Primero murió mi madre y luego mi gato. Después mi
empresa tuvo que cerrar. Todo esto sucedió en menos de una semana de modo que
cuando lloraba, no sabía si era porque había perdido a mi madre, a mi gato, o
porque estaba en el paro. Al poco tiempo me abandonó mi mujer, quizá porque con
tanto llanto yo había dejado de ser el hombre que antes era. Entonces me fui a
vivir a un pueblo lejano y pequeño en el que nunca antes había estado,
sencillamente porque tenía casas en alquiler muy baratas y allí la vida, en
general, supuse que también estaría más acorde con mi nueva economía.
Al poco tiempo me di cuenta de que la panadera,
además de vender unas hogazas estupendas, de esas de pueblo de toda la vida,
olía a magdalenas recién horneadas, y eso, desde que yo era muy pequeño siempre me ha resultado irresistible, de tal modo que inicié un romance con
ella. Yo no tengo hijos, pero ella para compensar mi carencia tenía tres. Nos
fuimos a vivir juntos. Ahora el que huele a magdalenas recién horneadas soy yo, con lo que
soy doblemente feliz. Todo esto ha ocurrido en menos de cinco meses y tengo la
sensación de que llevo toda mi vida en este pueblo, casado con la panadera y
con tres hijos, que son hijas, estupendos.
La persona que fui ya no existe, quizá jamás existió
y todo ha sido una ilusión mía. Probablemente tampoco han existido nunca ni mi
madre, ni mi gato ni mi empresa. Mi mujer, en cambio, sé que sí ha existido y
que sigue existiendo porque de vez en cuando me llega alguna carta de su
abogado para que firme cosas que yo sin discutir firmo. Total, ¿qué más me da?
Ahora mi única preocupación es la tahona, el fuego
del horno y que suba la masa en el momento indicado. Mis tres hijas cada día
están más guapas y su madre cada vez huele mejor. La felicidad es plena.
Me apena saber que en cualquier momento yo puedo
dejar de existir y conmigo, todo lo demás. O quizá, al revés.