Mientras hablábamos, sin dejar de mirarnos y hacer ademanes, pensé que una de las cosas más extrañas de este mundo es heredar algo de otro. Fue un pensamiento fugaz, demasiado escueto tal vez para lo profundo que parece ser, no obstante, se instaló en medio de mi cabeza y ahí se acuclilló, resistiéndose a ser eliminado, evitando que cualquier otro pensamiento ocupara su lugar.
Mi interlocutora no dejaba de gesticular. La charla se había convertido con el pasar de los minutos en más que interesante. Discurríamos el tiempo por diferentes caminos temáticos. No nos estancábamos en uno, sino que abríamos un abanico amplio –tal vez demasiado- de temas, de los cuales muchos reconozco que nos herían.
Sin embargo, el pensamiento sobre lo heredado hacía mucho ruido dentro de mi cabeza. Tal vez fuera por un sueño que había tenido días atrás. Creo que eso tuvo mucho que ver. Soñé con mi álter ego. Claramente. Fue tan vívido que hasta sentí esa simbiosis inexplicable que muchas veces llega hasta traducirse como un déjà-vu.
Finalmente paré en seco la conversación, miré a mi interlocutora y sin pensarlo más largué la frase: eres igual a tu madre. Acto seguido ella quedó mirándome de modo perplejo, con cierto atisbo rayano a la ira. Un silencio lo embargó todo, y yo, sin poder soltar otra palabra, asumí la consecuencia de lo que vendría, de la mar de improperios y agravios que se producirían tan rápidamente como una tormenta veraniega.
Sin embargo, el silencio continuó. Se quedó mirándome, con los ojos cargados de lágrimas y sin pronunciar palabra. Supe que la había herido. En realidad, lo supe en el mismo instante que lancé la frase. Era una daga que viajaba con objetivo certero, y buscaba clavarse con exactitud milimétrica en ese punto justo del corazón donde se guardan los tesoros más celosos, esos que uno esconde a todos, inclusive a uno mismo.
Y aunque no se crea mi procesión iba por dentro. Viajaba a través de ese silencio que se había quedado instalado entre ambos, que yo mismo había gestado. Sentía su dolor, pero el daño ya estaba hecho. Fue una terrible ojiva nuclear detonando dentro de su ser. Sí, eso mismo, tal cual. Así, casi una implosión. Su labio inferior comenzó a temblar y supe que sobrevendría el llanto. Unas lágrimas primero, otras después, y a continuación un llanto tenue y amargo y finalmente el odio demostrado con fiereza. Ese mismo odio que desde hacía tiempo se había enquistado en nuestro interior y arremetía con fuerza para salir y dañarnos una y otra vez.
Durante todo el tiempo que duró aquella escena ambos supimos que todo había terminado, que el límite se había cruzado. Lo heredado era indiscutible, así como la teoría que lo justifica. Por eso las palabras sobraban y tan sólo las miradas se batían en contienda. Ya no había nada por hacer. Ni tregua posible. Había sido demasiado el tiempo de guerra, el tiempo del bombardeo físico y psíquico.
Enjugó sus lágrimas con un pañuelo y repasó con delicadeza el contorno de sus ojos. El maquillaje se había movilizado como si fuera una acuarela. Sus ojos ahora se habían tornado rojizos, pero no como algo diabólico, sino más bien con un tono rojo sangre, rojo herida.
Es extraña la herencia. Heredar es tomar parte de la maleta de otro y llevarla con uno mismo durante la vida, al principio sin sentir su peso, pero luego sintiéndolo tal vez en demasía. Ella y yo arrastrábamos pesadas herencias. Demasiado para nuestras débiles personalidades. Nos dimos cuenta demasiado tarde de ello. No había marcha atrás. Habíamos transitado demasiado camino juntos y durante ese tiempo nos soltamos de la mano y nos perdimos.
Finalmente posó la cartera sobre la mesa, guardó los anteojos, el pañuelo, el paquete de cigarrillos. El orden de guardado no importaba, tan solo se limitaba a guardar, a no dejar nada en ese otro lado del mundo al cual ya no pertenecía. Era ese lado, el cual yo aún habito, el que tanto daño le había producido... Nos había producido. Porque quiérase o no, la toxicidad de un mundo enrarecido no sólo afecta a un individuo sino a todos los que están habitándolo. Y yo no era excepción. En absoluto. También había heredado algo de ese mundo tóxico durante tantos años. Y no se trataba de ADN, sino de psiquis y costumbres.
Una vez todo estuvo dentro de su cartera se levantó y me quedó mirando, con esos ojos color tierra joven –ahora un tanto rojizos-, que tantas veces había contemplado en mi vida. Compararla con su madre fue un acto terrorista de mi parte. Un perfecto disparo de francotirador. No había forma de evadir el impacto. Ella lo había asumido por completo. El final, la raya que lo delimita todo, yo mismo la había trazado. Dio media vuelta y sin decir palabra alguna caminó hacia la puerta y la cruzó, adentrándose a la vida, dejando detrás el mundo lúgubre y oscuro que ambos habitábamos.