierto era que esa competencia ni siquiera se daba, porque todos los servicios complemetnarios de la sanidad pública (lavandería, comidas, mantenimiento...) estaban en manos del sector privado, de los mismos a los que pertenecía la prestigiosa clínica. Si acaso existía algún tipo de rivalidad era entre médicos. Los mejores profesionales del estado se disputaban las plazas en Jamerdana, de manera que las zancadillas, envidias y camarillas estaban a la orden del día. Era de esto de lo que pensaba yo sacar partido. Además el doctor Tadeo parecía especialmente propenso a despacharse a gusto sobre sus colegas.

Todos los rasgos vulgares que en Angelita transmitían ternura en él representaban ruindad: los ojitos pequeñitos y juntos, la calva penosamente disimulada con cuatro pelos cruzados, la caspa sobre los hombros...

Pensaba utilizar el viejo truco de la revista. Una entrevista era algo a lo que no podían resistirse para darse importancia tipos como él.

-Me ha dicho Angelita que usted es una especie de investigador privado- dijo él, no obstante, y pensé que si los tiros iban por ahí igual me hablaba más de los otros médicos y menos de él mismo, así que decidí cambiar de táctica.

-Sí, trabajo para una asociación de donantes. Quieren supervisar el correcto tratamiento y distribución de los órganos que se aportan. Ya sabe, a veces se oye hablar de anormalidades, enchufes... Y luego todo ese asunto de los niños sudamericanos, el tráfico de órganos... -lo dije como si sonara muy ajeno a nosotros.

-Nosotros trabajamos con una rigurosa lista de espera- se defendió -Demasiado larga, por desgracia.

-¿Existe un control sobre la procedencia de las donaciones?

-Por supuesto. Somos nosotros, los propios médicos quienes los solicitamos a las familias de los fallecidos. Incluso hemos recibido un cursillo para hacerlo con delicadeza. Pero todo eso ya lo sabrá usted.

-Sí, claro- disimulé-. A lo que me refería era a si es posible saltarse de alguna manera esas listas de espera, por decirlo de alguna manera, comprar un corazón, un hígado, unos riñones... La clínica San Andrada hace muchos trasplantes, es conocida por ellos, hay muchos pacientes venidos de fuera...

-A toda persona que necesita un trasplante se le gestiona desde la Seguridad Social. Muchas de esas operaciones de la clínica San Andrada son concertadas con nosotros. Los otros casos, los pacientes venidos de fuera aportan su propio donante. La procedencia de esas donaciones ya es cosa de ellos, pero si quiere que le diga la verdad, sí, es cierto, en estos temas, como en todos, el dinero cuenta.

-¿Qué quiere decir?- le interrumpí.

El hermano de Angelita tomó aire y después lo soltó ruidosamente.

-Mire, esto es confidencial, pero se han dado casos de personalidades ilustres de Jamerdana que renunciaron a su turno porque ya habían solucionado su problema.

Se levantó de la silla en la que estaba sentado y se dirigió a una ventana. Pareció dudar un momento pero al final señaló a la calle y dijo:

-Ese señor también hará lo mismo cuando le toque. Precisamente ha interrumpido sus sesiones de diálisis, pero es evidente que sigue vivo.

El lugar que señalaba era una valla con publicidad electoral. "Vota Jaime Ignacio", anunciaba.

Yo me estremecí pensando que aquel tipejo, un político de toda la vida de una familia de la ciudad de toda la vida (una de aquellas familias de especuladores, trepas y caciques que chulearon Jamerdana hasta hacerla suya -el padre de Jaime Ignacio, por ejemplo, cuneteó rojos genocidamente durante la guerra civil; él mismo estuvo procesado años atrás por el hundimiento con víctimas mortales de un edificio-), me estremecí, pues, pensando que aquel tipejo pudiera estar vivo con los riñones del Tiñoso, o del Fistro...

A veces juzgar el comportamiento humano no resultaba tan complicado porque también existían almas lisas que dejaban un rastro de sangre en las yemas de los dedos. El problema era que desde lejos parecía esmalte de uñas, purpurina, y la gente se deslumbraba, incluso votaba a asesinos como ese...

-Así que pudieran darse situaciones de sobornos a donantes- dije-. Incluso de donantes contra su voluntad, ya me entiende- dije, rebanándome con el dedo índice el cuello.

El doctor Tadeo se encogió de hombros.
-Ya le digo que eso es cosa de ellos. Aquí todo funciona correctamente. En la clínica San Andrada, no lo sé- dijo, aunque era evidente que sí sabía algo, pero bien por corporativismo, o por el miedo, ¿tal vez porque la mierda le salpicaba a él también?, se callaba.

Se dirigió a mí y me tendió la mano.

-Si le puedo ayudar en algo- añadió, pero sólo era una fórmula para dar por terminada la conversación.

-Sí, puede contestarme a una pregunta: ¿Quién está a cargo de la unidad de trasplantes de la clínica San Andrada?

-Eso no es un secreto. El propio director, el doctor Balaguer- contestó, empujándome hacia la puerta.

Nos despedimos. En el pasillo la enfermera hablaba con una mujer.

-El doctor Tadeo le atenderá enseguida.

-Adiós- me despedí también de ella.

Me correspondió con una limpia sonrisa.

Por fin parecía que las cosas empezaban a aclararse.

domingo, 15 de marzo de 2009

CAPÍTULO 24: ¿UN RESPIRO?



BSO: Me dan miedo las noches (Platero y tú)


Me abroché la cazadora. Hacía frío. El otoño estaba en las últimas. Lástima. A mí siempre me había gustado aquella época del año. Los tonos grises y amarillentos, el olor de la tierra mojada, los crujidos de las hojas resecas al pisarlas, sus frágiles huesos convertidos en ceniza esparcida al viento. Otoño. Algo que terminaba para siempre. Algo que comenzaba tan tristemente como acababa ese algo. Confusión. La locura y la cordura, que hasta rimaban, tal vez porque entre ambas no existían límites.

Eché a andar. En la acera de enfrente ví a un niño con cara de pillo arrojando castañas a los pies de un niño gordo. El niño pillo gritaba "¡salta, salta!" y se reía. El niño gordía corría todo lo rápido que le era posible, es decir muy lentamente, e inflaba sus carrillos sonrosados y carnosos. A sus espaldas Bart Simpson, estampado en una mochila fosforescente, balanceaba su cabeza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, como esquivando los pilongazos que el otro le lanzaba. El niño pillo era un cabrón. Años más tarde formaría parte de los antidisturbios, o se convertiría en presidente del gobierno, o en jefe de la Conferencia Episcopal, vete tú a saber, pero ahora sólo era un niño y yo pensé que los niños tenían que ser así, pillos que lanzaban pilongazos a otros niños, que metían sapos en el cajón de sus profesores, que decían mierda puta únicamente por el placer de oirse decir mierda puta, o niños gordos que se tiraban pedos terribles de nocilla, que se zampaban sus bocatas y luego los de los demás, que las pocas veces que se enfadaban derrumbaban sus cuerpos paquidérmicos sobre los pillos escuchimizados que les hacían la vida imposible y les escupían a éstos en la cara su aliento a chorizo... que los niños tenían que ser niños por los siglos de los siglos, amén.

Todo aquello iba cavilando cuando de repente caí en la cuenta de que hacía ya un rato un coche me seguía dos o tres metros por detrás. Joder, no había forma de bajar la guardia, ni siquiera un momento. Estaba seguro de que si me giraba me iba a encontrar con un 124 sucio de barro. Aunque quizás eso no me conviniera. Mi nuevo aspecto me protegía, hacía dudar al tipo de la tirita, quien seguro que también se encontraba allá detrás sentado al volante.

Me sentía un poco como la mujer de Lot, aquella que se convirtió en estatua de sal al girarse para ver arder Sodoma y Gomorra. Pero yo tenía que volverme. Después de todo a estas alturas de la historia ya habíamos visto caer azufre sobre Sodoma y Gomorra miles de veces y desde luego en la Biblia no aparecían 124 sucios de barro, ni en consecuencia existía el peligro de los accidentes de tráfico, los atropellos fortutitos...

Lo hice muy rápidamente, de manera que fuera él quien quedara petrificado. No me había equivocado, allá estaba aquel hijoputa, mirándome con unos ojos como platos sucios de salsa de tomate, esperando a que la madeja de venitas sanguinolentas que se enredaban en ellos le bombearan a su cerebro de mosquito la confirmación de que sí, era yo, me había rapado la cabeza pero era yo, el tipo al que se debía llevar por delante.

Mientras intentaba asimilarlo apreté a correr. Para cuando él reaccionó e hizo gruñir el motor de su 124 yo ya había recorrido unos cuantos metros. Jugaba con ventaja, con la ventaja de toda una juventud a mis espaldas haciendo eso, corriendo por las callejuelas del casco viejo en busca de algún bar en el que refugiarse de los pelotazos, los botes de humo... Además había decidido comenzar la huida sólo una vez que se divisara el bar de Beni. Me creía muy listo. Ni por un momento se me había ocurrido pararme a pensar que era miércoles y tocaba descanso semanal. Aporreé la persiana violentamente. Dentro no había nadie así que lo única que hacía era perder tiempo.

El 124 embestía desde lejos, rugiendo como si almacenara bajo el capó una jauría de dobermans. Cuando montó las ruedas en el bordillo y se lanzó a toda pastilla a por mí crucé hacia la otra acera. Puede que así le obligara a maniobrar permitiéndome alcanzar la bocacalle. Una vez allí me encontrarían a salvo, pues en aquella esquina se levantaban unas escaleras que conducían a otra calle superior. Pero no iba a resultar fácil. Todavía me quedaban veinticinco metros, veinte, quince... Y el 124 cada vez más cerca, de nuevo en la misma acera por la que yo corría, muy pegadito a la pared, rozando de vez en cuando con ella y haciendo saltar chispas a su carrocería. Diez metros, cinco... Tenía que llegar, sino deseaba acabar estampado en la pared como un póster electoral más. Vota Jaime Ignacio. Vota PSOE. Vota Felisín... Las piernas me pesaban toneladas, mi pecho era un cocktail-molotov. No iba a llegar. No iba a llegar. No...

Sentí una tarascada en la cadera y salí volando, haciendo un complicado escorzo en el aire con el cuerpo, sin ningún control sobre él... Cerré los ojos, no sabía muy bien por qué, tal vez esperando ver pasar ante ellos la película de mi vida, pero allí no había nada, como mucho unos fotogramas de color oscuro que se consumían, y dos bolitas de fuego que confluían en el centro, y caían en un charco de aguas negras, con reflejos de todos los colores del arcoiris, lo teñían de rojo, y después chorretones descendiendo por mi nariz, convertida en un surtidor, con sus grifos para el agua caliente y el agua fría, porque así era como sentía fluir la sangre, a veces fría, a veces caliente... Finalmente todo el cuerpo y toda ni alma fueron mi nariz, sentía incluso los latidos del corazón allá dentro.

Armándome de valor abrí despacito los ojos y, por un momento, al ver aquellas llamaradas de fuego, creí que por fin había terminado mi viaje con destino al infierno, pero luego, cuando me di cuenta de que se elevaban desde el esqueleto del coche, comprendí que el tipo del 124 se me había adelantado. O tal vez no.

Yo me encontraba despatarrado en las escaleras que había al doblar la calle. Frente a mí el niño gordo y el niño pillo, inmóviles y pálidos, permanecían clavados en el centro de la calzada. Sobre ésta una marca negra rodeaba sus cuerpos extendiéndose hasta los neumáticos del coche, envuelto en llamas unos metros más adelante e incrustado contra una pared.

Al tomar la curva el tipo de la tirita se había lanzado sobre ella para no tener que atropellar a los dos niños.

Pensé que el otoño probablemente también era su estación preferida.

Después me incorporé como pude y me piré de allí antes de que la calle se llenara de policías.

domingo, 8 de marzo de 2009

CAPÍTULO 23: UN RESPIRO




BSO: Ikusi eta Ikasi (Delirium tremens)



Últimamente aquellas se habían convertido en mis palabras preferidas. Incluso cuando esa tarde descubrí, con cierto agrado, que la lluvia persistente había decolorado el tinte azul de mis cabellos y decidí afeitarme la cabeza, intenté trasquilar con la maquinilla de manera que quedaran escritas sobre mi calva: mierda puta.

Por suerte toda mi vida había sido un manazas. Pensándolo mejor no resultaba demasiado inteligente coronar con semejante lema precisamente la cabeza. Pero una ocurrencia así tenía su lógica. Tras unos días disparatados como los últimos cometer disparates entraba dentro de lo normal.

Había dormido como un tronco, más de doce horas. El esfuerzo de la noche pasada me había dejado hecho una braga, pero eso sí, una braga de lo más suavecita. Las propiedades dermatológicas del barro no eran moco de pavo.

Estaba solo. Lorea se había llevado el coche y la ropa a lavar, así que tardaría en volver. Ella tenía un hormiguero en el culo y diez años menos pero yo necesitaba un respiro. Una vista a mi antigua vecina, Angelita, para pedirle un favor y, por aquel día, a correr, es decir a sentarse en el bar de Beni y escuchar discos de “Vómito”, “Delirium Tremens”, muy propios para tomarse mientras tanto dos o tres birras.

Entusiasmado con la idea salí de casa. Apenas me costó unos minutos arrastrarme hasta la casa de Angelita.

-¡Dios mío, un eskinjí!- gritó aterrorizada ella al verme.

-Que no, Angelita, que soy yo, Felisín- le aclaré, consiguiendo introducir el pie en el hueco de la puerta antes de que me la estrellara en las narices.

-Uy, es verdad, no te había conocido. Qué susto- dijo, y a mí me agradó oír esto último, aunque también resultó fastidioso convencerle de que yo no iba apaleando por ahí a negros, maricones, minusválidos...

Me hizo pasar al salón. La televisión estaba puesta y recostado en el sillón encontré a Picio comiendo pipas. Me alegré de verlo.

-Hombre Felisín, pareces un capullo gigante.

El también se alegraba.

-Y a ti te han vuelto a salir esos mejillones en los dedos- dije, señalando sus pies desnudos sobre la mesa.

Me senté a su lado.

-¿Qué escritor norteamericano es el autor de "Ultima salida para Brooklyn"?- se escuchó desde el televisor.

Era uno de aquellos programas de preguntas y respuestas.

-Hubert Selby Junior- dijo Picio, luego cascó otra pipa y me alargó un sobre-. Son las fotos de la otra noche, las de los caníbales.

Las miré. Eran muy buenas. Es decir, sentías ganas de vomitar al verlas.

-Son cojonudas, Picio- alabé su trabajo, pero mis palabras las pisó el presentador con una nueva pregunta.

-¿Quién dirigió la película "Alguien voló sobre el nido del cuco"?
-Milos Forman- volvió a acertar Picio, pero no se dio importancia, ni tampoco al agradecer mi comentario sobre las fotos.

-¿Quieres pipas, Kojack?- me ofreció.

Acepté, y lo mismo el bocata de tortilla de gambas que me preparó Angelita.

-¿Tú tenías un hermano cirujano, verdad?- le pregunté una vez que lo hube engullido.

-Sí- la cara se le iluminó y se colocó muy tiesa en el sillón, orgullosa.

-Un jetas- le hizo bajar de la nube Picio.

Ella no se enfadó. Por el contrario, se reclinó sobre él y le besó en los labios. Era uno de aquellos seres humanos excepcionales que necesitaban tener siempre a alguien a su lado para darle todo su amor, y eso sin pararse nunca a pensar que podían dejarla a dos velas. Como su hermano.

-Me gustaría hablar con él.

-¿Para qué? ¿Necesitas una operación?- bromeó Picio -. ¿Una fimosis?- señaló mi cabeza rapada.

Nos reímos.

-No, tengo que hablar con un médico. Es por el asunto de Gloria y...- pensé en el Tiñoso.

Picio no sabía que en realidad se lo habían cargado, y mucho menos que la noche anterior Lorea y yo habíamos profanado su tumba. La tumba que él había pagado. Había que andar con pies de plomo-...y los demás. Creo que he descubierto algo muy importante, ya te contaré- dejé caer una mano sobre la rodilla de Picio.

Afortunadamente una nueva pregunta del concurso distrajo su atención.

-¿En qué año se proclamó La Comuna en París?

Esa era difícil.

-1871- contestó, no obstante, correctamente.

Angelita aplaudió, casi tan orgullosa de él como de su hermano.

Puede que eso le hiciera recordar el favor que yo acababa de pedirle.

-Uy, perdona, Felisín. Claro que puedes hablar con él. Yo le avisaré- y como intentando compensar su olvido añadió:

-¿Quieres un café, una copita?

Me tomé un güisqui. En el televisor continuaban las preguntas. Picio contestaba a todas sin equivocarse.

Él también era uno de esos seres humanos excepcionales, un tío listo y con un corazón a juego con el tamaño de su cuerpo, gigantesco, palpitando en un mundo a la medida de mediocres, de canijos con alma de funcionario, un loco que renegaba de ese mundo para tumbarse en un sillón a comer pipas junto a su chica y para hacer reír a sus coleguis llamándoles carapolla. Por las fotos de los caníbales podían pagarle en cualquier revista millones y, después la fama, y fichar por el "Playboy", pero a él no se le ocurriría publicarlos en otro lugar que no fuera "Borraska".
Terminé mi güisqui pensando en que no podía fallarle. Ni a él ni a Gloria ni al Tiñoso ni a los demás. Tenía que llegar hasta el final de aquel asunto y dejar con el culo al aire a quien hiciera falta, por muy gordo que lo tuviera. Sólo necesitaba un respiro, un poco de música ratonera y un par de cervezas en el bar de Beni.

Me despedí, pues, de aquellos dos benditos. Pero antes de salir aún pude escuchar la última pregunta del concurso en el televisor.

-¿Cómo se llama el último marido de Liz Taylor?

Ahí le había pillado.

-Larry Fortensky- contestó, sin embargo, Angelita.

Eran la pareja perfecta.

lunes, 2 de marzo de 2009

CAPÍTULO 22: LOMBRICES EN EL PELO




BSO Roots bloody roots (JBO, versionando a Sepultura y un falso Pavarotti)

Y, como cabía esperar, esa noche no sólo llovió sino que además se desencadenó una tormenta con aparato eléctrico y todo. Es lo típico que sucede cuando vas a desenterrar muertos al cementerio.

-Lo peor va a ser si alguien nos ve merodear por los alrededores con esto- dijo Lorea, señalando las palas, el martillo y la linterna amontonados en el maletero del coche (el mismo coche con el que hacía cuatro días crucé Jamerdana a toda pastilla, al ritmo frenético de “AC/DC”). Suponía que una vez tras los muros del camposanto nos encontraríamos a salvo. En una noche como aquella ni siquiera los muertos tendrían ganas de salir de sus tumbas.

-Sí- le dí la razón, pero me callé que hacía apenas unos segundos el resplandor de un relámpago me había permitido ver a tres o cuatro chavales vestidos de negro -no llegué a ver sus chupas, pero imaginé "Sepultura", "Carcass" y otros por el estilo -saliendo a través de un hueco en el muro. Al parecer habíamos elegido la hora punta de profanadores, satánicos y aficionados a las misas negras para desenterrar al Tiñoso.

-Entonces tendremos que entrar- dijo Lorea.

Llevábamos allí más de una hora, escuchando los chasquidos metálicos de la lluvia en el techo del coche y viendo las gotas zigzaguear en el cristal. También zigzagueaban gotitas, estas de sudor frío, por mis costados. Esperábamos a que amainara, pero en realidad yo también deseaba que la tormenta no finalizara nunca.

Lorea abrió su puerta. Sí, era una locura, pero había sido idea mía, de modo que no podía rajarme.

Fuera llovía a mares, como si efectivamente los hubiese allá arriba y el techo de cristal del cielo se hubiera hecho añicos.

En apenas unos segundos, lo que nos costó recoger los trastos del maletero, estuvimos empapados de pies a cabeza. La ropa se adhería al cuerpo, doblando el peso de éste y cuando de una manera tan instintiva como irreflexiva echamos a correr buscando protección, nos movimos torpemente, sin saber en qué dirección. Finalmente me encaminé al hueco en el muro por el cual habían aparecido los chavales y después de atravesarlo nos cobijamos bajo un pino que se levantaba tras él. Otro relámpago iluminó el cementerio y pude comprobar que afortunadamente el resto de miles de aficionados al death metal de Jamerdana estaban en su casa escuchando discos de “Brujería”. Lo malo fue que el rayo, o esa fue la impresión que nos dió, impactó peligrosamente cerca.

Salimos corriendo otra vez, pero apenas fueron unos metros. Correr era una tontería. Al salir del coche ya sabíamos lo que nos esperaba y siempre sería mejor tener hechos una sopa los calzoncillos que caer fulminado con la cabeza llena de canas.

No nos resultó difícil encontrar la tumba del Tiñoso. Hacía tan sólo unas horas habíamos recorrido el mismo camino para enterrarlo. Era una tumba de lo más simple. Un alarde de originalidad punk. La lápida únicamente decía: "Tiñoso not diz" y estaba rodeada por latas de cerveza. No había nada, además de tierra, cubriendo el ataúd. Eso facilitaba las cosas. Lorea y yo no aspirábamos a una noticia breve en el periódico, "Profanación de tumbas" o algo por el estilo, pretendíamos dejar todo tal y como lo encontramos. Aparentemente, claro.

Comenzamos a trabajar. La pala se hundió con facilidad en la tierra mojada. Sacarla ya fue otra historia. El barro formaba plastones. Pesaban una barbaridad y se pegaban al metal. Además cada hueco que abría lo rellenaban casi automáticamente riachuelos de agua. Lorea también se puso manos a la obra. Casi fue lo peor. Las botas se hundían en el fango y cada vez que perdíamos el equilibrio no conseguíamos sacarlas y caíamos uno sobre otro, estorbándonos. Al levantarnos escupíamos barro y nos sacudíamos las lombrices del pelo.
Resultaba agotador. La primera vez que miré el reloj era medianoche. La siguiente las tres y veinticinco y apenas habíamos profundizado unos centímetros. Me dejé caer de espaldas, desanimado.

¿Qué pasaría si tanto trabajo no servía para nada? Tal vez el ataúd del Tiñoso se encontraba vacío, o su cuerpo estaba dentro pero no había nada extraño en él. Después de todo su caso era ligeramante distinto al de los otros tres vagabundos. Y además aquella humedad, calándose hasta los tuétanos. Quizás lo mejor fuera permanecer allá, tumbado hasta fundirme con el lodazal.

A mi izquierda escuché un chapoteo.

-Ya no puedo más- dijo Lorea.

... Fundirnos con el lodazal, convertirnos en una de esas lombrices (con una bastaba ¿acaso las lombrices no eran hermafroditas?), no tener que pensar nunca más en nada, amor, sexo, familia, dolor, responsabilidades... Sólo en algo que llevarse a la boca, y tampoco era problema, allá estaba el apetitoso cuerpo del Tiñoso, con su nariz enharinada por el speed, su hígado supurando kalimotxo...

De repente un trueno explotó como una bomba atómica en el paraíso y otro de aquellos relámpagos fantasmagóricos lo iluminó todo. Yo pegué un salto, me puse en pie, sintiéndome el ser más indefenso del mundo.

Hundí de nuevo la pala en la fosa, una y otra vez, una y otra vez...

El esfuerzo físico y la mala hostia también tenían su recompensa, impedían montarte películas raras en la cabeza (en particular y en una situación como aquella películas gore).

La cosa cambió dos o tres horas después, cuando Lorea, iluminándome con la linterna desde arriba, gritó:

-Ahí está.

Era un trozo de ataúd. Me arrodillé sobre él y comencé a excavar con las manos. En apenas unos minutos lo dejé limpio. Intenté extraer los clavos con la punta de la pala pero se resistían. Probé otra vez. Resbalaron. Lorea saltó al agujero y empezó a descargar violentos martillazos. Virutas de madera volaban de un lado a otro, y conforme lo hacían iban apareciendo primero unos vaqueros, después dos brazos recostados sobre el pecho, por fin la cara azulada del Tiñoso, sus ojos cerrados, los algodones ensangrentados asomando por la nariz...

Nos quedamos de pie en el hoyo, mirándolo paralizados. Había dejado de llover, por fin, y sobre nuestras cabezas una niebla que parecía baba, las babas de dios, o del diablo, lo envolvía todo. Por un momento me imaginé a un montón de muertos allá arriba, bailando. Intenté apartar esa idea de mi cabeza. Los zombis no existían, eran asociaciones más o menos lógicas de nuestra mente, recuerdos inconexos... Aquel vídeo de Michael Jackson. El humo de las salas de fiestas. Bailar-mover el esqueleto... No, un muerto sólo era un pingajo.

Para convencerme de ello me agaché, introduje las manos bajo la espalda del Tiñoso y traté de levantarlo. Olía fatal (era curioso, igual que cuando estaba vivo), tuve una arcada y se me escurrió. Su cuerpo se contrajo como un acordeón viejo, incluso algún hueso fracturado chirrió, y cayó doblado sobre sí mismo.

-Apunta ahí- indiqué a Lorea.

Ella enfocó el haz de luz hacia la espalda del Tiñoso. Al inclinar el tronco hacia delante la cazadora y la camiseta se habían recogido y a mí me había parecido ver algo.

Efectivamente, en su parte inferior, a cada lado, en el lugar donde debían encontrarse los riñones, una maraña de gusanos se amontonaban, se retorcían y descolgaban desde unas rudimentarias puntadas de hilo que pretendían suturar dos profundos cortes en la piel.

-Lo sabía- dije, y rápidamente volví a acomodar al Tiñoso en el ataúd y a cubrirlo con tierra.

-¿Qué hora es?-pregunté a Lorea.

-Las cinco y media.

Un escalofrío, como si me introdujeran un helado de fresa por el culo y me rehogaran con él las entrañas, recorrió mi espina dorsal. Sentimientos contradictorios.

En primer lugar pronto sería de día y si por una parte la luz retiraría de mi cabeza las bocas borboteando sangre, los ojos de huevo duro desorbitados, los brazos y piernas como sarmientos podridos que volvían a atormentar mi imaginación, por otra quizás no fuera posible dejar todo tal y como aparentemente lo encontramos. Conforme pasaban los minutos y, aunque Lorea y yo nos esforzáramos por devolver la tierra removida a su sitio, veíamos que aquello resultaría difícil, me decía a mí mismo que después de todo la noticia breve en el periódico resultaba inevitable -recordaba a los chicos que habían salido por el agujero-, que un temporal como el de esa noche siempre provocaba corrimientos de tierra...

En segundo, en segundo lugar, me sentía satisfecho porque el duro trabajo había dado sus frutos, por fin había descubierto el móvil de aquellos asesinatos, pero por otro me provocaba una rabia infinita saber que eso implicaba que para alguien la vida no sólo no tenía ningún valor sino que además su muerte les lucraba.

En tercero... No había tercero. No quedaba tiempo para más. A lo lejos comenzaban a divisarse entre la niebla los edificios más altos, se escuchó rugir algún motor... En una palabra: había amanecido -o sea, en dos-

Recogimos, pues, los trastos y echamos a correr. Cada músculo, entumecido por el frío y el cansancio, era un alfiler. A pesar de todo logramos llegar al coche.

Lorea arrancó y condujo a toda velocidad. No hablamos, ni siquiera nos miramos, durante un buen rato, hasta que estuvimos lejos, muy lejos. Entonces ella detuvo el coche en un paso de cebra, para que cruzara un borracho, pero en lugar de hacerlo nos señaló y cayó muerto de risa sobre el capó.

Lorea se giró hacia mí y entonces comprendimos. Estábamos cubiertos de pies a cabeza de barro; los únicos lugares que se salvaban eran unos pequeños circulitos alrededor de los ojos.

Ella también se rió. Y yo. Eran risas nerviosas. No sé qué pretendía ocultar la de Lorea (me recordaba a la de una colegiala que había cumplido una prenda algo escabrosa) pero yo lo hice por no bajarme e inflar a hostias a aquel tipo.

-Arranca- dije.

El mundo, la gente, incluido yo, me parecían una mierda.

Lorea pisó el acelerador, despacito. El tipo se echó a un lado, riéndose todavía.

Una puta mierda.

lunes, 23 de febrero de 2009

CAPÍTULO 21: LA CARA EN EL ESPEJO Y LA ESCARCHA EN LA ESPALDA



BSO: La losa (Zer Bizio).


Siempre había odiado y a la vez experimentado una irreprimible atracción por el espejo. Mirarse en él era verte a ti mismo a través de los demás y comprobar que sus ojos eran de cristal. El espejo era un enigma. Lo mismo que el hecho de que yo hubiese besado antes los labios de vidrio de una litrona que los de una chica.

Mi primer beso, el primero cuyo recuerdo no se lo llevó una meada de cerveza por la alcantarilla, me hizo sentirme adulto, pero al volver a casa y mirarme en el espejo yo sólo vi a un niño asustado.

El niño asustado continuaba todavía allí, ante el espejo, espiando a Lorea desnuda en la ducha, enjabonándose los pechos, deslizando la pastilla a lo largo de sus piernas sin fin...

¿Cuál sería el reflejo que ella vería de mí?

A veces yo me encontraba a mí mismo feo (mi dentadura eran las teclas requetemanoseadas en el organillo de un músico ambulante, mi nariz una partida de canicas con mis cromosomas) pero tampoco tan feo para que hiciera juego con mi aspecto punk. Otras, sino guapo, algo resultón: los ojos negros, tan grandes como mi tristeza, las pestañas largas, el cabello oscuro... Vaya. No podía evitarlo. Siempre que pensaba en mi pelo olvidaba que ahora era de color azul. Aquello quería decir que a los demás tampoco les molestaba demasiado. Quizás hubiera llegado el momento de hacer algo. Tal vez rapármelo, como Lorea.

Lorea. ¿Vería ella en mi cara lo mismo que yo? Supuse que si se mostraba tan obsesionada con madurar, no. Mejor, si era así como yo le gustaba. Puede que enamorarse de ella no resultara tan terrible. Igual a su lado desaparecía de una vez por todas el niño asustado del espejo.

No iba a ser fácil. Se trataba de que ella eligiera entre su padre y yo. De todos modos, mientras decidía tampoco estaba de más que fuera conmigo con quien follara.

Tras los últimos acontecimientos y el entierro del Tiñoso esa mañana resultaba muy relajante. Era como si llevara colgando del escroto todos mis miedos, todos mis rencores, todas mis culpas, y al escupírselos a Lorea en el vientre transformara aquel batiburrillo en el amor y la calma suficientes para poder volver a amar.

Una buena ducha, afeitarse, tambien ayudaban.

El único nubarrón sobre aquel remanso de paz era la radio hablando, desde el salón, de guerras, accidentes de trenes, de los octavos de final de la copa del rey... En cualquier momento podía volver a anunciar otra muerte. Peor, aún, en cualquier momento podía morir otra persona que había pasado de puntillas por el mundo y que la radio no dijese nada.

No lograba quitarme de la cabeza al Tiñoso, pero sabía que lo que había pensado era la única solución.

-¿En qué piensas, Felisín?

Lorea había salido de la ducha, se había acercado por detrás y ahora me acariciaba los pezones.

Intenté contestarle, pero todavía me quedaba esperma, y este ahogó mis palabras.

Me volví hacia ella y enrosqué mi lengua a la suya. Cuando no estaba borracho los besos con lengua estaban muy bien. Eran más íntimos que todo lo demás. De hecho creo que esa fue la primera vez que era yo quien la besaba.
Me empalmé despacito y mi glande se deslizó por el estómago de Lorea como un dedo manipulando una bomba de relojería. Después la hice girarse. Los besos con lengua estaban muy bien pero a mí lo que me gustaba de verdad era aquel culito respingón.

Chupé su oreja y froté mi polla entre sus nalgas, arriba y abajo, arriba y abajo. Lorea se arrodilló, colocó las manos en el suelo, levantó el trasero. Se la metí. Empujé. No había sido culpa mía. Empujé otra vez. Yo no lo había matado. Otra . Ellos lo mataron. Una más. Ellos... ¡Ellos!... ¡ELLOS!

Quedamos tendidos sobre el suelo del cuarto de baño. Las baldosas estaban frías pero resultaba refrescante. Lo peor era el polvo, pegándose a nuestras espaldas.

-Lorea.

-Qué.

-Voy a pedirte un favor.

-Qué.

-Que voy a pedirte un favor.

-Ya, ¿cual, que favor?

-Ah, perdona, es que es... un poco “jevi”... Bueno, no, es un poco, bastante punk- rectifiqué.

-Tú cuéntame.

-Le he dado muchas vueltas y es la única salida para seguir adelante con toda esta mierda.

-¿De qué se trata?

-Hay que desenterrar al Tiñoso.

Un sinfín de diminutos volcanes erupcionaron sobre mi piel. Acaricié uno de los muslos de Lorea con el reverso de la mano y comprobé que a ella le sucedía lo mismo.

-Hostia, hostia, hostia- balbuceó al cabo de un rato.

-Tengo que ver uno de esos cuerpos. Es la única manera de saber qué está pasando. Ayer no tuve oportunidad en el tanatorio, con toda aquella gente metiendo bulla, y el vigilante entrando cada dos por tres. Pedernal va a por mí y me habría buscado la ruina- continué hablando, intentando justificar aquella locura. Por eso no escuché lo que Lorea dijo.

-¿Qué?- pregunté.

-Que está bien, te acompañaré-

Los cráteres sobre mi piel efervescieron, escupiendo toda su lava.

También la espalda quemaba, de puro frío, adormecida por la escarcha sucia del suelo.

-Habrá que volver a ducharse- dije.

-¿Para qué...- preguntó Lorea- ...si dentro de unas horas nos vamos a poner hechos un cristo?

Aquello me sorprendió. Yo no había pensado en esa misma noche. Pero tenía razón. Cuanto antes mejor. Después de todo puede que no resultara tan terrible.

lunes, 16 de febrero de 2009

CAPÍTULO 20: RAÍCES



BSO: No más punkis muertos (MCD)



Me gustaba andar. Sobre todo cuando estaba borracho. Era como hacer el muerto sobre el mar, permitir que las olas me acunaran, me arrastraran hasta dejarme varado en la playa. La única diferencia era que en lugar de alzar la mirada y encontrarme con el azul luminoso del cielo veía los bloques de viviendas de los barrios trabajadores -en los que ya casi nadie trabajaba- inclinándose hacia mí, hablándome al oído, recordándome los viejos tiempos, pero a la vez ensuciándome la oreja con su saliva maloliente.

Yo había crecido en uno de esos barrios, no importaba cuál, porque aunque entonces nos parecía a cada uno que el nuestro era singular -el barrio sin ley, el barrio conflictivo, EL BARRIO- en realidad eran todos iguales. Los edificios gemelos, cuarteados en bloques de cemento, sus fachadas descascarilladas, sudando sangre gris, los chandals limpios colgando en las ventanas, el ruido de los tubos de escape trucados de las motocicletas robadas, los gritos de los chavales en los portales, sin otra cosa que hacer y sin ganas de hacer otra cosa, las mierdas de perros en las aceras (últimamente, por cierto, todas las familias tenían un perro, y era el padre quien lo sacaba a pasear)...

Aquello era lo que me diferenciaba de Lorea. Raíces que crecían en las tripas y te las revolvían.

Me pregunté cuanto tardaría en regresar al barrio. Todo aquel que no hacía de tripas, de aquellas tripas de madera, corazón, terminaba regresando. Las fronteras también existían, quizás eran las únicas que existían de verdad, en cada ciudad, en cada país, y la única manera de atravesarlas era la traición, el olvido, la delación... Eso o la guerra. La guerra en los barrios se llamaba revolución, pero ya nadie lo recordaba. Sólo recordaban el nombre de sus perros.

Llevaba un buen pedo, sí señor. De todas maneras era mejor que echar la pela en el autobús. Continué, pues, paseando en la noria de mi mente hasta que dos o tres horas después me apeé a la entrada del tanatorio.

No tuve que preguntar en que puerta se velaba al Tiñoso. Apenas atravesé la puerta me recibieron los acordes de una canción de los "RIP", el tintineo de vasos entrechocando, risas... En la puerta había un tipo con una cresta de color naranja, durmiendo la mona. Dentro otros parecidos a él, sólo que éstos pegando botes, o bebiendo litronas... La música provenía de un enorme loro, y era Picio el que cambiaba las cintas. Un poco más al fondo vi a Lorea, hablando con Pelusa. El hacía fantásticos remates a gol en el aire. Ella se reía, se reía... Una especie de mal viaje.

Me acerqué a Lorea, intentando que me ayudara a salir de él.

-¿Qué coño pasa aquí?- le pregunté.

-¡Felisín!- me besó en la boca.

Ella también estaba borracha, pero en lugar de cloaca en la lengua tenía una banda de músicos sudados.

-Tranquilo, hombre, hemos alquilado el garito, podemos hacer lo que queramos. Bueno, lo ha alquilado Picio, no mi pa-pá- aclaró con cierto recochineo.

-Pero ¿cómo?

-Yo que sé, se ha ocupado de todo el de la funeraria. Han llamado al manicomio, le han dicho que el único familiar que tenía el Tiñoso era su padre y, bueno, ya oíste la canción de la otra noche, no se llevaban muy bien, así que ha consentido que lo enterráramos como nos diese la gana. Así se ahorra el viaje- dijo, y comenzó a tararear el nuevo tema que Picio hizo sonar: "No más punkis muertos", de MCD.

Eso me hizo recordar que no estábamos en una fiesta. Allí había un muerto. Tal vez si hubiese intentado sacarle los clavos a toda aquella panda les hubiese importado una mierda, pero no creo que hubiese pensado lo mismo el vigilante que entró en ese momento en la habitación.

-¡Por favor, un poco de respeto!- trató de hacerse oír.

Nadie le hizo caso, así que tuvo que abrirse paso hasta Picio. Salieron al pasillo, a negociar más tranquilos. Les seguí y una vez que Picio logró calmarlo me dirigí a él.

-¿Qué es todo esto, Picio, estás loco?

En ese momento pasó junto a nosotros el Profeta cantando "Una espiga dorada por el sol".

-¿Qué pasa?- se defendió Picio-. El Tiñoso se habría apuntado a una movida así.

-Pero, pero... ¿Y cómo vas a pagarlo?

-Eso no es problema. Botes en los bares, por ejemplo. El Tiñoso tenía muchos fans. Además tampoco es demasiado caro- me enseñó la tarjeta que le había entregado el día anterior el funerario-. Yo también tengo unas pelillas ahorradas.

Picio tenía aquellas pelillas ahorradas desde que yo lo conocí, hace años. Aunque su sueño era fichar por "Playboy" un sentido más práctico de la vida le hacía aspirar a regentar su propio estudio fotográfico. Sabía que siempre habría niños que hacían la primera comunión, pipiolos que se casaban y un montón de carnets que llevar en las carteras.

-No me importa- dijo, y yo comprendí el sacrificio que en realidad eso significaba.

Picio tenía casi 30 años y todavía el único dinero que administraba era la paga que le daba su madre, así que aumentar sus ahorros no parecía muy probable, pero mantenerlos suponía una proeza.

-Toda esa gente, el Fistro, la Cucurrucu, Gloria, el Tiñoso…- la voz le temblaba-. Es como si hubieran pasado por el mundo sin que nadie se diese cuenta-. No entiendo... no entiendo que alguien se pueda morir y no haya a quien le importe.

Estaba llorando. Nunca había visto a Picio llorar. Ni siquiera sabía que pudiera hacerlo. Por eso dolía tanto. En realidad yo no era un tipo duro. Sólo un pellejo inflado por el güisqui, y cada lágrima que rodaba por las mejillas de mi colega era una gota que se escapaba por alguna grieta.

-Gordo, cabrón- dije, y me volví hacia el ventanal que había a mis espaldas.

En la calle continuaba lloviendo. O al menos eso era lo que veían mis ojos.

domingo, 8 de febrero de 2009

CAPÍTULO 19: UNA CUESTION DE SUPERVIVENCIA



BSO:Zu atrapatu arte (Kortatu)



-¿Que tal, follamuertas?

Al funcionario los músculos de la cara se le derritieron como un helado.

Todo lo que estaba pasando era horrible, pero a mi me fortalecía. Quizás no sólo Lorea llevaba razón y yo tenía un don, sino también el Comisario Pedernal cuando decía que era un tío listo. La cuestión era que acertar dos veces dando palos de ciego comenzaba a ser algo más que pura suerte.

-No está nada bonito eso de la necrofilia- dije, y él ni siquiera intentó defenderse, simplemente preguntó:

-¿Qué sabe usted?

Desde la estación de trenes me había dirigido al depósito de cadáveres, a hacer una visita a mi amigo el lameculos.

-Lo suficiente, y lo que no sepa me lo vas a contar tú- dije.

-¿Por qué? Usted es sólo un loco ¿quién le va a creer?- intentó reaccionar.

-Los miles de lectores para los que escribo- estuve a punto decir los cientos de miles, pero una cosa era sentirse fuerte y otra pecar de chulo-puta-. ¿No te ha contado nada de eso Pedernal?

-Está bien, tranquilícese.

-¿Te tiraste también a Gloria, gusano?

-No, a ella no, sólo hice lo que me ordenaron.

-¿Qué, quién?

-No me avasalle.

Tenía razón. Esperé a que encendiera un cigarrillo y luego, más tranquilo, comenzó a hablar.

Me contó que el día anterior le habíamos acojonado con el numerito de los majaras, sobre todo con lo de "Anibal el canibal". No era para menos, teniendo en cuenta el tipo de gente que merodeaba por la parte trasera de la morgue. Aclaró que él no tenía nada que ver en la dieta alimenticia de aquellos monstruos- tenía gracia que él los llamara así-. Simplemente ese era el lugar en el que el resto de servicios sanitarios de Jamerdana dejaba sus desechos (desde apéndices extirpados en hospitales a brazos y piernas empleados en la Facultad de Medicina) con el objeto de ser incinerados. Si los monstruos revolvían en la basura antes de que él la recogiera no era culpa suya. En suma, estaba asustado, por eso apenas salimos por la puerta llamó a la policía, "al Comisario Pedernal, sí, lo admito", y éste ordenó que quemara inmediatamente el cuerpo de Gloria.

-¿Por qué?- le corté -¿Qué había que eliminar?

-Eso ya no lo sé. Ellos traen y se llevan esos cuerpos y yo no hago preguntas. A esos muertos no los toco, ni siquiera los miro. Van directos al horno.

Vaya, resulta que hasta tenía escrúpulos.

-¿Quiénes son ellos?

Me habló de un tipo alto, fuerte, con el pelo muy corto. Yo no caía.

-Estos últimos días lleva una tirita en la cara- añadió, creyendo que era un detalle sin importancia.

Proseguí con las preguntas, aparentando frialdad.

-Esta mañana se han cargado a otro ¿qué sabes de eso? ¿También lo ha traido, se lo ha llevado ese tío?

-¿Al cantante?

Era mucho decir del Tiñoso pero para entendernos asentí con la cabeza.

-Bueno, yo he entrado a las dos, no le puedo decir nada. Sólo sé que ya no está aquí. Se lo han llevado al tanatorio.

-¿A cuál?

e dió el nombre. Estaba en la otra punta de la ciudad. Le pedí dinero para el autobús. No puso trabas. Supongo que se moría porque le dejara en paz de una vez.

-¿Escribirá algo sobre mí?- preguntó, no obstante, antes de que me fuera.

-¿Llamarás a Pedernal en cuanto me pire?

Era un pacto entre caballeros. Pero yo no era un caballero. Y él, mucho menos.

Cuando salí del edificio ví varios paraguas arremolinados alrededor de un atormentado matrimonio. Los buitres. Deseé que ni fuera su hija la que hubiera palmado. De lo contrario puede que aquel bastardo ya estuviese derramándole todo el veneno de sus testículos entre las piernas.

-Mierda puta- mascullé.

Todo aquello era tan cutre...

Busqué en el bolsillo de la chupa la botella. Ni una gota. Decidí gastarme el dinero para el autobús en el bar más próximo. Era una cuestión de supervivencia.

miércoles, 28 de enero de 2009

CAPÍTULO 18: EL BICHO


EL BICHO

BSO: Las fuerzas de seguridad (Vómito)



La estación de trenes de Jamerdana era sombría, gris, triste... Como todas las estaciones de trenes. Tierra de nadie, punto de partida o de llegada a ninguna parte. Abono perfecto para desarraigados, para los que vivían sin rumbo. Un buen lugar para mí.

Sobre los asientos de plástico, agujereados por cigarrillos, dormitaban borrachines, mendigos, viajeros despistados... También había algunos sentados en las mesas del bar, sin consumir nada, o bebiendo tetra-bricks de vino. A los camareros parecía no importarles. A los camareros parecía no importarles nada. El suelo estaba cubierto por grumos de serrín, servilletas arrugadas, palillos usados... Desde el baño llegaban tufaradas de agua sucia. Incluso tenían puesta una cinta de "El Fari".

Me senté en una banqueta frente a la barra. Nadie vino a atenderme, de manera que comencé a beber de mi propia botella. Cuando estuve lo suficientemente borracho llamé a uno de los camareros. Estaba solucionando un crucigrama.

-¿Qué quiere?- dijo, y lo dijo cómo si yo le hubiese hecho algo, violarle una hija o algo por el estilo.

-Tómese un trago, hombre- le invité, señalando la botella de güisqui.

-Mire, no me joda, no me apetece que me pegue un sidazo, o las ladillas del bigote ¿Qué coño quiere?

Un tipo sincero.

-Esta mañana han encontrado a un yonki tieso en el lavabo ¿verdad?- fuí al grano.

-¿Esta mañana?- el camarero arrugó el entrecejo y dudó un momento-. Sí, a las seis y diez, poco después de abrir. Es que aquí eso es el pan nuestro de cada día y uno ya no sabe- explicó.

Imaginé que no me iba a resultar de mucha ayuda.

-¿Recuerda si ese yonki ha hablado con alguien? ¿Lo ha visto entrar al baño?

-Usted no parece un madero.

-Gracias, soy periodista.

-Tampoco parece periodista.

-Gracias- repetí.

-Bueno, de todas maneras no le puedo ayudar. Yo a ese pollo no lo he visto vivo- concluyó, y continuó con su crucigrama.

Efectivamente no me había resultado de mucha ayuda.

Le pegué varios viajes más al güisqui. Me entraron ganas de mear, pero no me apetecía ir al baño y darme de narices con otra momia más. Decidí largarme.

-Hombre Felisín- escuché a mis espaldas, no obstante -Sabía que eras un tipo listo y que acabarías cayendo por aquí.

Era el Comisario Pedernal.

-Una pena lo del Tiñoso ¿verdad?- dijo

-Es usted un asesino.

Chasqueó dos veces la lengua

-El Tiñoso era un drogadicto. Todos los días mueren chicos como él. Es algo cotidiano.

-Casi lo mismo que los maderos que vuelan por los aires.

El Comisario Pedernal sonrió.
-Sí, Felisín, eres un tío listo. Demasiado listo.

-¿Qué quiere? hago unas preguntas sobre alguien, sobre su cuerpo, claro, porque es lo único que queda de ese alguien, y casi inmediatamente el cuerpo en cuestión es sólo humo. Es evidente que estais haciendo algo con esos fiambres- dije, dando palos de ciego, pero lo cierto es que le estrellé el bastón en los huevos.

-Nosotros no, no te equivoques. Nosotros protegemos la ley y el orden.

Los maderos carecían de la más mínima imaginación. Para ellos la ley y el orden siempre eran nombres y apellidos, los de aquellos que les daban de comer.

-La ley y el orden- dije, y procuré que aquellas dos palabras sonaran como dos manzanas podridas cayendo al cubo de la basura.

El Comisario Pedernal, por su parte, cogió mi botella y se la llevó a los labios.

-A la salud del Tiñoso- dijo, y una vez que hubo pegado un buen trago añadió: -Enfin, me están esperando.

Señaló a través del ventanal un 124 sucio de barro. En el asiento del conductor se sentaba el tipo de la tirita en el pómulo.

-Un último consejo, Felisín. Cuida tu salud- cabeceó en dirección a la botella. -No sea que te pase algo parecido a lo del Tiñoso.

Me quedé congelado. Fue sólo un momento. Después el Tiñoso, dentro de mi estómago, comenzó a horadar con las uñas aquella tumba de hielo.

-Gracias, pero va a ser difícil cuidar mi salud. Ya tengo el bicho- dije -Igual por eso me sangran últimamente tanto los labios- y yo también cabeceé en dirección a la botella.

Era mentira, una rabieta, pero el Comisario Pedernal debía saberlo: no me iba a rendir.

-No me voy a sentirme culpable- dije, pero ahora hablaba sólo para mí mismo.

Tal vez aquello también fuera mentira, sólo una rabieta.

viernes, 23 de enero de 2009

CAPíTULO 17: EL AMOR ES EL REVERSO DEL ODIO



BSO: Aitormena (Hertzainak)


-¿Te gusta?- preguntó Lorea enseñándome el comic-. A mi padre le haría mucha ilusión que lo publicáramos.

-¿Y por eso nos ha comprado el ordenador, y la cadena? Para publicar "Borraska" todo lo que me ha hecho falta hasta hoy ha sido una grapadora- dije, aunque también era cierto que su padre había comprado la botella de güisqui, tirada ahora medio vacía en el suelo. Por cierto, todo aquello de que el güisqui no dejaba resaca era una bola, de gruyere y rellena de gusanos, lo mismito que mi cabeza esa mañana.

-Piensas que soy una niña pija ¿verdad?- dijo Lorea, y sus dientes apretados me hicieron comprender que de algún modo algo comenzaba a resquebrajarse entre nosotros. Había pulsado la tecla prohibida. Siempre tenía que cagarla.

Pensé que la culpa la tenía el güisqui. Era mentira. El güisqui, la resaca, simplemente hicieron que no pensara lo que había dicho pero lo que había dicho era lo que pensaba.

-Lo siento- me disculpé.

Aquello también era mentira. El amor era una mierda. En el fondo lo mismo que el odio. Peor. Cuando dos personas que se amaban peleaban sentían mucha más necesidad de hacerse daño.

-Lo que pasó ayer me ha puesto de mala hostia- intenté excusarme.

-Claro- dijo Lorea, y el cuchillo se desprendió de sus dientes al dibujar una comprensiva sonrisa.

Le había contado nuestro encuentro con los caníbales y le había impresionado mucho. O al menos eso había dado a entender, porque ahora añadía:

-Espero que esta vez podamos ver las fotos de Picio.

Yo miré el comic de su padre. La verdad era que estaba muy bien. Ni siquiera pensaba que se pudiera follar en tantas posturas. Follar no era tan bueno, ni tan malo, como el amor pero desde luego tampoco era una mierda. Quizás sólo se tratara de eso lo que había visto en Lorea. Pensé que era un canalla, y también por qué tenía que pensar que era un canalla y por fin me tranquilicé pensando que no sería tan canalla si había pensado que era un canalla. El caso era que todas las chicas que veía en el comic se parecían a ella.

-Me gusta mucho, lo publicaremos- dije.

Lorea me besó en la boca. Ella debía sentir algo mejor por mí, porque estaba tumbado en el sofá-cama con aquel sabor a cloaca en la lengua, sucio, sin afeitar...

Era uno de aquellos días en que la cama es el útero de tu madre, te acoge y te da calor, te aísla del mundo y de los hombres y tú no deseas salir nunca de él. Quizás lo hubiera hecho, quedarme allí para siempre, si no hubiese escuchado en la radio aquella noticia:

-Sucesos: esta mañana ha sido encontrado en los servicios de la estación de trenes el cuerpo sin vida de M.C.B., conocido por el sobrenombre de "El Tiñoso", popular intérprete de música punk. Al parecer murió como consecuencia de una sobredosis.

El caballito blanco que había tragado sorbo a sorbo la noche anterior comenzó a cocearme el corazón.

-Creo que debería llamar a Picio- dijo Lorea.

-Sí, pero sé delicada- murmuré.

Salió de casa contando las monedas para la cabina del teléfono.

-Una sobredosis- pensé yo.

Una sobredosis quería decir siempre adulteración. Asesinato. Recordé lo que había dicho aquel tipo:

-Usted es como uno de esos detectives a los que empiezan a morírseles todos los que le rodean.

Pegué un brinco en la cama.

Antes de salir de casa introduje en el bolsillo de mi chupa la botella de güisqui. Una botella medio vacía era lo mismo que una botella medio llena. No es que descubriera América, pero así estaban las cosas.

lunes, 19 de enero de 2009

CAPÍTULO 16: UNA BOTELLA DE GÜISQUI ES EL MEJOR SOMNÍFERO



BSO: Solidarity (Angelic upstars)

"Felisín: la llave está debajo de la alfombrilla", estaba escrito en una nota pegada a la puerta. Cuando salí de casa esa mañana no había ni alfombrilla ni puerta.

No me costó demasiado abrir. Normalmente las cerraduras se me ponían chulas, pero aquella giró suave y silenciosamente.

Dentro encontré las habitaciones a oscuras. Sólo, en el salón, parpadeaban las luces verdes y rojas de una columna musical al compás de una canción lenta de los "Angelic upstars". Me acerqué a tientas y en el camino tropecé con un mueble. Era una mesa de ordenador. Tampoco cuando salí de casa esa mañana había ni columna musical ni ordenador.

Me pregunté de qué manera había conseguido todo aquello Lorea y por un momento la desprecié. Después me coloqué junto al sofá y miré cómo dormía. Parecía una niña. Sólo una niña hubiese dormido tranquila con aquella nota en la puerta.

Las cosas habían cambiado tanto en sólo tres días... Gracias a ella yo no continuaba sentado en el bar de Beni bebiendo una cerveza detrás de otra, pero tampoco estaba seguro de haberme levantado en la dirección correcta ¿Qué necesitaba yo para ser feliz?

Vi varias bolsas de comida en el suelo. Rebusqué entre ellas y encontré una botella de güisqui. La abrí y le pegué un lingotazo. De momento aquello seguía siendo lo único que me ayudaba a no sentirme demasiado infeliz. Algo no marchaba bien.

Bueno, aquel tampoco había sido un día como para pensar lo contrario.

Mucho me temía que me iba a resultar difícil dormir, así que cogí la botella y me senté junto a la cadena. Me gustaba aquella canción: "Solidarity". A veces un punk también tenía derecho a ponerse tierno.

viernes, 16 de enero de 2009

CAPÍTULO 15: ANÍBAL EL CANÍBAL VISITA LA MORGUE



BSO: La locura (Parabellum)


-Aquí es- dije, señalando la fachada del edificio.

Era gris y húmeda, con su piel agrietada y parcheada por carteles con fotos de políticos. Vota Jaime Ignacio. Vota PSOE... Un aspecto acorde a un lugar como aquel.

-Depósito de cadáveres- leyó Picio las letras de neón, y un escalofrío electrizó su cuerpo.

A mí la muerte no me asustaba. Por lo menos para eso era un buen punk. Había aprendido a convivir con ella desde pequeño, cuando descubrí que si me reía con mucho entusiasmo sentía un dolor terrible en la parte inferior del cráneo, como si me aplicaran garrote vil. Más tarde, cuando vi palmarla a uno de mis mejores amigos le perdí por completo el respeto.

Fue una tarde de invierno. Hacía frío y como no teníamos dinero para entrar a los bares nos habíamos refugiado en el porche de unas escuelas con una botella de güisqui chorada en un supermercado. Estaba oscuro y olía a meados. Fuera, en la calle, no había un alma y sólo se escuchaba el aire acerado ululando y en algún lugar los ladridos de un perro herido por los navajazos.

-Bueno, Felisín- dijo de repente mi colega-. Yo me muero ¿eh?- y eso fue exactamente lo que hizo, se desplomó sobre mi hombro con el corazón dinamitado por el alcohol, las pastillas y aquel muermo frío y desazonador.

La muerte era algo natural. No podía resultar demasiado diferente a vivir, a mirar hacia delante o hacia atrás y comprobar que no había nada. Otra cosa era convertirla en algo tan intrascendente, tan mundano, en una mercancía, como hacían aquellos tipos.

Alrededor del edificio pululaban una docena de encorbatados, teléfono móvil en mano. Pertenecían a las distintas funerarias de la ciudad y cada vez que alguien entraba o salía del edificio se arremolinaban en torno a él y le ofrecían las últimas novedades en ataúdes, coronas mortuorias... El más pesado, el menos escrupuloso con el dolor ajeno era el que se llevaba el gato al agua, aprovechando aquellos momentos de debilidad.

A nosotros, sin embargo, nos miraron por encima del hombro y nos ignoraron. Tan sólo uno de ellos, el de aspecto más desaliñado, se acercó.

-No encontrarán nada más barato que esto- dijo, y le alargó una tarjeta a Picio.

Yo miré de reojo a éste. Estaba enamorado de verdad. Todavía llevaba la camiseta del Tiñoso con manchas de tomate.

Entramos al edificio. Por dentro el aspecto era tan coherente con su función como por fuera. Pasillos desnudos con paredes que transpiraban un penetrante olor a desinfectante y un silencio sepulcral. Al final de uno de ellos se veía a un funcionario apoyado en un mostrador y sobre él un reloj detenido en las seis y diez. Una buena hora para morir. Nos dirigimos a él. Mientras lo hacíamos yo iba abrillantando la moto que intentaría venderle.

En realidad eran ya casi las diez de la noche. Habíamos consumido inútilmente el día intentando que alguien nos proporcionase algún dato sobre el Fistro o la Cucurrucu, pero nadie conocía su verdadera identidad y su aspecto variaba por completo si era uno u otro vagabundo el que lo describía. Lorea nos acompañó hasta media tarde. Aquellas miradas alunadas y brumosas, aquellos mundos desgajados como mandarinas destripadas de los sin techo le resultaron divertidas al principio, pero decidió hacer algo más práctico y se retiró "para ocuparme de la logística, que es lo mío" cuando vio que no avanzábamos en la investigación. Lo único que habíamos sacado en claro era que al Fistro y la Cucurrucu nadie los había visto desde hacía tiempo y que era poco probable que les hubiese tocado la lotería. Quizás en el depósito de cadáveres nos podían dar alguna pista.

-¿Qué quieren?- dijo el tipo del mostrador.
Era un maleducado. Ni siquiera nos miró, ni dejó de rascarse su barba cerrada y oscura, como las de los dibujos animados, de la que se desprendía una nevadita de células muertas.

-Lleva usted la bragueta abierta- le hice saber además, y reaccionó inmediatamente. Aquello nos proporcionaba cierta ventaja. La necesitábamos.

-Vera usted- comencé-. Llevo un tiempo fuera de Jamerdana, desde que me dieron el alta. Ahora que me encuentro un poco mejor he decidido volver a ver a mis antiguos compañeros del manicomio- a mi derecha oí como a Picio se le escapaba una pedorreta por la nariz-, pero me encuentro con que han muerto. Ellos no tenían familiares, sus compañeros del manicomio éramos lo único que les quedaba en el mundo, así que no me gustaría irme sin echarles un último vistazo ¿comprende?

El funcionario asintió con la cabeza pero en realidad me pareció que no, que no comprendía nada. Tampoco yo estaba muy seguro. Afortunadamente fue Picio quien salvó la situación con su risa, que al principio era como un gorrioncito atrapado en sus pulmones pero que después alzaba el vuelo fracturándole con las alas la garganta y que finalmente salía trinando alegre y escandalosamente, recorriendo aquellos pasillos contra cuyas paredes sólo se habían estrellado pájaros muertos y de mal agüero.

El hombre tragó saliva.

-Tranquilo, es otro compañero del manicomio. A veces le dan ataques- dije, y Picio comenzó a propinarse palmadas en la tripa, y sacó la lengua, babeó...

-Está bien, normalmente sólo pueden identificar los cadáveres familiares, o en su defecto, como es el caso, es obligatoria la presencia de la policía, pero si su compañero va a quedarse más tranquilo puedo intentar ayudarles. Vamos a ver ¿cómo se llaman sus amigos?

-El Fistro y la Cucurrucu- dije, y me sentí ridículo.

-Pero eso... son apodos. Con esos datos yo...

-Es que en el manicomio nos conocemos sólo por los motes. A mi compañero, por ejemplo, le llaman Aníbal, Aníbal el caníbal.

Picio se había arrojado al suelo y culebreaba por él.

Parecía un enorme pastel de gelatina adornado con los filamentos amarillos de saliva, como rayaduras de limón, que le borbotoneaban en la boca.

El funcionario le miraba aterrorizado, con unos ojos como sartenes.

-Está bien, veré que puedo hacer- dijo.

Se dirigió a una puerta que se encontraba a sus espaldas con el rótulo "Frigorífico". Yo le seguí y pegué mi nariz a una ventanita que había en el centro. Vi varios nichos metálicos que se amontonaban en columnas. Durante unos segundos el hombre pareció vacilar, después pegó un estirón a una de las asas de hierro y entre un vapor blanquecino asomó un pie desnudo, con una etiqueta anudada al dedo gordo. Leyó lo que había escrito en ella, torció la boca y cerró bruscamente.

-Lo siento- dijo al regresar-. Sólo tenemos un cuerpo que no ha sido reclamado, una tal Gloria.

-¿Gloria?-pregunté sorprendido-. Qué casualidad. Una mujer de unos sesenta años ¿verdad? Sí, es cierto, también me han dicho que había fallecido. Yo con ella tenía menos relación, pero en fin, tampoco me importaría despedirme, y así es como si lo hiciera del Fistro y la Cucurrucu a la vez ¿no cree?

-Sí, claro, pero en este caso sí que es imposible; está bajo sumario, pendiente de autopsia- me hizo saber.

Entretanto Picio, en el suelo, había dejado de hacer el ganso. Quizás fue eso lo que animó al hombre a bromear.

-Oiga, no se enfade, pero no me gustaría ser amigo suyo. Usted es como uno de esos detectives de la tele y las novelas a los que empiezan a morírsele todos los que le rodean- dijo, riéndose nerviosamente.

El tipo era un gusano, un lameculos, y además tenía el don de la inoportunidad, pero el caso es que yo también había pensado aquello en alguna ocasión, así que secundé sus risas. Además un relajamiento de la situación podía ayudarme.

-¿Puedo hacerle una pregunta?

-Claro, adelante

-¿Qué sucede con ese tipo de muertos, los que no son reclamados, o identificados?

-Bueno, permanecen en depósito un tiempo prudencial, por si aparece alguien que se hace cargo. Después normalmente la policía archiva el caso y nos deshacemos de ellos. Es cuestión de espacio e higiene.

-Así que el Fistro y la Cucurrucu pudieron perfectamente haber pasado por aquí.

-Perfectamente.

-Gracias, es lo que quería saber- dije, pero lo dije por decir, en realidad estaba seguro de que dejaba algún cabo sin atar.

Ayudé a Picio a levantarse y nos despedimos. Picio lo hizo colocando su cara a sólo unos milímetros de la del tipo y relamiéndose lentamente, al tiempo que emitía un gruñido. El gusano volvió a tragar saliva.

Salimos. En la calle se había levantado un viento desagradable y hasta los mercaderes de la muerte se habían retirado a contar las monedas.

-¿Qué hacemos?- preguntó Picio.

Yo sentía que en mi cabeza los pensamientos bullían desordenadamente, como un puchero de pisto. Encendí un cigarrillo y le contesté que me apetecía pasear.

-¿No te habrás tomado demasiado el papel de majara?- dijo, pero se subió el cuello de la gabardina de cuero y echó a andar a mi lado.

-Vamos a ver, Aníbal ¿qué tenemos?- reflexioné en voz alta, y vi cómo aquel viento arrebataba apenas salían de mi boca el vaho de mi aliento y el humo del cigarrillo. Pensando que eso me limpiaría por dentro, que aclararía mis confusas ideas, inspiré profundamente, pero mis pulmones se llenaron de un aire viciado, un olor a quemado semejante al que la noche anterior había empañado las ventanas de mi nariz.

-Un frío del copón- contestó Picio.

-No, tenemos tres muertos, que pueden ser más, porque son muertos a los que nadie echa en falta, ni siquiera la pasma. ¿Por qué los asesinan? No son crímenes fascistas. Un crimen fascista busca alarma social. Entonces la pregunta es: ¿por qué los asesinan pero en realidad quieren que nadie sepa que los han asesinado, ni siquiera que han existido?
Me costaba creer que nadie al que llamaran Fistro, o Cucurrucu, o que una viejecita tarada como Gloria pudiesen saber algo que amenazase el "status quo" de tal manera que la policía hiciera la vista gorda o incluso fuese ella misma la que los eliminase.

-En definitiva, la respuesta es que esos vagabundos tienen más valor muertos que vivos- concluí, y aunque sabía que esa frase todavía no significaba nada intuía a la vez que era la solución a todo aquel lío. Por eso me molestó que Picio no me estuviese haciendo caso cuando la pronuncié.

Habíamos rodeado por completo el edificio. Tras él se extendía un descampado oscuro y embarrado. Una cuesta de cemento lo unía con el depósito, con una puerta trasera, y desde el pequeño porche que cubría ésta asomaba de vez en cuando una retorcida y ambarina lengua de fuego, iluminando el lodo endurecido y plateado por el frío de la noche y en el cielo los jirones oscuros de humo que escupía una chimenea. El olor a chamusquina provenía de ella y allí resultaba especialmente intenso.

Picio se había adelantado unos metros y sacaba fotos a quienes se calentaban al calor de la hoguera en el porche.

-Felisín, ven- susurró, y me hizo gestos para que me acercara sigilosamente.

Alrededor de un tonel metálico en el que ardían periódicos viejos y bolsas de basura varios vagabundos sostenían sobre el fuego, pinchados en palos de madera, trozos de carne. Eran media docena, todos hombres y su aspecto resultaba salvaje y a la vez repulsivo. Incluso entre los vagabundos había clases y aquellos constituían la más ínfima. Pieles ennegrecidas por la roña, los cardenales, los sabañones, las marañas de venitas palpitando vino peleón...; dientes amarillos, marrones, como el teclado de un piano viejo arrojado a un vertedero; manos trémulas aguijoneadas por chutonas de cuarta mano; cuerpos escuchimizados, mal alimentados, con enormes barrigas rellenas de aire, de espuma de cerveza, de sangre...; mentes enloquecidas, mareas negras de neuronas, pobladas por tupidas selvas grises de plantas muertas... ratas salidas de las cloacas, de lo más profundo de las barriadas chabolistas del sur de Jamerdana, allá donde no llegaban las luces de la ciudad, ni las miradas de sus habitantes, ni siquiera las de sus verdugos, la policía, que no necesitaba entrar a sus agujeros, sólo esperar a que el hambre, el aburrimiento, la locura, los hiciera salir y activar la trampa fatal.

Aquello, en definitiva, fue como asomarse al infierno. Incluso había uno de los vagabundos que parecía la encarnación del mismo diablo, un enano con el pelo revuelto (llevaba dos mechoncitos sujetos con un par de horquillas a cada lado de la cabeza, como cuernecitos), la cara de color rojo y que no paraba de eructar. Nosotros nos encontrábamos a unos veinte metros pero incluso hasta allí llegaban las vaharadas mefíticas de su aliento, hediendo a ajo, a colillas recogidas en las aceras, a lefa corrompida... No pude evitar imaginármelo chupándosela a un sifilítico, lamiéndole los chancros purulentos, y tal vez por eso no tuve que vomitar cuando se llevó el trozo de carne que calentaba en el fuego a la boca y comprobé que se trataba de ¡UNA PANTORRILLA HUMANA! Sólo sentí cómo me roían los pezones el horror de los instintos humanos más crueles, el hombre devorando al hombre, aquella maldita ciudad, en la que te podías columpiar del infierno al cielo sin notar la diferencia, aquel demonio chuperreteando una tibia y los empleados de las funerarias encargando por el teléfono móvil una lápida de mármol... ¿Quiénes eran los verdaderos carroñeros?

Picio tampoco echó la pela. Escondió sus sentimientos detrás de la cámara, disparando una y otra vez. Lo malo fue que los destellos de su flash terminaron por llamar la atención de los vagabundos.

-¿Quién anda ahí?- gritó el enano, con una voz que se hizo camino entre un enjambre de flemas

-Somos... somos de una revista- la mía sin embargo caracoleó quebrada por el miedo. La muerte no me asustaba pero sí el dolor, y uno de aquellos tipos había roto una botella y la empuñaba amenazador-. ¿Podemos hacer unas preguntas?
Éramos todo unos profesionales.

-¿Qué?- gruñó desconfiado.

-¿Qué es eso... eso que comen? Huele muy mal- grité.

Poco a poco íbamos retrocediendo, aumentando aquella distancia de veinte metros y yo me veía obligado a alzar la voz. No resultaba fácil, porque la saliva se me acartonaba en la garganta y mis palabras sonaban raras, un poco ridículas.

-Lo que huele es la chimenea- el demonio también tenía que gritar, así que salió del porche-. Están quemando otro muerto.

Me detuve un momento. Aquel era el cabo que me había dejado sin atar en la conversación con el funcionario del depósito. Los cuerpos los hacían desaparecer incinerándolos.

-Y entonces ¿eso?- señalé el hueso que sostenía en la mano.

-¿Esto?- el enano se rió.

Agitó la tibia como si de un trofeo se tratara. Picio, a mi lado, no aguantó más y echó a correr. Si yo pesara 130 kilos haría ya mucho que habría hecho lo mismo.

-A veces al follamuertas se le descuida un pedazo de fiambre y nosotros estamos al loro.

Un coro de carcajadas tuberculosas respaldó las palabras del enano.

-¿No le apetece un poquito?- dijo, sin dejar de avanzar hacia mí, y yo ya no podía retroceder, la sordidez, el crimen, me hipnotizaban, yo dejaba que fuera así, los demás siempre habían intentado que resultara de otra manera, la escuela, el trabajo, el camino recto... Directo al agujero, de todas maneras. Quizás aquel antropófago de noventa centímetros pudiera ofrecerme algo mejor. Quizás no. Cuando llegó junto a mí, miré hacia abajo y vi sus dos cuernecitos coronándole la cabezota por fin pude echar a correr. En las horquillas que sostenían aquellos dos mechoncitos aparecía dibujada la imagen del Pato Lucas.