Nunca tuve un reproche para Maya. Al contrario, siempre le dije que sus prendas le quedaban de maravilla y que su perfume, ese que sabía comprar en los libritos de Avon, era exquisito. Pero mentía. Sí, lo reconozco. Mentía. Ella olía a papas fritas, o a fritanga en general. Claro que ese olor característico a cocina de bar de mala muerte no opacaba su belleza. Sus rasgos casi perfectos y su hermosa gracia al sonreír hacían que el olor a fritura opacara a la fragancia de Avon y se convirtiera en un perfecto perfume de Guccio Gucci.
Compartíamos mucho tiempo, juntos. Tal vez más del que dos buenos amigos pueden compartir sin ser pensados en alguna relación extra amistad por las mentes pecaminosas. Sin embargo, y más allá de lo que pudiera pensar algún aturdido, a Maya y a mí no nos interesaba el “qué dirán…” En absoluto. En eso coincidíamos plenamente. Al resto de nuestros compañeros de trabajo le parecía extraña nuestra relación. Nos trataban de fenómenos, o bien nos hacían chistes que en algún punto herían nuestros sentimientos. Supongo que llegué a odiar a varios de ellos por ese motivo. Ninguno podría decirse que sobresalía por ser excelente persona, pero tampoco me enroscaba demasiado en pensamientos belicosos o negativos hacia ellos puesto que de algún modo había aprendido a perdonarlos.
Una tarde de noviembre nos tocó el turno, juntos, a Maya y a mí. Rara vez nos tocaba trabajar juntos, pero cuando sucedía nos encantaba. Con solo mirar la planilla de horarios y ver que ambos estaríamos juntos escribíamos mensajes de texto en nuestros celulares y nos enviábamos la buena nueva. A veces ocurría que los mensajes se cruzaban casi instantáneamente y eso sí que era gracioso. Como decía, esa tarde de noviembre me tocó trabajar en el mismo turno junto a ella. Hacía un par de días que no nos veíamos y resultaba sumamente tentador el reencontrarnos ocho horas en el trabajo para ponernos al corriente de nuestras vidas. Sin embargo aquel día de noviembre por siempre quedaría retenido entre mis redes neuronales. Atrapado, tal como si jamás quisiese irse, y perpetuar por siempre dentro de mi cabeza hasta el último de mis días.
Todo comenzó al abrir el puesto. Hicimos lo normal y rutinario: primero sacamos el cartel con las ofertas del día, luego lavamos el piso, acomodamos las mesas, contamos la plata de la caja registradora, incorporamos los menús a la computadora, llenamos los servilleteros, pusimos flores en los floreros individuales de cada mesa y finalmente encendimos la máquina de hacer café y rociamos el local con desodorante de ambiente. Nada me pareció extraño hasta ese punto; aunque después pensándolo bien sí había algo extraño y era que ella estaba más callada que de costumbre. Si algo tenía Maya era su encantador sentido del humor y su personalidad parlanchina junto a un timbre de voz que tras unos cuantos minutos podía hacerte estallar los tímpanos, o peor, volarte la tapa de los sesos. El silencio prologando, sí, ese era el punto en cuestión que yo noté de raro aquel día…
Tras la primera media hora de estar abierto el local y aún sin clientela a la vista ella se puso a jugar con las teclas de la caja registradora. Nunca lo hacía. A decir verdad jamás mientras habíamos trabajado en conjunto. Sin embargo aquella mañana ella solo parecía tener los sentidos y su atención para la caja registradora, ignorándome totalmente a mí. De buenas a primeras yo había pasado a ser un objeto más del local, tal como los floreros de las mesas, las lamparitas de los plafones o mejor aún, como la caja registradora en sí.
- ¿Te sucede algo, amiga? –pregunté como para romper el hielo.
- ¿A mí? –respondió Maya llevándose la mano al pecho y poniendo cara de incrédula.
- Sí, a vos… ¿o quién más hay en este enooorme local?
- Pues… no… no me pasa nada, ¿Por qué habría de pasarme algo?
- Porque no eres así. Nunca has sido así. Y hoy estás así…
- ¡¿Así cómo?! –exclamó con voz fuerte.
- Así de rara –dije sin inmutarme- Rara en tú quietud, rara en tú silencio, y rara en ese nuevo jueguito que tienes con la máquina registradora, ¿o me vas a decir que siempre juegas con las teclas de la máquina registradora?
- Bueno… sí… tal vez…
- Tal vez… -dije yo.
En ese ínterin un par de clientes entraron al local y se sentaron a las mesas. Cada uno atendió una mesa y servimos a los comensales. Todo en completo silencio y en perfecta sincronización. Me sentía tan extraño junto a Maya aquella mañana. Era como que no fuese ella. Como si de repente un ovni hubiera pasado por su casa, la hubiese abducido y en su reemplazo hubiera dejado a un ser completamente frío y carente de personalidad. Pero no, eso no podría haber sido posible. Era Maya, pero a Maya algo le pasaba y estaba casi seguro que era conmigo.
Tras cobrar las consumiciones a las mesas volvimos a la quietud del principio: ella en la caja registradora y yo a su lado, parado, ahora jugando con un servilletero.
- Sí, puede ser que me pase algo… -comenzó diciendo.
Tras decir aquella frase de manera inesperada moví de arriba hacia abajo lentamente mi cabeza un par de veces. Era, y es, mi modo de asentir cuando me jacto de tener razón en mis pensamientos, o alguien me da la razón. Siempre he tenido ese tipo de reacciones, y por más que algunos que me conocen lo suficiente piensen que es un acto pedante, no, no lo es en absoluto. Es un acto de naturalidad, algo que me nace hacer sin intenciones oscuras ni mucho menos. Al cabo de unos minutos ambos nos miramos y nuestras miradas se quedaron fijas, observándonos el uno al otro, como si en ese acto todo el resto del universo flotara y se mantuviera inmóvil, expectante, al acecho de nuestra reacción.
- ¿Y qué será lo que te pasa? –pregunté con tono suave y casi distraído.
- Es que… ayer alguien me dijo algo y eso que me dijo me resultó bonito y feo a la vez.
- ¿Bonito y feo a la vez? –pregunté confundido.
- Sí, bonito y feo. Pues… me parece bonito porque el dicho en sí es bonito, pero feo porque si fuera realidad a mí no me gustaría.
Sin entender demasiado lo que Maya quería explicarme me centré en enfocar su mirada. Estaba nerviosa. Sus ojos se movían al vaivén de un rock and roll. Por fin dejó de estar frente a la caja registradora y tomándome de la mano me llevó hacia una mesa del local a la cual ambos nos sentamos.
- ¿Qué será eso que te han dicho y tan mal te tiene? –pregunté.
- Es un chico de la universidad. Me gusta. Lo confieso. Sí, me gusta y mucho. Y ayer mientras estudiábamos juntos me tomó de la mano estando dentro de la biblioteca, me miró a los ojos y me dijo: Maya, me gustaría ser el picaporte que abra tú corazón.
Al escuchar aquella frase no pude menos que envidiar a aquel chico. Pero no por habérselo dicho a mi amiga, sino por la belleza de la frase y la aplicación en tal contexto. Siendo hombre no me cabía la menor duda de que ese chico estaba tras mi amiga. Por un instante imaginé a un neardhental con una rústica lanza de madera y punta de piedra intentando dar caza a un bisonte prehistórico. Lo corría por una llanura, a toda prisa, pero el bisonte corría más rápido que él y se escapaba cada vez más, adentrándose más y más en la llanura. Tras volver en mí miré a Maya y la mimeticé con el bisonte.
- Pero es hermoso lo que te dijeron, amiga.
- Lo sé… pero ese no es el punto. El punto es…
- El punto es…
- El punto es que yo no quiero que nadie tenga el picaporte de mi corazón, ¿lo entiendes?
- ¡Pero Maya! –exclamé- ¡es solo una bonita frase cursi!, tan solo eso… Seguramente ese chico que a ti tanto te gusta también le gustas. Es una forma que tenemos los hombres para acercarnos a ustedes, las mujeres.
- A eso lo sé también… pero sentí miedo, e imaginé al chico introduciendo un picaporte en mi pecho y abriéndolo de par en par, adentrándose, mirando mis cosas, mis secretos, mis miedos, manipulando lo que a él no le gustase, intentando acomodar mi interior a su gusto y placer, y terminando por invadirme por completo, despojándome de todo ese revuelto que llevo en el pecho y que es mío, tan solo mío, y me hace única en el universo.
Entonces volví a ver al bisonte ahora más lejos en la llanura, ya casi fusionado con la línea del horizonte.
Pronto llegaron más clientes y ya no fue posible volver a hablar. El día laboral se pasó volando y tan solo nos cruzábamos con Maya de vez en cuando en la caja registradora o en la cocina. Pero ninguno de los dos volvió a tocar el tema.
Al cambiar el turno nos despedimos con un beso y noté en ella cierto mensaje esquivo a volver a hablar del picaporte de su pecho. Me quedé parado en la vereda viendo como ella se dirigía a la parada del colectivo. Como siempre había metido la cabeza entre sus hombros y caminaba mirando el piso, tal como hacen aquellos que viven en sus propios mundos y mantienen ese ecosistema pulido y activo. Comencé a caminar en la misma dirección pero a paso lento. Un colectivo de la línea 8 pasó como un rayo por mi lado y frenó bruscamente en la parada. Maya subió, pagó y se hundió en uno de los asientos libres. Me detuve y vi cómo el colectivo se perdía calles arriba. Inconscientemente me llevé la mano a mi pecho y lo palpé por unos instantes. Busqué algún orificio en él, algo que indicara que podía introducirse en él un picaporte. Pero nada. En mi pecho no había orificios visibles. Supongo que en el pecho de las demás personas tampoco, ¿o sí? Y con un acto inconsciente sonreí, y sonreí más, y comencé a reír como si fuera un poseso. Sí, era risa de felicidad. De una felicidad extraña y que hasta ese momento jamás había contemplado. Una felicidad que nacía del hecho de saber que en mi pecho no tenía un orificio para introducir un picaporte, una felicidad que indicaba que mi interior y mis mundos interiores estaban a resguardo.
(Imagen: obtenida del buscador de imagenes de Google)