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Acerca de la recepción de la obra poética de Paul Celan en el medio literario  germano e hispanoamericano

En forma característica, tanto las versiones castellanas de la obra poética de Paul Celan en lengua alemana como las traducciones de  los principales  estudios críticos en alemán acerca de la trama compleja de producción y sentido de la obra del gran poeta rumano han sido tardías y, como veremos luego, en algunos casos discutibles en cuanto a su calidad;  y en otros, orientadas a intentos de situar el contexto de sentido de la poética celaniana en línea con la postura de los especialistas en relación con determinadas tradiciones e ideologías. A esta situación no han sido ajenas por cierto las polémicas generadas en los espacios de debate filosóficos y de crítica literaria en lengua alemana, a partir de  los distintos programas hermenéuticos aplicados al análisis de la obra, que cubren el amplio abanico que media por ejemplo entre la lectura de H.-G. Gadamer en Poema y diálogo (Barcelona, GEDISA, 2004) y la de George Steiner  en La poesía del pensamiento. Del helenismo a Celan (Madrid, Siruela, 2012); este último, a modo de conclusión sobre su punto de vista del dialogo entre Heidegger y Celan, apunta lo siguiente:
«El pensamiento filosófico soberano, la poesía soberana, uno al lado de la otra, en un silencio infinitamente significativo, pero también inexplicable».

situándose en lo que, compartiendo el punto de vista de Jorge Carrión en http://jorgecarrion.com/2013/02/05/paul-celan-y-las-lecturas-indignantes/, podemos entender más bien como una renuncia implícita a un intento de comprensión de la obra y a una necesaria toma de distancia de los propios presupuestos ideológicos.




Lo primero que habría que decir, ante un libro tan peculiar como el que el lector tiene ahora entre sus manos, es que no hay que dejarse llevar por lo que el título —tan atrayente en su simplicidad— parecería indicarnos en primera instancia. Poemas del Viejo, en efecto, remite en seguida, aparentemente, a versos que se escriben en la etapa final de una vida, y que pueden abordar temas muy heterogéneos. Versos de ese tipo —quiero decir, versos correspondientes a esa fase última de la vida, y de temática muy variada— los escribieron Lope de Vega y John Donne, Goethe y Victor Hugo, Giuseppe Ungaretti y Jorge Guillén. A la etapa final de Lope, por ejemplo, se le ha querido dar el nombre de «ciclo de senectute», por más que en él no todo fueran actitudes ascéticas y meditatio mortis: también hubo espacio y tiempo para el juego, la risa, la parodia. Si pensamos, por el contrario, en Ungaretti y su libro de 1960 Il taccuino del vecchio, lo que observamos es el conjunto de las obsesiones que ya conocíamos en libros anteriores del poeta italiano, ahora bajo la «mordedura» (l’addentare) del tiempo y sus estragos. «Yo creo —escribió Ungaretti— que en la poesía de la vejez no se da la frescura, la ilusión de la juventud, pero creo que se da una suma tal de experiencia que se llega —y no siempre se llega— a encontrar la palabra necesaria, se consigue la poesía más alta.» Pero los temas del taccuino, reconozcámoslo, seguían siendo muy variados: la soledad, el dolor, el corazón que aún ama.

   
    
    
Percy Harrison Fawcett (1867–1925), inglés, miembro de la Real Sociedad Geográfica, topólogo y militar del ejército británico, personifica, como ningún otro, al prototipo del explorador romántico de fines del siglo XIX y principios del XX. Entre 1906 y 1925 (año en que desapareció) organizó variadas expediciones al “Infierno Verde” amazónico para actuar como árbitro en los conflictos limítrofes suscitados entre Bolivia, Perú y Brasil. Agudo en sus observaciones, Fawcett estableció con pericia los límites político de dichos Estados, internándose y explorando regiones por las cuales pocos occidentales habían dejado sus huellas. Si bien cronológicamente sus viajes se practicaron a inicios del siglo XX, debemos dejar por sentado que su espíritu, motivaciones y valores fueron claramente decimonónicos. Fawcett fue un hombre del siglo XIX, hijo del imperialismo inglés y del expansionismo europeo sobre suelo americano. Su función, como árbitro entre Estado soberanos de Ibero América, perseguía un objetivo que él mismo dejara por escrito en su obra A Través de la Selva Amazónica: ”aumentar el prestigio inglés en la zona”1.Y es que Inglaterra se veía sumamente interesada en mantener su presencia en la región a causa de un producto que por sí solo encierra una larga y trágica historia: el caucho, el “árbol que llora”, fuente de inmensa riqueza, y de la que los británicos no querían quedarse al margen.
    
Así pues, con la intención de prestigiar a su país y mantener activa la presencia británica en la región, Fawcett entró en relación con una selva misteriosa, que terminaría amando y en la cual dejaría sus propios huesos.
    
Las crónicas de sus viajes (que escribiera en 1924, un año antes de morir) se encuadran dentro de la denominada literatura de supervivencia, inaugurada con las grandes exploraciones del siglo XVI y que perdurará hasta bien entrado el siglo XX. 
    
En este género, el explorador/escritor se convierte en el héroe de su propio relato (igual que Edward Malone en la novela de Conan Doyle), describiendo las penurias, peligros y sucesos extraños de los que fuera testigo. A lo largo de las páginas de su libro, Fawcett hace desfilar los más variados productos del imaginario, esos que van desde las ciudades perdidas a las minas ocultas y de las tribus “blancas” a los monstruos. Así, el excéntrico explorador inglés, hace de la selva un escenario en donde toda proporción, toda norma, queda desequilibrada. El “infierno emponzoñado”, como él la denomina, es el símbolo mismo de la anarquía. Allí, la ley de los hombres  y de la naturaleza no tienen cabida. Todo es caos, desorden, nada es claro ni “ajustado a derecho”. Tanto la esclavitud por deudas (sufrida por los indios, en pleno siglo XX) como los actos de espantosa barbarie (cometidos impunemente por los empresarios del caucho o fugitivos alejados de la civilización) denotan que esas selvas son “otro mundo”; uno muy distinto del que Fawcett salía. 




Sería más delicado por mi parte no turbar uno de los pocos rituales que aún nos quedan. Aunque hemos llegado a dudar de casi todo, seguimos practicando el culto a la Poesía y a los Poetas, y es probablemente la única Deidad que no nos avergonzamos de adorar con gran pompa, con profundas reverencias y con voz altisonante... ¡Ah, Shelley! ¡Ah, Slowacki! ¡Ah, la palabra del Poeta, la misión del Poeta y el alma del Poeta! Y sin embargo, me veo obligado a abalanzarme sobre estas oraciones y, en la medida de mis posibilidades, estropear este ritual en nombre..., sencillamente en nombre de una rabia elemental que despierta en nosotros cualquier error de estilo, cualquier falsedad, cualquier huida de la realidad. Pero ya que emprendo la lucha contra un campo particularmente ensalzado, casi celestial, debo cuidar de no elevarme yo mismo como un globo y de no perder la tierra firma bajo mis pies.
   
Supongo que la tesis del presente ensayo: que a casi nadie le gustan los versos y que el mundo de la poesía en verso es un mundo ficticio y falseado, puede parecer tan atrevida como poco seria. Y sin embargo, yo me planto ante vosotros y declaro que a mí los versos no me gustan en absoluto y hasta me aburren. Me diréis quizá que soy un pobre ignorante. Pero, por otra parte, llevo mucho tiempo trabajando en el arte y su lenguaje no me resulta del todo ajeno. Tampoco podéis utilizar contra mí vuestro argumento preferido afirmando que no poseo sensibilidad poética, porque precisamente la poseo y en gran cantidad, y cuando la poesía se me aparece no en los versos, sino mezclada con otros elementos más prosaicos, por ejemplo, en los dramas de Shakespeare, en la prosa de Dostovieski o Pascal, o sencillamente con ocasión de una corriente puesta de sol, me pongo a temblar como los demás mortales. ¿Por qué, entonces, me aburre y me cansa ese extracto farmacéutico llamado “poesía pura”, sobre todo cuando aparece en forma rimada? ¿Por qué no puedo soportar ese canto monótono, siempre sublime, por qué me adormece ese ritmo y esas rimas, por qué el lenguaje de los poetas se me antoja el menos interesante de todos los lenguajes posibles, por qué esa Belleza me resulta tan poco seductora y por qué no conozco nada peor en cuanto estilo, nada más ridículo, que la manera en que los Poetas hablan de sí mismos y de su Poesía?




Traducción al español de Miguel Grinberg




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Durante dos años ha habido en los Estados Unidos una incuestionable sensación de “kairos”: entre una minoría de cristianos alertas y progresistas se trata de una sensación de examen y oportunidad providenciales, mientras que entre otros (la mayoría más confundida) se trata de una sensación de combate apocalíptico. En el movimiento negro cristiano no-violento que guía Martín Luther King, el «kairos», el «tiempo providencial», ha sido asumido con una respuesta valerosa y esclarecida. La militancia negra no-violenta por los derechos cívicos ha sido una de las más positivas y exitosas  expresiones de acción social cristiana que se haya visto en parte alguna durante el siglo veinte. Ciertamente, se trata del más grande ejemplo de fe cristiana en acción a lo largo de la historia  social de los Estados Unidos.

Ha surgido casi enteramente de los negros, con el apoyo de algunos cristianos y liberales blancos. No cabe duda que el heroísmo cristiano exteriorizado por los negros durante la manifestación de  Birmingham, o la calma y el orden masivo de la Marcha sobre Washington en agosto de 1963, tuvieron mucho que ver con la promulgación del Acta de los Derechos Cívicos. Debe admitirse también, como ha señalado el líder no-violento negro Bayard Rustin, que sin la cristiana intervención de los protestantes y católicos blancos de todo el país, el Acta no habría sido votada. El hecho que haya  ahora una Ley de Derechos Cívicos garantizando, al menos “de jure”, la libertad de todos los ciudadanos para gozar equitativamente las ventajas del país, se debe a algo que en los Estados Unidos  podría llamarse tanto conciencia cristiana como conciencia humanitaria y liberal.

Sin embargo, la promulgación del Acta ha sacado a luz el problema real. La batalla por los derechos entra ahora en una etapa nueva y más difícil.

Hasta aquí, los bien intencionados y los idealistas dieron por sentado que si se aprobaba la legislación necesaria, las dos razas podrían «integrarse» más o menos naturalmente, no sin cierto  margen de dificultades, por supuesto, pero no por ello menos efectivamente. Tal idea daba por sentado también un respeto universal por la ley y el orden. Pero si hay algo que ha quedado  profusamente en claro a través de la prolongada y agria lucha del Sur para impedir que la legislación de los derechos cívicos fuera promulgada o ejecutada, es que tanto los legisladores como la policía, y por cierto todos aquellos a quienes puede llamarse «Establishment» («el establecimiento»), parecen ser los primeros en desafiar la ley o en ponerla de lado cuando sus propios intereses son amenazados.

Y entonces hay muchos que piensan que la no-violencia no ha logrado un éxito completo e incuestionable. Se la considera ilusoria y muy ingenua. Por ambas partes hay más y más charla sobre acción violenta, a medida que con mayor claridad se ve que la Ley de los Derechos Cívicos no ha solucionado realmente el problema racial y que en realidad la existencia del negro en el «ghetto» sólo ha quedado mejor y más estrictamentedefinida por su incapacidad para sacar ventajas de los derechos que le han sido concedidos demasiado tarde.

Durante la época de los «sit-in’s» (protestas-sentadas) alguien observó que si se hubiese atendido a los negros en los comedores ellos no habrían podido pagar la cuenta. Ahora que se les ha otorgado el derecho para entrar a cualquier hotel o a cualquier restaurante, eso no significa que dispongan del dinero para hacerlo, y cada vez se les hace más difícil conseguir empleo.

El negro es integrado por ley a una sociedad en la que realmente no hay sitio para él —aunque podría hacérsele espacio, sin la mayoría blanca fuera capaz de quererlo como hermano y conciudadano-. 

Pero hasta aquellos que teóricamente estuvieron en favor de los Derechos Cívicos se están volviendo concretamente reacios a aceptar al negro como vecino. Después de muchos años de combate amargo y de decepción, el negro tiene clara conciencia de ello, lo cual ha afectado seriamente sus actitudes. Durante trecientos años el negro ha sufrido quieta y pacientemente, creyendo a los pocos blancos que le aseguraban que al final se integraría con la sociedad blanca. Ahora que es integrado por ley y rechazado de hecho, su amargura se ha convertido en desprecio por una sociedad que se  le ha revelado con todos sus defectos y que ha monopolizado todos los beneficios. Ahora que el negro tiene plenos derechos como ciudadano estadounidense, tal vez después de todo no quiera esos  derechos. Quizá está comenzando a querer otra cosa —una oportunidad para descargar su amargura mediante la protesta— y mediante el sabotaje, en actos violentos que desbaratarían un “orden” social que a él le luce como vacío y fraudulento.

El problema es mucho más complejo, mucho más trágico que lo que la gente ha imaginado. Para empezar, hay algo que trasciende los Estados Unidos. Afecta al mundo entero. El problema racial en los Estados Unidos ha sido analizado (por ejemplo, escritores como Willian Faulkner) como un problema de culpa profunda por el pecado de esclavización. La culpa de la América blanca hacia el negro es simplemente otra versión de la culpa del colonizador europeo hacia todas las otras razas del planeta, ya sea en Asia, África, América o la Polinesia. La crisis racial de los Estados Unidos ha sido justamente diagnosticada como una “crisis colonial” dentro del país antes que en un continente lejano. Pero sin embargo, está íntimamente ligada a los problemas de Estados Unidos en el Sudeste asiático y en Latinoamérica, particularmente con Cuba.

Esto no parece haber sido suficiente o claramente percibido. El celo del presidente Johnson por los derechos cívicos no armoniza demasiado bien con sus actitudes belicistas en Viet Nam. En esto, el extremista de derecha Goldwater es más consistente, y podría decirse que Goldwater es tal vez más representativo del pensamiento de muchos estadounidenses “promedio” de lo que la gente cree.

Este no es un problema pequeño. Es una señal de que los estaunidenses tienden a contentarse con apreciaciones super-simplificadas y superficiales de un conflicto muy hondo, en el cual está  cuestionada la identidad y el futuro de su país, junto con la autenticidad de sus proclamas de  Democracia y Cristiandad. Pues aunque de hecho hay en los Estados Unidos una amplia cantidad de no creyentes, aquí la sociedad tiende a considerarse vagamente “cristiana”, y los políticos tienen el hábito de señalarlo orgullosamente. Lo perturbador es que algunos de los que se consideran a sí mismos como los creyentes más fervorosos son, en política, seguidores de un extremista como Goldwater.





En 1980 se editó en Italia el libro Il Caos que reúne las notas que Pier Paolo Pasolini editó en el diario "Tempo". En 1968 le ofrecieron la columna, donde habían escrito Curzio Malaparte y Salvatore Quasimodo, entre otros.

Este diario, que podría considerarse de centro, para algunos supone un cambio en sus concepciones –o decepciones- ideológicas. Según su estilo, la redacción del diario acepta cartas de lectores y Pasolini se expone a la polémica directa.

De entrada un lector le reprochará haberse pasado de "Vie Nuove" –semanario del Partido Comunista – a "Tempo", y no hay mejor ejemplo para eso que sus recientes críticas al estalinismo a propósito de la invasión soviética a Checoslovaquia y la consecutiva masacre por el reclamo democrático en la cual Ian Palach se inmoló para llamar la atención mundial. Estos sucesos tienen su analogía con lo ocurrido anteriormente en Hungría y Polonia, suscitados por la gran crisis política e ideológica que comienza en 1956, con el informe Kruschev en el XX Congreso del Partido Comunista.

Al reconocerse los crímenes de Stalin se plantea una renovación resistida, en su mayor parte, por el mundo comunista.

Por eso Pasolini no vacila en leer como de corte netamente fascista las consignas de Fidel Castro –"actuar antes que pensar"- que exaltan la invasión, o mostrar sus reservas ante el militarismo que traslada las guerras coloniales de "liberación" –caso Vietnam, que no fue sino la expansión comunista del Norte hacia el Sur, siguiendo el libreto de Corea del Norte- a toda Latinoamérica, de modo particularmente suicida y fuera de contexto.