Jean Améry decía que el individuo joven vive en el espacio, en contraste con quien ha envejecido, que vive en el tiempo. El joven piensa el futuro como una constante posibilidad (no necesariamente realizada) de ir acá y allá, de moverse, de conocer gente y disfrutar de experiencias en sus viajes, ya sean a las antípodas o al bar de la esquina. El viejo, por el contrario, ha llegado o está a punto de llegar al día en el que, debido a los crecientes problemas de agilidad e incluso de movilidad, deja de vivenciar el mundo como espacio y pasa a vivir en el tiempo pasado, en la memoria. Es exactamente en este punto de su vida en el que Max Morden, el protagonista de
El mar, inicia el relato de su existencia, y por eso dice: “a la memoria le desagrada el movimiento, prefiere las cosas en quietud”. Esto define el estilo de
John Banville: dejar a su personaje muy quieto y aplicarle a cada minúsculo recuerdo una lupa que lo agrande hasta límites insospechados. Atestar cada recuerdo de metáforas y símiles que le den a los objetos, personas o animales rememorados una firma única, una especie de huella digital o código de barras que lo haga irreductible. Este procedimiento funciona de una manera paradójica: a fuerza de extremar la objetividad, invade el campo de lo subjetivo; a fuerza de la minuciosidad de científico maniático con la que recuerda Max Morden acabamos conociendo al sujeto Max Morden. Es también de esta minuciosidad de la que brota el lenguaje poético. A cada página, como ocurre con la buena poesía, el lector quiere detenerse y releer alguna frase. Ejemplos: el viento soplaba “golpeando con sus grandes puños suaves e ineficaces los cristales de la ventana”; el padre de Max llegaba del trabajo “acarreando la frustración de ese día como un equipaje apretado en su puño cerrado...”; “...el cuello de la botella y el borde del vaso castañetearon uno contra el otro como dientes”. Este estilo, alargado a veces en descripciones de una página, no puede sino dividir la opinión de los lectores. Los hay que, literalmente, se saltan las descripciones: los impacientes. Y luego están los que se refugian a vivir en ellas, los que no querrían que el libro acabase nunca. Los perdidos.
El viejo Max explica su historia como quien enseña lentamente a un invitado los álbumes de las fotos de su vida sentado en el sofá de su casa. Va parándose en cada foto de la memoria y comentándola obsesivamente, con un flujo de discurso incontrolado. El lector de
Banville se parece al pariente o amigo de un obsesivo, que queda con él y sabe que, indefectiblemente, el hombre le bañará con sus palabras, volverá a rememorar hasta el infinito su vida, pero no le escuchará. La memoria ya se basta sola, ya no necesita interlocutor. El interlocutor es el silencio, el vacío con el que la vida ha ido respondiendo siempre. Los recuerdos anulan cualquier conversación. Max enseña dos álbumes de fotos diferentes: uno de la infancia, en el que se observan imágenes de los veraneos del Max niño y la relación especial que mantiene con una familia de clase social más alta que la suya, y otro dedicado al último año de su vida, que es el año de la muerte de Ana, su mujer.
De la trama, o del conflicto de Max Morden, hay poco que decir si no queremos aguarle la fiesta al lector, así que nos conformaremos con comentar que el pequeño Max, en sus veraneos, conocerá a una familia, los Grace, que le marcará. Su actitud durante la agonía y la muerte de Ana, su mujer, y la relación que Max mantenía con ella y con la hija de ambos sólo pueden explicarse por la fascinación que de niño sufrió (este es el verbo adecuado) por la familia Grace. Es la fascinación que ejercen las clases acomodadas sobre las clases bajas. Todos los problemas del protagonista nacen con la toma de conciencia de la existencia de las clases sociales, con la brecha que se abre ante el personaje cuando conoce a los gemelos Grace. Me ha llamado mucho la atención que ninguna de las críticas que he leído del libro le haya prestado atención a este punto. ¿Por qué la crítica tiene esta especie de pavor a lo político? Cuando le nombras a cualquier persona, por ejemplo,
El amante de Lady Chatterley, le vienen a la cabeza palabras como erotismo, sexo, infidelidad. Si hablas de las novelas de
Jane Austen, la mayoría de la gente piensa en textos que componen colecciones de quiosco, encuadernadas en rosa, que leen sólo las mujeres. La culpa del vaciado político de estos textos en el imaginario colectivo, ¿no es acaso de la crítica timorata? Lo que escandalizó más a los lectores en la novela de
D.H. Lawrence no fue que Lady Chatterley tuviera un amante lúcido, hedonista y seductor, sino que dicho amante fuera un minero. Cualquier novela de
Jane Austen es un retrato implacable de la hipócrita y jerarquizada sociedad en la que ella vivía. Del mismo modo, la novela de
Banville nace del deseo de un niño de acceder a una clase social cuyo mundo le parece embriagador comparado con el mediocre estilo de vida que le ofrece su propia familia. El texto, pues, debería leerse en clave política, como una crítica al estilo de vida de nuestro mundo, esa constante comparación, esa confusión entre bienestar y consumo, entre felicidad y capacidad económica. Ese niño, sin darse cuenta, convierte su patrón inconsciente de comportamiento (es decir, su alma) en el deseo insaciable de escapar de su clase social, que, encarnada en sus propios padres, lo avergüenza. Por eso el adulto Max Morden no sabe amar. Por eso es un hombre gris, a veces cruel. Por eso se casa con una mujer rica sin estar enamorado. La relación de Max con su esposa me recordó este verso genial del mexicano
Jaime Sabines: quién te va a querer menos que yo. Y lo más impresionante de la historia es que, por supuesto, él no tiene la culpa. Él era poco más que un niño cuando vio lo que vio, cuando aquel lejano día, en la playa, le pasó lo que le pasó.
2.
Miguel Sanfeliu
El mar suele ser la perfecta metáfora de la memoria, a veces calmado y a veces violento, impredecible, capaz de arrullarnos en un placentero sueño o de destruirnos con inusitada fuerza, en unas ocasiones atrae restos hasta la orilla, y en otras arrastra objetos mar adentro, donde se perderán para siempre. El mar es la clave en esta obra que nos habla de recuerdos. Y con el ritmo del mar avanza una narración nostálgica que fluctúa entre el pasado y el presente, navegando por escenas traídas a la memoria gracias a detalles que se van sucediendo, mezclando las historias en una masa profunda y oscura que nos arrastra, sin remedio, a la angustia que significa asistir al final de una vida, a todo lo que queda atrás después de la muerte, perdido como si nunca hubiera existido. Nos sentimos arrullados por la voz sosegada y sincera de Max Morden, que llega al pueblo costero en el que pasó los veranos de su niñez, después de haber perdido a su mujer, Anna, víctima de una enfermedad mortal. Esto le hace revivir aquellos días, comprendiendo que siempre quiso esconderse, buscar una guarida, y nos dice:
Por eso el pasado supone para mí un refugio, allí voy de buena gana, me froto las manos y me sacudo el frío presente y el frío futuro. Y, no obstante, ¿cuál es la verdadera existencia del pasado? Después de todo, no es más que lo que fue el presente una vez el presente ya ha pasado, no más que eso. Pero vaya.
Pero vaya.
Fascinación en estado puro. Max llega a Ballyless, en un principio acompañado por su hija Claire, una joven de poco más de veinte años que representa la llamada del presente. Pero luego decide instalarse allí, solo, huyendo de un hogar donde resuenan los ecos asfixiantes de su vida en común con Anna, su esposa fallecida. Y desde allí, la memoria no sólo le lleva a su niñez, sino a distintos momentos del pasado: la niñez de su hija, los últimos días de vida de su esposa Anna... aunque, lo que termina adquiriendo protagonismo, es la familia Grace, formada por un matrimonio y dos hijos gemelos, chico y chica, y la muchacha escargada de su cuidado, Rose. En un principio, es la señora Grace la que despierta su interés, pero posteriormente será Chloe, la hija, el objeto de su deseo, su primer gran amor, su iniciación al mundo adulto. El libro se divide en dos partes. La primera, en la que el protagonista se mueve sin rumbo desde el presente hacia el pasado, un poco caóticamente, desorientado, y que finaliza con él observándose en el espejo, describiendo una imagen decrépita: «Cuando contemplo mi cara en el espejo de esta manera pienso, naturalmente, en esos últimos estudios que Bonnard hizo de sí mismo en el espejo del cuarto de baño de su casa de Le Bosquet, hacia el final de la guerra, después de la muerte de su mujer». Y la segunda, en la que el pasado es el que termina por conducirnos hasta el presente, tejiendo un nexo que le permite enfrentarse a la muerte de Anna, comprendiendo que los idílicos días no fueron tales. Los días que compartió con la familia Grace, su amor por la caprichosa Chloe, unos días que van ganando consistencia y nitidez, un pasado en el que el protagonista ha decidido perderse, que va ganando terreno y envolviéndonos, arrastrándonos con su corriente tranquila e imparable. Llegando al final, en el que nos dice el narrador: «Después de todo, ¿por qué iba yo a ser menos susceptible que cualquier otro escritor de melodramas a la exigencia del relato de un hábil giro que lo concluya?» Entre el pasado y el presente histórico se compone un nuevo tiempo verbal que lo abarca todo en una nebulosa que nos va señalando, aquí y allá, pequeñas pistas, destellos que señalan el rumbo que hemos de recorrer.
Con un estilo sosegado y una prosa exquisita va sumergiéndonos esta novela en esa época en la que se descubre la sensualidad, se despierta la curiosidad del adolescente por el cuerpo femenino y se viven grandes amores y arriesgadas aventuras. Si Nabokov recomendaba al escritor que prestara especial atención a los detalles, tenemos en Banville a un fiel discípulo de Nabokov, pues su ojo analítico se demora en captar con toda fidelidad las escenas que el protagonista se esfuerza por revivir. Y al modo proustiano, cualquier detalle u objeto es suficiente para que la mente del protagonista narrador, y con ella nosotros, se pierda en recuerdos que, con frecuencia, conducen a otros recuerdos, con ese ritmo caprichoso que tiene la memoria y que acaba conformando una estructura ondulante y difusa, pero férrea e implacable. John Banville, pese a tener una extensa obra a sus espaldas y ser un escritor de indiscutible calidad, quizá más estilista que narrador, no goza en España de la popularidad que tienen otros contemporáneos suyos como Amis, McEwan o Barnes, y se mantiene como un autor de minorías. Esperemos que la concesión del Man Booker 2005 ponga las cosas en su sitio y ocupe este autor el lugar que en justicia le corresponde. Sus novelas son puntualmente editadas desde hace años, y no resulta difícil encontrar alguno de sus títulos anteriores, como la excelente Imposturas, o Eclipse, que tiene algunos puntos en común con ésta: El mar.