Traducción al español de Miguel Grinberg
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Durante dos años ha habido en los Estados Unidos una incuestionable sensación de “kairos”: entre una minoría de cristianos alertas y progresistas se trata de una sensación de examen y oportunidad providenciales, mientras que entre otros (la mayoría más confundida) se trata de una sensación de combate apocalíptico. En el movimiento negro cristiano no-violento que guía Martín Luther King, el «kairos», el «tiempo providencial», ha sido asumido con una respuesta valerosa y esclarecida. La militancia negra no-violenta por los derechos cívicos ha sido una de las más positivas y exitosas expresiones de acción social cristiana que se haya visto en parte alguna durante el siglo veinte. Ciertamente, se trata del más grande ejemplo de fe cristiana en acción a lo largo de la historia social de los Estados Unidos.
Ha surgido casi enteramente de los negros, con el apoyo de algunos cristianos y liberales blancos. No cabe duda que el heroísmo cristiano exteriorizado por los negros durante la manifestación de Birmingham, o la calma y el orden masivo de la Marcha sobre Washington en agosto de 1963, tuvieron mucho que ver con la promulgación del Acta de los Derechos Cívicos. Debe admitirse también, como ha señalado el líder no-violento negro Bayard Rustin, que sin la cristiana intervención de los protestantes y católicos blancos de todo el país, el Acta no habría sido votada. El hecho que haya ahora una Ley de Derechos Cívicos garantizando, al menos “de jure”, la libertad de todos los ciudadanos para gozar equitativamente las ventajas del país, se debe a algo que en los Estados Unidos podría llamarse tanto conciencia cristiana como conciencia humanitaria y liberal.
Sin embargo, la promulgación del Acta ha sacado a luz el problema real. La batalla por los derechos entra ahora en una etapa nueva y más difícil.
Hasta aquí, los bien intencionados y los idealistas dieron por sentado que si se aprobaba la legislación necesaria, las dos razas podrían «integrarse» más o menos naturalmente, no sin cierto margen de dificultades, por supuesto, pero no por ello menos efectivamente. Tal idea daba por sentado también un respeto universal por la ley y el orden. Pero si hay algo que ha quedado profusamente en claro a través de la prolongada y agria lucha del Sur para impedir que la legislación de los derechos cívicos fuera promulgada o ejecutada, es que tanto los legisladores como la policía, y por cierto todos aquellos a quienes puede llamarse «Establishment» («el establecimiento»), parecen ser los primeros en desafiar la ley o en ponerla de lado cuando sus propios intereses son amenazados.
Y entonces hay muchos que piensan que la no-violencia no ha logrado un éxito completo e incuestionable. Se la considera ilusoria y muy ingenua. Por ambas partes hay más y más charla sobre acción violenta, a medida que con mayor claridad se ve que la Ley de los Derechos Cívicos no ha solucionado realmente el problema racial y que en realidad la existencia del negro en el «ghetto» sólo ha quedado mejor y más estrictamentedefinida por su incapacidad para sacar ventajas de los derechos que le han sido concedidos demasiado tarde.
Durante la época de los «sit-in’s» (protestas-sentadas) alguien observó que si se hubiese atendido a los negros en los comedores ellos no habrían podido pagar la cuenta. Ahora que se les ha otorgado el derecho para entrar a cualquier hotel o a cualquier restaurante, eso no significa que dispongan del dinero para hacerlo, y cada vez se les hace más difícil conseguir empleo.
El negro es integrado por ley a una sociedad en la que realmente no hay sitio para él —aunque podría hacérsele espacio, sin la mayoría blanca fuera capaz de quererlo como hermano y conciudadano-.
Pero hasta aquellos que teóricamente estuvieron en favor de los Derechos Cívicos se están volviendo concretamente reacios a aceptar al negro como vecino. Después de muchos años de combate amargo y de decepción, el negro tiene clara conciencia de ello, lo cual ha afectado seriamente sus actitudes. Durante trecientos años el negro ha sufrido quieta y pacientemente, creyendo a los pocos blancos que le aseguraban que al final se integraría con la sociedad blanca. Ahora que es integrado por ley y rechazado de hecho, su amargura se ha convertido en desprecio por una sociedad que se le ha revelado con todos sus defectos y que ha monopolizado todos los beneficios. Ahora que el negro tiene plenos derechos como ciudadano estadounidense, tal vez después de todo no quiera esos derechos. Quizá está comenzando a querer otra cosa —una oportunidad para descargar su amargura mediante la protesta— y mediante el sabotaje, en actos violentos que desbaratarían un “orden” social que a él le luce como vacío y fraudulento.
El problema es mucho más complejo, mucho más trágico que lo que la gente ha imaginado. Para empezar, hay algo que trasciende los Estados Unidos. Afecta al mundo entero. El problema racial en los Estados Unidos ha sido analizado (por ejemplo, escritores como Willian Faulkner) como un problema de culpa profunda por el pecado de esclavización. La culpa de la América blanca hacia el negro es simplemente otra versión de la culpa del colonizador europeo hacia todas las otras razas del planeta, ya sea en Asia, África, América o la Polinesia. La crisis racial de los Estados Unidos ha sido justamente diagnosticada como una “crisis colonial” dentro del país antes que en un continente lejano. Pero sin embargo, está íntimamente ligada a los problemas de Estados Unidos en el Sudeste asiático y en Latinoamérica, particularmente con Cuba.
Esto no parece haber sido suficiente o claramente percibido. El celo del presidente Johnson por los derechos cívicos no armoniza demasiado bien con sus actitudes belicistas en Viet Nam. En esto, el extremista de derecha Goldwater es más consistente, y podría decirse que Goldwater es tal vez más representativo del pensamiento de muchos estadounidenses “promedio” de lo que la gente cree.
Este no es un problema pequeño. Es una señal de que los estaunidenses tienden a contentarse con apreciaciones super-simplificadas y superficiales de un conflicto muy hondo, en el cual está cuestionada la identidad y el futuro de su país, junto con la autenticidad de sus proclamas de Democracia y Cristiandad. Pues aunque de hecho hay en los Estados Unidos una amplia cantidad de no creyentes, aquí la sociedad tiende a considerarse vagamente “cristiana”, y los políticos tienen el hábito de señalarlo orgullosamente. Lo perturbador es que algunos de los que se consideran a sí mismos como los creyentes más fervorosos son, en política, seguidores de un extremista como Goldwater.